Corona y virus

¿Para qué sirve un rey? Esta no es una pregunta capciosa y es lícito que se la hagan los ciudadanos de un país democrático. Al propio don Juan Carlos, cuyo patrimonio está siendo investigado por la Fiscalía del Tribunal Supremo y sobre el que se vierten ahora acusaciones que empañan su antiguo prestigio, le escuché muchas veces que la monarquía subsistiría solo a condición de ser útil. Habida cuenta de las informaciones recientes sobre su persona, podríamos suponer que su abdicación se produjo precisamente porque él mismo concluyó que su permanencia en el trono no beneficiaba ni a la continuidad del Estado ni a la de la dinastía. De modo que ese criterio de utilidad, sobre el que se interrogan públicamente los populistas de la izquierda y los nacionalistas irredentos, está bien fundado. Ojalá se extendiera a otras instituciones, como el Ministerio de Consumo y su titular, sin ir más lejos.

Hasta los máximos detractores de la institución, desde Jorge Javier Vázquez hasta Pablo Iglesias, reconocen que el rey Juan Carlos fue útil en la instauración de la democracia y la devolución de las libertades a los españoles tras la muerte de Franco. Más que útil, a quienes vivimos aquellas jornadas nos pareció decisiva su actitud y, como el vicepresidente segundo del Gobierno reconoció hace apenas dos años, la mayoría de las fuerzas políticas, incluido el Partido Comunista, asumieron “el papel central de la monarquía en la dirección del proceso democratizador”. Solo quedó fuera del consenso la izquierda abertzale, brazo político de la banda terrorista ETA.

La utilidad de la monarquía se puso nuevamente de relieve en la desarticulación del golpe de Estado del 23-F. Y en otros eventos, como el papel que personalmente jugó don Juan Carlos en las relaciones internacionales de nuestro país y el apoyo a las inversiones de las empresas españolas en América Latina y los países árabes. Fue el mejor embajador de la marca España, que los Gobiernos luego se han dedicado a promover mediante estructuras burocráticas poco eficientes. En resumen, la utilidad monárquica fue evidente durante los primeros 40 años de nuestra democracia.

¿Para qué sirve un rey ahora? No es lícito hacer la pregunta en abstracto. Hay que interrogarse sobre el papel de la institución en un país de corte federal en el que conviven cuatro lenguas oficiales (cinco, si aceptamos la extravagancia estatutaria de declarar lengua propia al valenciano); dos comunidades autónomas con poderosas, aunque minoritarias, facciones independentistas; dos ciudades autónomas fronterizas con Marruecos; otras dos autonomías insulares, una de ellas en territorio africano; una acusada fragmentación política y tensiones territoriales que en el caso vasco hasta hace apenas 11 años estuvieron teñidas de sangre y, hace casi tres, terminaron por enviar a la cárcel a toda la dirección política de Cataluña. A este respecto, por más que algunos lo nieguen, el rey Felipe VI fue más que útil cuando en su discurso del 3 de octubre de 2017 salió en defensa de la Constitución frente al separatismo xenófobo. Lo hizo como consecuencia del pasmo de un Gobierno incapaz de hacer frente al conflicto político catalán pese a tener para ello el apoyo del principal partido de la oposición. Se puso entonces de relieve que contar al frente del Estado con alguien huérfano de banderías políticas, sin sumisión a ideologías ni intereses partidistas, no parece tan mala idea siempre que se garanticen las libertades públicas y la igualdad de todos los ciudadanos ante la ley. Mucho más en un país tan proclive a la fragmentación como el nuestro. La experiencia belga es un buen ejemplo.

