Convivir en libertad

El artífice del mayor acto de concordia de toda nuestra Historia señalaba que el consenso que la posibilita, se debe ceñir a muy pocas cosas para que pueda ser alcanzado. Realmente, decía: «Tal vez solamente a una: la voluntad firme y profunda de convivir en libertad». Esto, más que una idea, es una creencia y, como muy acertadamente afirmaba Ortega y Gasset, «a las ideas las sostenemos nosotros, pero las creencias nos sostienen a nosotros». Un poco más adelante, en ese mismo discurso con el que aceptaba el Premio Príncipe de Asturias de la Concordia en 1996, dijo: «La lucha política, la controversia, el debate, el disentimiento, el conflicto no constituyen una patología social... reflejan la vitalidad de una sociedad». A esto deberíamos añadir que «siempre y cuando no dañen la raíz de la propia convivencia».

Es fundamental aceptar el debate, la controversia, incluso en forma vehemente. Es indispensable poder abordar temas sobre los que no hay acuerdo en el seno de cualquier grupo social sin que ello suponga el enfrentamiento y la ruptura. Es fundamental aceptar la diferencia y ser capaces de respetarla como forma de enriquecimiento vital.

Veo todo tipo de grupos sociales a mi alrededor que mantienen las formas sobre los débiles cimientos que proporciona el abandonar el diálogo acerca de temas sobre los que, a priori, pesa el desacuerdo. No se dan cuenta de que esa conducta que pretende mantener la paz del grupo, acabará llevándoles a la desintegración, o a vivir bajo la sombra de un empobrecimiento inasumible a largo plazo.

La discrepancia es una fuente inagotable de enriquecimiento en la medida en la que sea manifestada y aceptada adecuadamente. El tener a alguien delante al que poder expresar tu opinión y que esta sea «escuchada» como enseñaba Marías, esto es, recibida con respeto y pensada con prudencia, es un auténtico tesoro. Quien así recibe tu idea, con independencia del acuerdo, es alguien a quien, a su vez, merece la pena escuchar... y al escucharle de igual forma, se irá produciendo ese enriquecimiento vital del que les hablaba.

Alguno ya estará pensando que esto no es más que una ensoñación de alguien bienintencionado que no vive en el mundo real. Y podría estar de acuerdo con él, siempre y cuando renunciara yo a la firme creencia de que el futuro está en nuestras manos, que depende de nosotros, que somos cada uno de nosotros los que creamos ese futuro con nuestras decisiones de cada día. El desprecio permanente en el que por desgracia vivimos hacia el adversario, al diferente, al discrepante, en definitiva, al otro, nos está, no solo empobreciendo, sino alejándonos cada vez más de un futuro mejor: el que podemos construir con la ayuda de todos.

Soy un discutidor nato y noto que cada día es más difícil discutir sin llegar al enfado, siquiera dialogar sin estar de acuerdo. El fin del diálogo en sí mismo, no puede ser necesariamente el acuerdo, sino el mutuo enriquecimiento de las partes que intercambian ideas. El acuerdo sólo será posible en dos ocasiones: cuando uno de los interlocutores alcance el convencimiento a través de los argumentos -situación verdaderamente excepcional por la falta de atención en los términos que apuntaba al principio- o, por la necesidad de las partes. Y esta es la gran oportunidad que sí es posible encontrar con cierta frecuencia en la política: que se sienta la necesidad. La exigencia de una decisión que debe ser tomada conjuntamente es un importante elemento para llegar al consenso; pero es más importante que el acuerdo en sí mismo, la forma en la que se alcanza, ya que si ese acuerdo no es obtenido de un forma cordial, su existencia será efímera, seguramente ineficaz y acabará llevándonos, sin duda, al punto de partida: la discrepancia discorde. Por el contrario, cuando ese acuerdo es alcanzado fruto de la necesidad imperiosa más que del convencimiento en torno al fondo, pero presidido por la concordia y el respeto entre las partes, las posibilidades de que ese consenso sea perdurable y eficaz son mucho mayores. No encuentro mejor ejemplo de esto que la propia Constitución de la Concordia de 1978.

Si se ponen a buscar, no creo que tarde mucho ninguno de ustedes en encontrar constituciones en nuestra Historia que puedan ser calificadas como mejores desde su punto de vista. Muchas hemos tenido, excelentes algunas -jurídicamente hablando-, las hubo mediocres y otras que no llegaron ni a entrar en vigor. Lo curioso, por no decir otra cosa, es que todas tenían algo en común: eran la imposición de una España sobre la otra España. Muy al contrario, nuestra defectuosa Constitución de la Concordia, fue la primera pactada por todas las fuerzas políticas con representación parlamentaria; la primera que no suponía la supremacía de una de nuestras Españas sobre la otra. Me podrán decir que adolece de tal o cual defecto, que a unos les gustaría más incluir esto o aquello, y me parece bien, pero lo que hay está discutido y acordado en libertad por la inmensa mayoría de los españoles y nadie me puede negar que nos ha proporcionado los mejores años de nuestra Historia.

No tengo el más mínimo empeño en mantener a rajatabla lo que se dice en el artículo 31 o en el 131, me da igual. Lo que verdaderamente importa es la forma en la que se escribieron y acordaron esos mismos artículos.

España asombró al mundo con su Transición política, pero lo que de verdad asombró al mundo entero no fue que tuviéramos un Rey joven y políglota o un presidente del Gobierno audaz y comprometido con la democracia; tampoco asombró una de las constituciones más avanzadas del mundo. Lo único que de verdad fue excepcional y ha sido irrepetible, es la forma en la que todo aquello se hizo. Que un país divido, enfrentado históricamente y recién salido de una guerra fratricida fuera capaz, sin quebrantar la ley vigente, de sentar de forma pacífica sobre un acuerdo inmensamente mayoritario, las sólidas bases de un Estado social y democrático de derecho plenamente homologable al de cualquiera de los países de nuestro entorno.

Todavía hoy sigo recibiendo invitaciones de muy importantes instituciones académicas de todo el mundo para explicar a sus alumnos las claves de aquel irrepetible proceso del que podemos sentirnos protagonistas y legítimamente orgullosos todos los españoles. Y mientras tanto, algunos en nuestra querida España, tierra de contrastes, andan intentando cambiar la Historia para acercar el ascua a su sardina, y otros campan con la boca llena de rupturas e imposiciones: ¡Nada de lo hecho sirve y lo que hay que hacer ahora es... lo que yo diga! Pues no, señores, no. Eso es precisamente lo que habíamos desterrado de nuestra vida política hace ya treinta y siete años a base de concordia. Imposiciones no, ninguna. Y avergonzarnos de la mejor parte nuestra Historia y de nuestros políticos, menos.

Tampoco me sirve el peregrino argumento de que «yo no la he votado». ¡Por supuesto que la hemos votado todos! Cada vez que participamos en unas elecciones estamos refrendando todo nuestro sistema democrático, un sistema que incluye la Constitución. Es más, simplemente el hecho de convivir como ciudadano español implica refrendar todo el conjunto de leyes que nos hemos dado en libertad, con sus derechos y obligaciones.

Ello no significa inmovilismo. Por supuesto que acepto de muy buen grado que alguien quiera cambiar la Constitución, a mí incluso me gustaría cambiar alguno de sus preceptos, pero la reforma no puede ser un fin en sí mismo, sino que debe ser un instrumento para alcanzar un fin concreto. Por eso mismo, a quien tal cosa pretenda le ruego que lo haga explicando el qué, el por qué y el para qué. Que explique a los españoles la necesidad y bondad de esos cambios y que finalmente los lleve a cabo con la misma mayoría con la que se escribieron los mandatos que hoy se pretende modificar. Hacerlo de otra forma es simplemente volver a la imposición de una de nuestras Españas sobre la otra, y eso, la historia ya nos ha demostrado que conduce al enfrentamiento más pronto que tarde, porque rompe el único precepto que, decíamos al principio, es irrenunciable: la voluntad firme y profunda de convivir en libertad.

Adolfo Suárez Illana es abogado.

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