Pasos históricos en la construcción europea ha habido muchos. Desde el Tratado de Roma (1957) hasta el euro (2000), la integración europea ha avanzado mal que bien. Ahora, en los comienzos de 2010, van a converger dos grandes novedades: la entrada en vigor del Tratado de Lisboa y la puesta en marcha de un nuevo organigrama institucional con una nueva Comisión, un Alto Representante para la política exterior y un Presidente de la Unión. A la presidencia española de este primer semestre próximo le corresponde dirigir esta nueva maquinaria institucional y desarrollar las nuevas potencialidades de esta cuasi Constitución que es el Tratado de Lisboa. La pregunta, sin embargo, es: ¿de verdad estamos avanzando en la integración? ¿Serán estos acontecimientos efectivamente una oportunidad para fortalecer la Unión Europea? Es preciso decir que no hay ninguna garantía de que eso sea así. Dependerá de la superación de las peligrosas corrientes antieuropeas que atraviesan la política de nuestro continente.
La primera es la resistencia nacionalista de las naciones de la Unión a ceder soberanía y aceptar regulaciones europeas en múltiples materias. Una interpretación fundamentalista y rígida del principio de subsidiariedad hará imposibles los avances europeos en múltiples materias. El espacio de libertad y justicia (incluyendo la cooperación policial y la problemática de la inmigración) es buen ejemplo de la necesidad objetiva e imperiosa de unificar leyes y coordinar policías y tribunales, enfrentada a las enormes dificultades de hacerlo por la feroz oposición de los Estados-nación europeos a la supuesta pérdida de su identidad. Al respecto conviene precisar que el nuevo Tratado de Lisboa contempla un procedimiento de defensa de la subsidiariedad (ocho semanas para que los Parlamentos nacionales objeten contra leyes europeas que violan, en su opinión, ese principio) que puede provocar incesantes y, quizás, interminables conflictos en la tramitación de los nuevos poderes legislativos del Parlamento Europeo. En el mismo sentido es destacable la influencia potencialmente negativa para la UE de la sentencia del Tribunal Constitucional alemán de 30 de junio, cuestionando en parte la legitimidad democrática del Parlamento Europeo y estableciendo el principio de que los poderes de la UE "están atribuidos por los Estados" y que corresponde a éstos defender "la identidad constitucional nacional", pudiendo así limitar y condicionar las funciones legislativas o ejecutivas de las instituciones europeas.
La segunda es más sencilla, pero no menos importante. Los intereses nacionales siguen cuarteando nuestra política. Los intereses financieros de la City condicionan al Reino Unido frente a la armonización regulatoria del sector; las relaciones nacionales históricas con los Balcanes nos hicieron fracasar en la espinosa implosión de la ex Yugoslavia; Alemania quiere protagonizar el Este; nos dividen la energía, el agua, las relaciones transatlánticas... Europa no tiene una voz fuerte porque no tiene una voz, sino varias. Somos el 5% de la población del mundo y no seremos más allá del 15% del PIB mundial en unos años. Nuestro debate es hamletiano: ser o no ser. Si no fortalecemos nuestra presencia y nuestra política en las nuevas mesas de la gobernanza del mundo, estamos condenados a la marginalidad. Pero si los intereses nacionales, históricos, económicos o estratégicos de las naciones europeas siguen primando, Obama seguirá mirando a China, India y Rusia, como lo ha hecho en la reciente cumbre de Copenhague. Incluso cabe que EE UU y China pacten una revaluación del euro -acordando la devaluación del dólar- sin que nos enteremos, aunque eso nos provoque gravísimos daños económicos (especialmente a los españoles).
Por último, hay una corriente euroescéptica, o peor, eurófoba, cuya presencia en la vida política europea es perniciosa. Casi 100 de los 750 eurodiputados militan en las peligrosas ideas del ultranacionalismo, haciendo ostentación de su patria chica y desprecio patente de las instituciones europeas. A eso se añade el euroescepticismo latente de los no votantes (más del 50% en la mayoría de los países de Europa el pasado 7 de junio). Son aquellos que no saben de Europa, que no la entienden, que no la ven, que no creen en ella, o peor, que la perciben como una entidad perjudicial para sus intereses, muchas veces porque la política nacional acostumbra a denigrarla para escapar a sus responsabilidades.
Y, sin embargo, 2010 puede ser el comienzo de un tiempo nuevo. La presidencia española debería ayudar a que así fuera. Esa debe ser nuestra primera prioridad: engrasar la nueva arquitectura institucional y dotar a la Unión de una personalidad y de una presencia internacional imprescindible y creciente. Recuperar ese espíritu europeísta que impulsó la Europa del siglo pasado sobre otras coordenadas, con otros argumentos, teniendo en cuenta nuestras nuevas necesidades. Junto a ello, gobernar la crisis y renovar la agenda de Lisboa 2000, para construir un nuevo acuerdo estratégico de Europa a 2020, serán las otras dos grandes metas de nuestra presidencia.
Todo eso corresponde a esta España europeísta -aunque menos de lo que fue-, que preside Zapatero y que comienza estos días de enero de 2010 su gran responsabilidad histórica de presidir la nueva Europa de Lisboa 2010.
Ramón Jáuregui, diputado socialista en el Parlamento Europeo.