Cooperar para competir

En el campo español, y por extensión en el catalán, para ser competitivos habrá que ser previamente cooperantes. Dada la dispersión geográfica y natural del sector, los agricultores que no se agrupen, se asocien o integren en las cooperativas agrarias desaparecerán, y en pocos años. En el contexto actual de crisis económica y alimentaria, solo los más fuertes sobrevivirán. Los que estén agrupados tendrán muchas más posibilidades de lograrlo.

El auge de las cooperativas agrarias catalanas se produjo a principios del siglo XX con las primeras crisis en el campo. En los años 50 y 60 de ese siglo se vivió otra época de creación de cooperativas agrícolas coincidiendo con el desarrollo de la ganadería. En tiempos difíciles, la tendencia natural es la unión para protegerse y ser más fuerte. En la actualidad, la receta para soportar la crisis puede que sea la misma.

Hay más de 1.000 cooperativas agrarias repartidas por Catalunya, un 40% de las cuales se concentran en las tierras de Lleida. La facturación anual supera los 1.500 millones de euros, y tienen 75.000 socios. La cooperativa ha sido y es un buen instrumento organizativo para el agricultor y para la sociedad, y en especial para los pueblos donde esta opera. En algunos casos representan la principal fuente de empleo, el único supermercado o el local social y de reunión de la localidad.

Con la cooperativa, el agricultor ejerce el rol de propietario, cliente y proveedor. Es socio de una sociedad con sus derechos de voto, decisión, control, etcétera. Vende su producción: trigo, aceite o cerdos, a la cooperativa. Y también compra productos --pienso para animales, semillas...-- y servicios a la cooperativa. Con estos tres roles específicos del socio de la cooperativa agraria --en las demás cooperativas no se dan simultáneamente las tres facetas--, ha conseguido acercar más sus productos al mercado y, durante muchos años, aumentar sus rentas.
Las cooperativas han aportado volumen, economías de escala, productividad. También capacidad de integración hacia la distribución, y comercialización, que el agricultor de forma individual difícilmente puede afrontar. El creciente valor de los productos autóctonos, de proximidad, amplía el espectro de posibilidades comercializadoras al modelo cooperativo. Además, el aumento del coste de los carburantes y el transporte invalida en gran parte la idea de la circulación global de los alimentos. Es el momento oportuno para que las cooperativas agrarias se acerquen al mercado de consumidores y den el gran salto hacia la comercialización.

Para poder acometer estos retos, la cooperativa agraria se ha de profesionalizar aún más. La gestión, los procesos de toma de decisiones y las capacidades de decisión y mecanismos de retribución y compensación del socio han de reformularse. La I+D, el patrimonio y los intangibles de la cooperativa han de formar parte de su valor. Se pueden y deben preservar los principios y valores cooperativos, pero al mismo tiempo la cooperativa ha de ser una organización moderna y competitiva.

Al cooperativismo se puede llegar por convicción, por creer que los principios de ayuda mutua, responsabilidad, democracia, igualdad y solidaridad son superiores a los de otras formas societarias. Las empresas intentan cada vez más --de forma sincera unas y solo aparentemente otras-- mostrarse sensibles con la sociedad, el entorno, sus clientes, sus empleados... Todo eso que se engloba en la llamada responsabilidad social empresarial. La cooperativa ya lo incorpora en sus principios fundacionales, valores sociales muy superiores a los de, por ejemplo, una sociedad anónima que cotice en bolsa, para la que la rentabilidad es casi exclusivamente parámetro de evaluación. La apuesta por la cooperativa es, por tanto, ideológica: la creación de empresa y de riqueza de otra forma.

También se puede llegar al cooperativismo por necesidad, como movimiento defensivo ante situaciones que el mercado no soluciona, como ocurre con las cooperativas de viviendas (que permiten acceder a un piso con costes inferiores), o en situaciones de crisis de SA cuya continuidad pasa por transformase en cooperativa o SAL. En el caso de las cooperativas agrícolas, la utilidad de la cooperativa proviene de la necesidad que tienen los agricultores de ganar fuerza ante los proveedores y clientes, para negociar con ambos. El peso del colectivo siempre es mayor que el del agricultor solitario.

El cooperativismo agrario puede volver a ser refugio para algunos y ventana de oportunidad para otros en los próximos años. Solo es necesario que la Administración apueste por este movimiento, con políticas de difusión y promoción del cooperativismo como instrumento de creación de empresa, de creación de valor económico y social. Además, con una discriminación fiscal positiva, el modelo cooperativo será más competitivo y atractivo para los emprendedores, frente a otras fórmulas societarias.

En los próximos meses habrá cambios importantes en el marco legislativo que regula el modelo cooperativo. El legislador tendrá que optar por fórmulas que añadan libertad de acción a las cooperativas. En la flexibilidad y la capacidad de adaptación a los cambios radicará el éxito o fracaso del modelo cooperativo en el siglo XXI.

Antoni Pané y Francesc Cribillers, miembros de Saó, Col.lectiu de Reflexió Rural.