Coronavirus: entre lo global y lo nacional

Estamos viviendo una crisis de salud global y lo estamos haciendo en primera persona. Se ha desvanecido en tiempo récord la distancia entre dinámicas globales (una pandemia originada en China, pero de alcance mundial) y sus consecuencias individuales (la enfermedad y el confinamiento de millones de personas en sus domicilios). Entre ambos niveles resurge el Estado-nación como garante principal de la salud de las personas y ente articulador de la gestión de la crisis.

Tres niveles de análisis —individuo, Estado y sistema— que, desde el célebre libro de Kenneth Waltz Man, the State and War, se conjugan en el plano internacional y que el coronavirus recalibra de manera frenética. La globalización ha roto barreras con sus cadenas globales de valor y unas dinámicas de interconexión e interdependencia capaces de sobrepasar el corsé de los Estados. Unas dinámicas que no se han traducido en un gobierno global y siguen confiando en el Estado-nación como principal articulador de las relaciones internacionales (con el permiso de organizaciones supranacionales, empresas transnacionales y una sociedad civil globalizada).

La pregunta lógica es si el protagonismo de los Estados-nación en la respuesta al coronavirus equivale al declive de lo global y supranacional, tal y como los entendemos hoy. Cuando la vida humana, amenazada, vuelve al centro de todas las cosas, la primera reacción es aferrarse a lo conocido. Tendemos a buscar referencias en lo cercano y desconfiar de lo extranjero, difuso y global. Nos cobijamos en nuestras raíces de algún lugar y aparcamos por un momento el cualquier lugar que habita en nosotros, seres globalizados.

En el plano político internacional, la relación entre lo global y lo nacional funciona también como un péndulo. La crisis de los años treinta, tras la Primera Guerra Mundial y el crack del 29, se tradujo en el auge del fascismo y el nazismo que desembocaría en la Segunda Guerra Mundial. Tras esta, un nuevo momento internacionalista surgido del fracaso de la Sociedad de Naciones dio lugar al nacimiento de múltiples organizaciones internacionales, articuladas en lo político en torno al sistema de Naciones Unidas y en lo económico en las instituciones de Bretton Woods (Banco Mundial y Fondo Monetario Internacional), y el Acuerdo General sobre Comercio y Aranceles (antecesor de la Organización Mundial del Comercio).

En los años ochenta, la ola neoliberal de Thatcher y Reagan afirmó que no existía esa cosa llamada sociedad, sino solo individuos, familias y, por supuesto, mercados. Con el fin de la Guerra Fría se impuso la tesis de Fukuyama sobre un sistema internacional basado en la economía de mercado y el liberalismo político. En paralelo a los avances tecnológicos y la globalización de los mercados, la soberanía estatal parecía pasar a un segundo plano. Emergían conceptos como la responsabilidad de proteger o la seguridad humana —en contraposición a la de los Estados— como principios vectores de la seguridad internacional.

El avance del siglo XXI ha visto cómo las nuevas potencias vuelven a poner los intereses nacionales en el centro de sus políticas exteriores. Tras una década de crisis, el auge del populismo y los hiperliderazgos han enfatizado el marco de referencia nacional en la defensa de intereses soberanos, el bilateralismo transaccional como marco de la política exterior y una crítica constante a las instituciones internacionales. Incluso la idea de una “internacional populista” ha fracasado debido a las prioridades dispares, en clave nacional, de las fuerzas populistas.

En este contexto, el coronavirus parece haber decantado el péndulo hacia lo nacional, también en la UE. Los límites a la movilidad y el confinamiento siguen regulaciones nacionales, en ausencia de directivas conjuntas. Las medidas sanitarias y de respuesta a la pandemia divergen entre los Estados de la UE y a veces en su interior, entre Gobiernos centrales y regionales.

El recurso a las fuerzas de seguridad se articula de manera centralizada y los paquetes fiscales, de compensación a empresas y trabajadores y de gasto público se diseñan con lógica nacional. Los Estados miembros de la UE restablecen las fronteras, restringiendo las libertades de movimiento asociadas al mercado único y a Schengen. Algunos incluso prohibieron la exportación de material médico a Italia, anticipándose a la protección de su ciudadanía, también en clave nacional, y por encima de las reglas del mercado interior. Y, por supuesto, el populismo saca rédito político del coronavirus, con Boris Johnson actuando a su manera para contener la curva de contagios, Trump refiriéndose al “virus chino” u Orbán, Salvini y Le Pen llamando al cierre de fronteras.

Probablemente el recurso a lo nacional sea necesario para frenar la curva de contagios de la Covid-19, dado que son los Estados miembros los principales responsables en materia de política social, sanitaria o de control de fronteras. Este recurso revela asimismo un retorno a lo conocido: un sistema de Estados articulador de las relaciones internacionales desde la Paz de Westfalia de 1648 y con el que, bajo perspectiva histórica, no pueden rivalizar unas instituciones internacionales frágiles y con menos de un siglo de historia.

Pero no todo es nacional en la crisis del coronavirus, empezando por la pandemia en sí. La Organización Mundial de la Salud marca las pautas y consignas a seguir. La investigación para una nueva vacuna se desarrolla en grupos de investigación transnacionales. Los planes de estímulo deberían enmarcarse en las reglas de instituciones financieras internacionales y de la UE. Las cadenas globales de valor influyen tanto como los confinamientos nacionales en la capacidad productiva de las empresas, muchas de ellas en cierre forzado por falta de suministros desde Asia.

China ya ha ofrecido a Italia y a España equipamiento médico. Y la cancelación de eventos deportivos y ferias depende de las decisiones de instancias internacionales. Tampoco gusta a las fuerzas populistas la revalorización de los expertos y el uso de datos científicos para la gestión de la crisis, así como la atención pública que recibe el mensaje político y sus mensajeros, los líderes políticos, cada vez que comparecen proponiendo un nuevo plan de choque.

Por tanto, ni el Estado-nación sale totalmente fortalecido con la crisis del coronavirus ni estamos ante el repliegue definitivo de lo global y supranacional. Como siempre, ambos niveles conviven. En la UE, la capacidad de acción común en materia sanitaria o de control de fronteras es mucho menor que las prerrogativas de los Estados miembros. No obstante, sí falta una mayor coordinación europea de las medidas para “aplanar la curva”, en las iniciativas para asegurar el abastecimiento de material médico en el mercado único y en el liderazgo para activar un ambicioso paquete fiscal y de inversiones.

Esto responde a una falta de efectividad y fragilidad en la gobernanza europea, pero no equivale a la victoria decisiva de lo nacional. Los resultados en el ámbito supranacional decepcionan y las condiciones para su reforma siguen ausentes. La crisis del coronavirus es una muestra más de que seguimos atrapados en la tragedia de siempre: una vuelta total a lo nacional ya no es posible, pero tampoco se dan las condiciones y la voluntad política para la reforma y mejor funcionamiento de los mecanismos de gobernanza global.

Pol Morillas es director del CIDOB (Barcelona Centre for International Affairs). @polmorillas

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