Pero el principio de utilidad no resulta suficiente. Debemos preguntarnos también por la legitimidad. En las monarquías parlamentarias, que encabezan las clasificaciones de las democracias de mayor calidad y estabilidad en el mundo, la soberanía reside en el pueblo y los titulares de la corona no tienen poder político alguno. Cualquier acto suyo que afecte a la gobernación debe ser refrendado por el primer ministro y su gabinete: de ahí deriva su inviolabilidad. Su papel es fundamentalmente simbólico, aunque en el caso español posee también capacidades de arbitraje y moderación. De hecho, resultan casi teóricas y solo se hicieron patentes, para el bien de la democracia, tras el intento de golpe de Estado de 1981. Actualmente la discreción en su desempeño del inquilino de La Zarzuela es tal que ni siquiera tuvo un papel activo en las consultas para formar gobierno, tras los repetidos trompicones de los partidos en las ya frecuentes elecciones generales.

Las monarquías nórdicas, al igual que la española, representan a países cuyos ciudadanos disfrutan del pleno ejercicio de sus libertades, y donde los valores que emanaron de las revoluciones burguesas están más reconocidos y protegidos que en multitud de repúblicas. Sin necesidad de acudir a ejemplos tiránicos como el de Venezuela, cabe señalar que las calidades democráticas de las repúblicas de Hungría, Polonia y otros países de la propia Unión Europea son hoy día bastante inferiores a las monarquías de Noruega, Dinamarca, Suecia o los Países Bajos. A la de nuestro país también. Según la revista The Economist y otras evaluaciones de diversos institutos como Freedom House, España es una de las 20 naciones que poseen democracia plena, con calificaciones superiores a las que merecen Estados Unidos, Francia o Italia, sin ir más lejos. Estos datos son tan recientes como de enero de este año, y ponen de relieve que la campaña de la Generalitat catalana en contra de nuestra democracia, a la que acusan de tener presos de conciencia, además de una falacia es una catástrofe publicitaria.

La monarquía actual no es un problema para la democracia española, y ha sido en cambio su garante en repetidas ocasiones. Es por lo mismo infumable (hermosa metáfora) que el presidente del Gobierno no defienda abiertamente a la Corona cuando se ve amenazada en los debates en Cortes por partidos independentistas y de extrema izquierda. También por sus peculiares socios de coalición, que al tiempo que prometieron lealtad al Rey no cesan de atacar la institución que encarna. Aunque los valores democráticos de nuestra Constitución son sólidos, se persigue con ello poner en marcha un proceso constituyente, sin más razón ni fundamento que la particular ideología y el ensueño de sus promotores. De llevarse a cabo dividiría aún más a los españoles, ya instigados al enfrentamiento por la agitación de nuestra mediocre clase política. Derribar la Monarquía o, más probablemente, animarla a que desista es pieza clave en esa estrategia.

Las monarquías parlamentarias y democráticas necesitan para su normal desarrollo de un entendimiento entre el primer ministro y el jefe del Estado a la hora de ejercer sus papeles y prerrogativas. Si el Gobierno de turno y la Casa Real no son capaces de trabajar conjuntamente, el prestigio y la gobernación del país se verán seriamente dañados. El papel del monarca descrito en la Constitución de 1978 demanda la aprobación en Cortes de un Estatuto de la Corona que perfile los deberes y facultades de su titular, el carácter y límites de su inviolabilidad, y las ayudas con que debe contar para el ejercicio de sus tareas.

Este entendimiento entre el Gobierno y la Casa Real no ha sido siempre evidente. Los comentarios de Pedro Sánchez sobre su tribulación por las revelaciones acerca del emérito, o su público cuestionamiento de la inviolabilidad, que le debería conducir a presentar una propuesta legal al respecto, desmerecen de la prudencia de cualquier gobernante al referirse al jefe del Estado. Con ocasión de la lucha contra el virus, hemos padecido tendencias autoritarias y un cierto cesarismo de pacotilla que tampoco ayudan. En la frontera difusa que divide al poder ejecutivo del terreno que ocupa la máxima jerarquía del Estado, por simbólica que sea, el Gobierno ha ganado espacio en los últimos meses. Mermar las facultades de representación del Monarca en momentos en los que se convoca a la unidad de todos no parece una buena táctica.

Juan Luis Cebrián

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