¿Corre peligro el proceso de paz en Irlanda del Norte?

En un acto de campaña celebrado a finales de julio, el exministro Rishi Sunak, aspirante a suceder a Boris Johnson, anunció que su Gobierno lograría, por fin, desbloquear el brexit.

Su proyecto de ley modificaría el Protocolo de Irlanda del Norte, garantizaría el libre comercio entre Reino Unido, Irlanda del Norte y la República de Irlanda, y lo haría sin necesidad de reingresar en el mercado interior europeo.

La intervención de Sunak es un nuevo ejemplo del elefante que, desde hace seis años, campa a sus anchas en los salones de Westminster: la delicada situación de la frontera entre las dos Irlandas.

Desde la celebración del referéndum del brexit, los sucesivos ejecutivos británicos han perseguido tres objetivos: abandonar el mercado interior y la unión aduanera; evitar una frontera entre la isla de Gran Bretaña e Irlanda del Norte; y respetar el Acuerdo del Viernes Santo, el tratado que puso fin al conflicto norirlandés y el cual requiere una frontera abierta en la isla de Irlanda.

Estas propuestas, sin embargo, siempre han sido incompatibles. Los tratados europeos, que velan por la integridad del mercado interior, requieren controles adunaros en las fronteras exteriores de la Unión. El escenario que contempla Sunak, que permitiría a Reino Unido (un tercer país) comerciar libremente con Irlanda (un Estado miembro) sin someter sus productos a dichos controles, incumplirá esta obligación, topándose con lo que el catedrático Daniel Kelemen ha denominado "el trilema del brexit".

El peligro que el brexit podría suponer para el Acuerdo del Viernes Santo fue evidente desde que el primer instante. Sin embargo, ni el futuro de Irlanda ni el de su proceso de paz han preocupado especialmente a sus partidarios. Durante la campaña, el Acuerdo apenas fue mencionado, y cuando lo fue, aquellos que alzaron la voz fueron tildados de alarmistas.

Y tras la entrada en vigor del brexit, Irlanda del Norte ha sido poco más que un tema tabú. Una presencia incómoda que, como en el cuento cortazariano Casa tomada, ha ido arrasando con todo sin que sus protagonistas se hayan atrevido a pronunciar su nombre.

Esta indiferencia es fruto de lo que el escritor Fintan O’Toole ha denominado la “revolución nacionalista inglesa”. Empujado por la derecha radical de UKIP, escribe O’Toole, el movimiento euroescéptico británico siempre tuvo una dimensión profundamente reaccionaria: desde sus orígenes, los tabloides ingleses lo plantearon como una larga batalla contra la inmigración del Este de Europa, contra los “jueces europeos” y contra el modelo de sociedad abierta e inclusiva defendida por los Gobiernos de Blair, Brown y Cameron.

Tras la victoria de UKIP en las elecciones europeas de 2014, el triunfo del Leave en el referéndum de 2016 –con un amplio respaldo en Inglaterra y Gales, pero con la oposición de Escocia e Irlanda del Norte– supuso el primer gran hito para este movimiento, abriendo una caja de Pandora que, en palabras de O’Toole, “ha dejado a Gran Bretaña profundamente insegura sobre su identidad y su lugar en el mundo”. Más que la cuestión irlandesa, por lo tanto, la gran crisis identitaria que ha desatado el referéndum ha sido la cuestión inglesa.

Para un amplio sector del electorado inglés, las complejidades de Irlanda del Norte –considerada una provincia lejana, pobre y problemática– no han sido más que obstáculo para las ambiciones políticas de Global Britain.

Si su frontera se tornaba un problema, se observaba en Westminster, se encontrarían formas de solucionarlo, bien mediante milagros tecnológicos (como propuso Theresa May) u obteniendo concesiones políticas por parte de Bruselas (como anunció Johnson). Si el gobierno irlandés ponía piedras en el camino, por otra parte, sería porque se habría aliado con Bruselas en su intento por sabotear el brexit.

Esto último, de hecho, ha resultado especialmente irritante para un sector de la opinión pública inglesa: por primera vez en 800 años, apunta el analista Stephen Bush, la fuerza predominante en las relaciones angloirlandesas no está siendo Londres, sino un Dublín arropado por Bruselas y por Washington.

Con el paso del tiempo, la animadversión hacia la cuestión irlandesa ha ido en aumento. En 2019, un 80% de votantes brexiters declaró que el desmantelamiento del proceso de paz sería “un precio que valdría la pena pagar” a cambio de abandonar la UE. Pocos meses después, una encuesta concluyó que el 59% de los militantes tories antepondría el Brexit a la permanencia de Irlanda del Norte en Reino Unido.

Fue este fanatismo político el que primó hace escasos meses, cuando Liz Truss, secretaria de Exteriores y probable sucesora de Johnson, presentó un proyecto de ley con el que modificar unilateralmente el protocolo de Irlanda – una medida, apunta Arman Basurto, que “supondría una ruptura del Derecho internacional y, tal vez, el inicio de una guerra comercial con la Unión Europea”.

Y son estos mismos cálculos los que explican el silencio de Sunak y Truss en su carrera por suceder a Johnson. Ambos son conscientes de que los supuestos fallos del Protocolo no se deben a una conspiración entre Bruselas y Dublín, pero entienden que reconocer la realidad –que sólo reingresar en el mercado interior garantizará el cumplimiento del Acuerdo del Viernes Santo– les costaría las primarias.

Mientras los tories siguen sumados en sus contradicciones ideológicas, una serie de cambios políticos y demográficos hacen del horizonte político de Irlanda un escenario cada vez más impredecible.

Por primera vez en su historia, un partido católico, el republicano Sinn Féin, ha sido el más votado en la Asamblea de Irlanda del Norte. En el censo llevado a cabo hace escasos meses, la población católica, que tradicionalmente ha sido minoritaria en el Norte, amenaza con sobrepasar a la protestante. A su vez, el Protocolo ha estrechado los lazos comerciales entre ambos países, dando lugar a un acercamiento entre dos poblaciones que, según el Irish Times, no verían con malos ojos la unificación de la isla.

Una victoria de Sinn Féin en las próximas elecciones de la República, que se celebrarán en 2025, reavivaría el debate sobre un futuro referéndum de unificación. Y aunque lo más probable, concluye el escritor Colm Toíbin, es que dicha unificación no se lleve a cabo –la consulta podría triunfar en la República, pero difícilmente lo haría en el Norte– la reapertura del debate tan sólo 25 años después del Acuerdo del Viernes Santo muestra dos cosas: la temeridad de los sucesivos ejecutivos británicos y los peligros del nacionalismo inglés instigado por el Brexit.

La cuestión irlandesa no llegará a su fin con la salida de Boris Johnson. Hará falta, por el contrario, que el establishment político británico reconozca la existencia y la magnitud del problema.

Hasta que Downing Street no acepte que el Brexit ha puesto en peligro la estabilidad política de ambas islas –y nada indica que el próximo primer ministro tenga el menor interés en hacerlo–, el país seguirá atrapado en su particular día de la marmota, sumido en una interminable crisis constitucional e incapaz, como el emperador de Hans Christian Andersen, de verse desnudo ante el espejo.

Guillermo Íñiguez es doctorando en Derecho europeo en la Universidad de Oxford.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *