Corona y Constitución

Los hechos acaecidos en la reciente cumbre iberoamericana de Chile obligan a una reflexión acerca de la posición constitucional del titular de la Corona. Porque no hay que perder de vista que la forma de gobierno basada en la monarquía parlamentaria ubica al Rey en una posición jurídico-constitucional en la que su persona es inviolable y no está sujeta a responsabilidad. Asimismo, sus actos están siempre refrendados por el presidente del Gobierno, los ministros, en su caso, y por el presidente del Congreso en la propuesta de candidato a presidente del Gobierno tras las elecciones legislativas, para obtener la investidura parlamentaria. En su condición de símbolo de la unidad y permanencia, arbitra y modera el funcionamiento regular de las instituciones, asume la más alta representación del Estado español en las relaciones internacionales, especialmente con las naciones de su comunidad histórica. Eso es lo que establece la Constitución (artículos 56 y 64).

Todo ello conlleva a aquello tan tópico, pero del todo evidente, que es que el Rey reina, pero no gobierna. Es decir, que en el ejercicio de las funciones descritas, sus actos comprometen al Estado, pero la responsabilidad no le corresponde a él, sino a los cargos representativos, es decir, aquellos que han sido elegidos, a los que la Constitución asigna la función de refrendar lo que haga el Monarca. Esto es así porque dichos cargos (el presidente, los ministros), a diferencia del Rey, sí están sometidos a responsabilidad política ante el Parlamento. En consecuencia, los actos del Rey han de estar presididos por el cumplimiento de una regla no escrita en la Constitución, pero que se deduce directamente de la misma. Y no es otra que actuar con suma discreción y contención. Las razones son diversas, pero hay una básica: el Rey no responde de sus actos ante el Parlamento ni tampoco, obviamente, ante el electorado, porque no es elegido.

Atendido el desarrollo de la fase final de la cumbre en Santiago, no parece que esta regla haya sido tenida en cuenta por el titular de la Corona. Lo cual no deja de sorprender, puesto que desde que su cargo quedó legitimado democráticamente por la Constitución de 1978, ha venido desarrollando adecuadamente sus funciones de jefe del Estado en una monarquía parlamentaria.

Al margen de consideraciones de otro orden, desde un punto de vista constitucional el incidente de Santiago no es una cuestión banal, porque se produce en el contexto de la política exterior del Estado. Y, además, en relación con un ámbito geográfico especialmente sensible como es la comunidad de estados de Iberoamérica. No hay que olvidar que la dirección de la política exterior le corresponde al Gobierno de turno, quien responde de ella ante las Cortes Generales y, en su caso, ante el propio electorado. Sin excepción de áreas geográficas, incluidos los países latinoamericanos.

En el contexto de la acción diplomática, las fricciones y los conflictos forman parte de la propia naturaleza de las relaciones internacionales, una competencia exclusiva del Estado. Hacer frente a estos contenciosos tanto en las relaciones bilaterales como en las cumbres exige un especial tacto y demanda eso que la lengua italiana define como finezza. Por lo que explican las crónicas y se ha observado en la televisión, la sesión de la cumbre de Chile dio lugar a una serie de expresiones y valoraciones cuestionables por parte de algunos presidentes de repúblicas latinoamericanas, donde la finura no abundaba. Pero, seguramente, ello forma parte del guión de las relaciones internacionales. Para hacer frente a estas situaciones, es evidente que corresponde a quien ostenta por prescripción constitucional la dirección de la política exterior encontrar el tono más adecuado para defender los intereses del Estado. En este sentido, el presidente del Gobierno estuvo especialmente correcto.

El problema constitucional que ha puesto de manifiesto el incidente es el relativo al papel del monarca en este ámbito de las relaciones internacionales. Por más que formalmente la Constitución establezca que en ellas el Rey asume la más alta representación del Estado, especialmente con las naciones de su comunidad histórica, es la propia norma constitucional la que dice que ello lo hará conforme a las funciones que la Constitución y las leyes le atribuyen. Y ello quiere decir que en esas funciones de orden simbólico, representativo y no ejecutivo, el Rey, si actúa y se expresa públicamente, lo ha de hacer acorde con el Gobierno. La consecuencia de ese acuerdo con el poder ejecutivo, del que el Rey no forma parte, es que el Monarca debe desaparecer del debate y la controversia políticas. Para eso ya están el Gobierno y sus ministros. El Rey ha de evitar el primer plano, ha de quedar al margen y por encima del debate partidista. En caso contrario, su posición constitucional resulta inadecuada. Es una lógica y obvia servidumbre de una institución como la monarquía, que por su propia razón histórica queda al margen del principio democrático.

Marc Carrillo, catedrático de Derecho Constitucional de la UPF.