Noticia de anoche, no tuvo lugar la clausura -prevista para ayer- de la COP27 (27ª edición de la Conferencia anual de las Partes de la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático). Por carecer de contenido sustantivo la declaración final. Frente al frenesí comunicacional suscitado por la anterior celebrada en Glasgow (Equipaje de mano le dedicó cuatro fines de semana -23 y 30 de octubre, 6 y 13 de noviembre-), este año, el encuentro ha pasado desapercibido para los medios.
Así, salvo sobresalto de ultimísima hora, la reunión se salda sin pena ni gloria. Queda la barahúnda (la participación superó las 35.000 personas y 1.700 ONGs; hubo 290 eventos), con el anuncio del anfitrión de ofrecer prorrogar la logística hasta mañana (aunque se pretende concluir hoy). En balance provisional, ¿qué resulta de estas dos semanas de trabajos?, aparte de una cierta melancolía por la evidencia de que las decisiones prácticas, con implicaciones económicas, claramente han sido avocadas por el primer nivel de responsabilidad -Jefes de Estado y de Gobierno-, por el momento en formaciones como el G7 o el G20. El interés de COP lo centran expertos, organizaciones de la sociedad civil y empresas relacionadas con la energía.
Empecemos, pues, por la escasez de titulares (traducción de la escasez de avances), principalmente consecuencia de la plétora de convulsiones que aquejan al mundo. Hoy, el ancho de banda informativo viene copado por cuestiones perentorias -cuando no existenciales- que giran, todas, en torno a la guerra en Ucrania: desde el temor a la escalada (incluso nuclear), a la recesión inminente, la inseguridad alimentaria, o la batalla por los combustibles fósiles. En consecuencia, la lucha contra el cambio climático ha pasado a un segundo plano -lo admitamos o no-. Nuestra esperanza, nuestra responsabilidad es acortar al máximo esta fase, con realismo. Y con visión de ecuación global: en 2021, China emitió el 31% del total de CO2; la UE, el 7%; la India el 7,2%, pero subiendo de manera casi exponencial; mientras toda África subsahariana -excluyendo África del Sur-, inferior al 1%.
Desde una perspectiva política, destaca el fundido del liderazgo Occidental, significativamente, europeo. Pese a las proclamas de abanderamiento -entre las que destaca el énfasis en los dos puntos de aumento de la reducción de emisiones fijada por el Fit for 55 (de 55% a 57%)-, los principales debates pillaron a la UE por sorpresa y a contrapié. Elocuente, en este sentido, la campaña india de incluir en el comunicado final un objetivo de disminución de consumo extendido, sin discriminación, a todos los combustibles fósiles.
Recordemos que Nueva Delhi fue -junto con Pekín- instrumental en la rebaja de la ambición en el Pacto de Glasgow sobre carbón -de largo la fuente más contaminante-, que finalmente trató de su reducción (que no de su abandono). Así, porque tira de carbón a tope, India tácticamente busca romper el planteamiento del gas como transición, propugnado por EEUU, con la UE a la zaga y a regañadientes, que si no en actos, al menos en alma sigue fija en el verdeo. Según Frans Timmermans (Vicepresidente Primero de la Comisión Europea y adalid del Green Deal), "Estamos intentando conseguir gas licuado donde podemos. Pero solo por tres años. Hasta que cambiemos seriamente nuestro mix energético".
Merece atención la inédita participación de compañías petroleras en la agenda oficial, empezando por Saudi Aramco, sin duda relacionada con las abiertas reivindicaciones del NoOccidente: "La energía fósil es un derecho y una necesidad para África" era reciente titular de portada del Nairobi Business Monthly (semanal líder en África anglófona), recortado sobre la fotografía de una central térmica con penacho humeante; el subtítulo ahonda en la proclama: "Los líderes africanos se reafirman en que aprovechar la 'nueva energía' -limpia o sucia- forma una parte importante de su agenda".
Sin ambages, la Comunidad Transatlántica es acusada alto y claro de hipocresía. Las críticas más acerbas las formulan los africanos productores, que denuncian las barreras a la financiación de generación de electricidad con fósiles -incluso en países a quienes compramos su gas para nuestra electricidad, pero a quienes negamos cualquier apoyo a todo lo que no sea viento y sol-. Nos recuerdan, además, las promesas incumplidas; en particular, los 100 mil millones anuales comprometidos en la COP15 -Copenhague, 2009- que deberían haber sido desembolsados antes de 2020. Y nos instan a predicar menos y a hacer más, a hablar con la cartera ("put your money where your mouth is" resonaba gráficamente en el recinto).
