Corregir el ajuste, iniciar el crecimiento

La senda conduce a la salida, pero alcanzarla exige rectificaciones y nuevos esfuerzos. Hablamos de la salida de la crisis de la economía española. El aireado superávit de la balanza comercial en el pasado mes de marzo, suma del auge exportador y la caída de las importaciones, otorga protagonismo a un hecho capital: se ha conseguido el difícil saneamiento exterior de una economía que se había deslizado sin freno hacia cifras más que temerarias de déficit por cuenta corriente. Con el ejercicio de 2012 la economía española ha conseguido al fin acomodar el gasto a la renta producida, después de tres lustros necesitando cuantiosa financiación exterior; un logro no poco excepcional por lo rápidamente alcanzado sin disponer de instrumentos monetarios y cambiarios. Pero ese muy importante esfuerzo de ajuste no ha sido equitativo y además corre el riesgo de ser precario. Lo primero, porque ha recaído dura y casi exclusivamente sobre el sector privado de la economía, soportándolo mucho más levemente el público. Lo segundo, porque el modesto ajuste de las Administraciones públicas se ha hecho a base de recortes que no se pueden prolongar indefinidamente, con olvido o aplazamiento de las reformas que conducen a ahorros permanentes. Recortar es más fácil que reformar.

Son muy altos, en todo caso, los costes económicos y sociales generados, creando una situación de emergencia a escala nacional por más de un motivo. Los niveles de desempleo son insoportables, en especial entre los jóvenes, el empobrecimiento de colectivos sociales enteros nos devuelve a tiempos que creíamos superados definitivamente y el aumento de la desigualdad avanza con botas de siete leguas. Reiniciar el proceso de crecimiento exige correcciones en la política de ajuste. Es necesario que las Administraciones públicas asuman una mayor carga en la contención del gasto, dando un impulso a las reformas pendientes. Es preciso también crear un marco institucional favorable a la actividad empresarial, pues es en la empresa privada donde debe crearse el empleo que falta. Y es imprescindible, por último, ganar interlocución en las instancias europeas para superar cuanto antes la restricción financiera que impide la recuperación. No son tareas fáciles y los resultados tardarán en ser tangibles, especialmente en el flanco del empleo. Pero hay que emprenderlas con determinación, tratando de suscitar confianza en una ciudadanía crecientemente desafecta: la paciencia que se pide a una sociedad exhausta solo puede ser la contrapartida de la confianza que se haya merecido.

Las Administraciones públicas se han limitado a combatir el déficit con aumentos impositivos, reducciones del salario de funcionarios, mermas lineales en partidas presupuestarias y la no renovación de algunos contratos interinos o temporales. Son actuaciones de carácter puntual. Además, los recortes indiscriminados perjudican el crecimiento potencial al afectar a partidas sensibles y siempre escasamente dotadas, como la investigación. A lo que debe procederse es a realizar reducciones del gasto no generalistas, sino selectivas y perdurables, lo que exige abordar con rigor la reforma de la estructura de las Administraciones públicas, la revisión de ciertos componentes del Estado de bienestar (incluyendo la sostenibilidad del sistema de pensiones) y la gestión de los excesos en infraestructuras. En particular, la reforma de la organización interna de las Administraciones es urgente y no solo desde la perspectiva económica, pues en la sociedad española está calando hondamente la sensación de que es la denominada clase política el único grupo que se está librando de la austeridad.

En una coyuntura de crisis el sector público puede actuar de contrapeso, pero lo ocurrido en España resulta excesivo. Sobre todo, porque en una economía sin política monetaria el sector público compite directamente con el privado por los escasos recursos financieros disponibles y el efecto expulsión se convierte en una realidad dramática. Eso es precisamente lo que ha ocurrido aquí. Desde 2009 las Administraciones públicas han absorbido todo el ahorro que ha sido capaz de generar el sector privado e incluso han precisado más del resto del mundo. Reequilibrar el ajuste reducirá la restricción del crédito a empresas y familias.

Para crecer será esencial también mejorar el marco institucional, en particular del conjunto de reglas en que deben desenvolverse las empresas, que han de ser las protagonistas de la recuperación y de la tan necesaria creación de empleo, mejorando de paso la percepción social del empresario, todavía lastrada en España por viejos tics del pasado. Y bien, tres problemas que afectan hoy a la empresa española están estrechamente condicionados por el marco institucional. Primero, la injerencia política a través de unas u otras vías. Segundo el minifundismo. Tercero, una política bancaria que ha encarecido severamente las posibilidades de financiación de proyectos empresariales. En los tres frentes conviene actuar con urgencia.

El primero apunta en directo a la cuestión de la legitimidad. Una fuente de deslegitimación de la actividad empresarial especialmente preocupante es la colusión —real o aparente— de intereses entre ciertos políticos y algunas empresas. También la discrecionalidad en las decisiones de las Administraciones públicas con efectos en la actividad empresarial, como las concesiones, los concursos o los contratos públicos, que derivan demasiadas veces en arbitrariedad y corrupción. La ruina y la liquidación que hoy contemplamos de las cajas de ahorro es probablemente el ejemplo más ilustrativo de los efectos devastadores de la injerencia política en el ámbito de la gestión empresarial: la politización ha sido letal para la mayor parte de unas instituciones que durante más de un siglo habían cumplido una relevante función económica y social. El más ilustrativo, pero no el único. Otro ejemplo de nociva interferencia lo ofrece la captura de los organismos reguladores y supervisores por parte de los políticos, con posterior reparto del botín. El resultado es un desprestigio de tales instituciones y una pérdida de eficacia en su actuación. Los excesos consentidos en la época de expansión y algunos auténticos despropósitos cometidos en la crisis tienen mucho que ver, desde luego, con la politización de los organismos reguladores y supervisores. Cualquier cambio en ese ámbito no debe parecer una actualización del reparto. Es hora de que se impongan la profesionalidad y neutralidad en quienes han de velar por las reglas de juego.

El siguiente problema es el tamaño. Esta es la primera crisis en la que España se encuentra con un poderoso grupo de empresas multinacionales propias, lo que está siendo un factor positivo, porque permite compensar los magros resultados del mercado interior. Sin embargo, subsiste un serio problema de minifundismo. Las empresas de tamaño reducido son, en general, menos eficientes que las grandes, pero además tienen dificultades para exportar y para adoptar tecnologías avanzadas. Es conveniente, en consecuencia, apoyar la cooperación entre las pequeñas empresas y facilitar el aumento de tamaño de las unidades empresariales.

El tercero, la financiación empresarial. La economía española tiene una dependencia comparativamente muy alta del sistema bancario, pues apenas hay fuentes de financiación alternativas. Sin financiación no hay crecimiento y es imposible mantener los niveles de actividad. Es urgente prestar atención a los mecanismos que garantizan el crédito a las empresas —particularmente a las pequeñas y medianas sin acceso a los mercados financieros internacionales—, para que no se ahoguen antes de la recuperación.

En conclusión. La economía española ha hecho un difícil ajuste, pero de un modo que no queda garantizado su mantenimiento y menos el retorno del crecimiento. Ha recaído sobre el sector privado, que se halla exhausto; ahora las Administraciones públicas deben enderezar la situación. Por descontado, esa rectificación será más fácil si cambia la orientación de las políticas europeas. No deben, en todo caso, eludirse responsabilidades y deberes. Interpretar lo ocurrido en clave única o principal de culpabilidad europea (alemana, en la versión más simplista), supone autoengañarse. La embriaguez del dinero fácil; la deplorable gestión de numerosas entidades bancarias; la incompetencia y escaso rigor de las autoridades y organismos supervisores durante los años de euforia; la falta de reacción inicial, así como el tiempo perdido por servidumbres de calendario electoral, explican la profundidad de la crisis. Con independencia de Europa, tenemos nuestros propios e intransferibles deberes.

José María Serrano Sanz y José Luis García Delgado, economistas, en representación del Círculo Cívico de Opinión.

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