Convulsión después del terremoto

Jonathan Freedland es analista del diario británico The Guardian (EL MUNDO, 14/07/05).

Igual que un terremoto, los atentados de Londres han generado convulsiones. Y llegaron anoche. El anuncio policial de que las explosiones del jueves en el Metro y en la línea 30 de autobús fueron, al parecer, obra de británicos suicidas es la noticia más terrible que podía darse después de los propios atentados.Prefigura también el horizonte más sombrío posible.

Ahora ya sabemos que lo que sucedió el 7 de Julio no fue únicamente el peor atentado terrorista en la Historia del Reino Unido, sino que también fue pionero en algo: es el primer atentado suicida en suelo británico. Esto es especialmente deprimente por una razón que los israelíes, los iraquíes, los indios y los rusos comprenderán a la perfección: el terrorista suicida encarna una amenaza sin parangón, un enemigo que no teme ser capturado ni asesinado es, sin duda, más poderoso. Por dar un ejemplo práctico: cualquier advertencia sobre paquetes sospechosos en el Metro es inútil si hay un hombre dispuesto a hacer estallar una bomba en su propio regazo.

Más aún: estos hombres están deseando que su muerte se recuerde.Hubo un detalle impactante en el informe de ayer de la policía, y es que en cada escenario se encontraron las pertenencias necesarias para identificar a los terroristas, y las de uno de ellos se hallaron tanto en la estación de Aldgate como en la de Edgware Road. No puede haber sido una casualidad. Esto sugiere que los asesinos querían que se conocieran sus nombres, porque estaban orgullosos de lo que hacían.

Casi no es una sorpresa. Porque el terrorista suicida busca ser un mártir, cuyo rostro se cuelgue en un millar de páginas web y cuya hazaña se convierta en un modelo que imitar. Quién sabe, a lo mejor todavía queda por encontrar un vídeo como los de Hamas y la Yihad Islámica en alguno de sus domicilios de Leeds. El peligro de todo esto es el proceso que conlleva el modus operandi de Al Qaeda, en el que una atrocidad es capaz de inspirar otras.

Que estos hombres estuvieran deseando matar y morir ya es suficientemente desolador. Que, como parece, hubieran nacido y crecido en este país lo es todavía más. Si hubiera sido una célula extranjera, como la responsable de los atentados de Madrid, nos habría reconfortado saber que se trataba de un fenómeno externo, una intrusión ajena a nosotros. Las soluciones se habrían mostrado evidentes: un control más estricto de las fronteras y una cooperación internacional más estrecha.

Pero no podemos tener esa tranquilidad cuando los asesinos eran ciudadanos británicos. Podríamos cerrar la puerta a todos los solicitantes de asilo, expulsar a todos los inmigrantes ilegales, y ello no nos haría estar más seguros. Este atentado ha venido de dentro.

A los británicos de origen árabe les resultará particularmente descorazonador. Saben por propia experiencia lo que esto significa: miradas sospechosas cada vez que monten en tren o en autobús.Correctamente, el Metro reclamó ayer que no se señale ni se estigmatice a comunidades enteras. Pero el peligro del ostracismo es considerable, y lo es más ahora que hace 24 horas.

Los británicos musulmanes también tienen razón al insistir que no puede haber una culpa colectiva por unos atentados entre cuyas víctimas se cuentan algunos musulmanes, y sus dirigentes han hecho oír sus condenas de los crímenes. El Consejo Musulmán del Reino Unido está sopesando convocar una manifestación pública contra el terrorismo.

Y, sin embargo, las noticias de ayer intensifican un proceso que ya se había puesto en marcha: el examen de conciencia de una comunidad que ahora ya sabe que tiene terroristas suicidas entre su juventud. Ya el sábado se podían ver introspecciones de ese estilo, con los participantes en el foro de jóvenes musulmanes de The Guardian discutiendo los atentados de Londres. «No es suficiente que los musulmanes condenemos formalmente el terrorismo», escribía Ejsan Masud. «Tenemos que tomar medidas drásticas contra la teología rastrera que gente como la de Al Qaeda utiliza para justificar lo que hace».

Ese tipo de voces seguramente se van a pronunciar con fuerza a partir de ahora. Fiyas Mugal, que dirige el grupo interreligioso Fe Diversa, me contó que se está diseñando un programa para los musulmanes británicos. El primer punto sería un trabajo de formación de imames nacidos en el Reino Unido, en lugar de confiar en clérigos extranjeros con retórica incendiaria. Después, los moderados pedirán a los musulmanes británicos que señalen a aquellos de quienes sospechen que propagan la furia de la guerra santa. Mugal reconoce que en la comunidad británica musulmana es fácil encontrar literatura que glorifica el 11-S y cosas así; ahora, predice que se entregará a algunos de sus autores. Para terminar, confía en que los musulmanes empiecen a implicarse en el proceso político.Formularán claramente sus demandas, reinvindicando un cambio en las actuaciones de política exterior (Irak, Afganistán, Israel y Palestina) que crean que han prendido la mecha del extremismo en su propio seno.

Por supuesto que esta responsabilidad no puede recaer únicamente en los musulmanes. La constatación de que hay británicos dispuestos a poner bombas a sus conciudadanos en un reto para toda la sociedad.Un agente de Seguridad con el que hablé ayer, antes de que la policía hiciera públicas sus averiguaciones, predijo sabiamente que el culpable era «un grupo británico, oriundo de aquí, que no ha pasado por los campos de entrenamiento de Al Qaeda». Suponía que serían miembros de esa juventud musulmana tan poco integrada y representada políticamente que se convertía en presa fácil de los sermones extremistas que se oyen en algunas mezquitas, de los relatos sobre teorías de la conspiración que se venden fuera y de las páginas web llenas de odio. La proliferación de todo ese material constituye un gran desafío para el islam británico, el aislamiento y la falta de representación política lo es para el Reino Unido.

¿Cómo afectará a Londres la última revelación? Algunos podrían sentirse aliviados ante la certeza de que los terroristas están muertos y no en libertad. Otros esperan que, si hay más células yihadistas en el país, la policía disponga ahora de la manera de llegar a ellos.

Pero lo cierto es que aún es demasiado pronto para saber con exactitud a qué nos enfrentamos. ¿Se trata de un hecho puntual, como el 11-S y el 11-M? ¿O sólo es el principio de una campaña de atentados suicidas, como la que lleva casi 10 años desarrollándose en Israel? Me da la sensación de que ese estoicismo del que tanto se ha hablado estos días, así como la capacidad de superación que hemos mostrado hasta ahora, son consecuencia de la primera suposición: que ha sido un suceso horrible que no se va a volver a repetir.

Esto podría explicar la tranquilidad que ha asombrado a israelíes y españoles. Los periódicos españoles se sorprendían de que los británicos no se hubieran echado a la calle. Los corresponsales israelíes en Londres estaban maravillados ante la inexistencia de multitudes clamando venganza micrófono en mano, que es la escena que a menudo sigue a los atentados suicidas en su país.

Podemos felicitarnos por la frialdad y la flema que hemos exhibido.Pero tendríamos que preguntarnos qué ocurriría si estos atentados se convirtieran en un hecho cotidiano, como llevan tanto tiempo siéndolo en Israel y lo son ahora en Bagdad. ¿Nos sería igual de fácil mantener la compostura si todos los días tuviéramos una bomba en el Metro o en el autobús? Espero no tener que conocer nunca la respuesta. Quiero que se formule siempre en el plano hipotético. Pero hemos empezado a enfrentarnos a una amenaza que hasta ahora sólo contemplábamos a lo lejos. Aún nos tiemblan las piernas.