En esta línea, en Egipto se estrenaba en el orden del día COP la constitución de un fondo de pérdidas y daños, instrumento para compensar el impacto de los fenómenos climáticos entre los más vulnerables. Se trata de una reivindicación que remonta a 1991, originalmente propugnada por la Alianza de Pequeños Estados Insulares, que en esta edición secundó un abultado número de países entre los antes llamados "en vías de desarrollo". Notable, la pretensión china de calificarse como perjudicada y víctima, en pie de igualdad con las islas del Pacífico, la región subsahariana o Pakistán, mientras encabeza el ranking de emisiones. Timmermans: "Cuando eres responsable del 30% de las emisiones globales, no puedes seguir diciendo, 'soy un país en desarrollo, por lo que no tengo obligaciones financieras'".
La UE y EEUU han bloqueado tradicionalmente la materialización de este proyecto que, en su bosquejo original, podría acarrear consecuencias jurisdiccionales derivadas de un reconocimiento implícito de la contribución a los gases de efecto invernadero acumulados en la atmósfera. Timmermans empezó asegurando que "no hay una solución milagrosa" y que "hace falta un conjunto de medidas" en el ámbito de financiación climática.
Pero el giro de la UE, anunciando su respaldo al fondo (el jueves) -a cambio de fijar 2025 como fecha tope para que el mundo alcance su máximo de emisiones- causó sorpresa. En realidad, cabe leerlo como un movimiento táctico dirigido a China: Timmermans recalcó que el fondo tendría que "considerar la situación económica de los países en 2022, no en 1992". No es pensable que China aprobaría esta condicionalidad hoy. Sin perjuicio de que se ha extendido la conferencia precisamente para salvar los muebles en este punto, todo indica que el tema transitará a la siguiente cita -Emiratos 2023-; en colorida expresión inglesa, muy repetida por los asistentes, kicking the can down the road.
En paralelo, y testimonio de la mencionada fuga decisoria, el G7 -en colaboración con el V20, grupo de 58 países vulnerables- lanzaba el pasado lunes el programa Escudo Global. Todavía por plasmar, la iniciativa ambiciona un seguro climático que contaría con estructura de ejecución a través del Banco Mundial. Por la naturaleza misma del vehículo, tendría un alcance más limitado que el fondo.
Estos y otros asuntos convendrá analizarlos cuando se asiente la polvareda de Sharm el-Sheij. Porque todo apunta a que tampoco habrá acuerdo sobre el plan de reducción de emisiones: en los pasillos, la ambición se limita a no retroceder. La COP26 pactó revisar los objetivos climáticos, hacerlos más ambiciosos para no incrementar el calentamiento del planeta por encima de 1,5ºC (con base en los niveles preindustriales). A día de hoy, tan solo 30 miembros -de 197- han actualizado (o propuesto actualizar) sus compromisos nacionales contraídos. Se estima que la temperatura media global ya ha subido 1,15º. Según los científicos de la ONU, para evitar aumentar el restante 0,35º, el mundo tendría que reducir las emisiones en un 43% antes de 2030; una tarea hercúlea -por no decir imposible-, pues la previsión para 2022 es que se incrementen un 1%, y son varios los países que han pedido borrar por las buenas la referencia -emblemática de esta batalla- en el texto final.
Podemos ya afirmar que la COP27 pasará a los anales como reflejo del momento de mutación que estamos viviendo, del que sobresale la revuelta del NoOccidente y la elevación a categoría del transaccionalismo. El choque de la invasión de Ucrania ha hecho emerger a primer plano los costes económicos y, con más fuerza aún, de tejido productivo -de vida y hacienda- de los planteamientos y proyectos que se venían debatiendo. Suscitando arbitrajes en muchos casos existenciales, con la necesaria implicación del gobierno en su conjunto. Este confrontar la realidad debe conducirnos a una serena reevaluación de medios, acuerdos y concesiones que logren una transición energética eficaz para la conservación del planeta. La humanidad entera es consciente de la urgencia del reto.
Ana Palacio