Convivir dentro y fuera del aula

Por Jaume Funes, psicólogo y adjunto al Síndic de Greuges para los menores (EL PERIODICO, 03/03/05):

La muerte de un adolescente en Hondarribia ha llegado estos días a la justicia de menores que, en medio de una gran presión social y mediática, habrá de imponer medidas educativas a los compañeros implicados. Ése y otros sucesos nos recuerdan una realidad de convivencia dura, a veces destructora, entre los chicos y chicas adolescentes que comparten el aula y que siguen confrontando sus adolescencias en la calle, en el barrio. Paralelamente, las reacciones sociales colectivas van pasando de la negación de la realidad a la alarma desproporcionada, a la demanda de remedios y tratamientos específicos. Pero, para encontrar soluciones, conviene comenzar por una lectura adecuada.

SERÍA peligroso reducir el fenómeno a dos simples etiquetas: el bullying si pasa en la escuela, las bandas o las tribus si pasa fuera. Se trata de una compleja realidad de convivencia y de cohesión social entre adolescentes (no aislada de otras dificultades de convivencia), condicionada por la obligatoriedad de la adolescencia y la obligatoriedad de estar en la escuela. Buena parte de lo que sucede con sus relaciones tiene que ver con las diferentes formas con las que ensayan y practican sus adolescencias, con la función y el sentido que tiene ahora en sus vidas estar en la escuela, adonde van a relacionarse, a enamorarse, a afirmarse como diferentes, además de estudiar a ratos. Las soluciones, múltiples y diversas, pasan siempre por cómo les dejamos ser adolescentes, qué formas de relacionarse estimulamos, cuáles son los sentidos de la escolarización obligatoria que trasmitimos y, especialmente, los climas que creamos en el territorio escolar.

Todas las dificultades no forman parte de una única categoría. No caben en el mismo saco la crueldad con el adolescente que duda de su identidad sexual, la agresión por la novia robada, la afirmación violenta del liderazgo, la confrontación por la defensa de un estilo o una estéticas diferentes, las prácticas identitarias con contenido ideológico y enemigo definido, los padecimientos en silencio al fondo del aula, la exclusión y el aislamiento.

Por otra parte, resulta casi imposible diferenciar las dinámicas de relación dentro y fuera de la escuela, pues tanto si después transitan por el mismo barrio como si no es así, sus mundos exteriores entran en la escuela y continúan más allá de la escuela. La exclusión del aula se basa a menudo en la no aceptación del diferente, el rechazo a que la sociedad sea mestiza, la dificultad para encontrar respuestas simples a la dudas que les plantea el mundo que descubren.

A PESAR DE las angustias de algunos padres, hoy sabemos que la mejor manera de generar dinámicas de cohesión y convivencia pasa por que las aulas y la escuelas sean diversas. Las mayores tensiones se producen cuando, queriendo evitar las malas compañías o las adolescencias poco adecuadas, se generan ambientes homogéneos o acumulaciones de dificultades. En el primer caso se agudizan las rivalidades y se crean enemigos simbólicos externos. En el segundo, se refuerzan las formas conflictivas y la animadversión hacia los que son aceptados y funcionan, escolar o socialmente. Los climas escolares positivos, aquellos en los que la mayoría de adolescentes se encuentra a gusto, son el producto de una dinámica triple. Por un lado, los educadores hacen que el alumno sienta el instituto como un espacio propio, un lugar en el que pinta algo, que conecta con sus preocupaciones. Por otro, las relaciones entre el alumnado son objeto del trabajo educativo, se observan los grupos, las confrontaciones, las modas, los estilos juveniles emergentes y se actúa, en especial desde la tutoría, para que los adolescentes sepan gestionarlos. Hay confrontación razonable pero no exclusión. Hay pertenencias a grupos diferentes, pero no aislamiento. Hay tribus, pero no racismo.

Finalmente, también depende del clima del aula, de lo que pasa con cada profesor en cada hora de clase. La crispación también es un producto de la mala pedagogía, del aprendizaje puramente individualista, de la ausencia de dinámicas de grupo-clase, de la gestión adecuada de las diferencias de éxito y la atención a quienes no dan guerra, pero padecen en la última fila.

En cualquier caso, para todo eso, la solución no es la justicia penal. Los compañeros de cada víctima no deberían precisar de un juez para aprender a vivir con los otros, para formar grupos permeables, para saltarse las barreras de división y silencio de la sociedad de sus mayores, para gestionar los conflictos sin violencia, para ser responsables de su conducta descubriendo cómo siente y vive el que está a su lado.