Corrupción: ¡indignaos!

Vivimos asediados por noticias de escándalos y denuncias de corrupción que nos trasladan desde la estupefacción hasta el asco como en un tiovivo endemoniado. Son siempre asuntos delicados que tienen consecuencias muy visibles sobre los dineros públicos y, si miramos el turbio vaso del déficit, advertiremos que en su fondo se halla depositado el légamo de estas prácticas.

Cuando existen indicios de delito, hay tribunales penales que se ocupan de ello. Actúan de acuerdo con sus pausados ritmos, pues ya sabemos que hay plazos en el mundo judicial que se asemejan a los plazos bíblicos o incluso a los geológicos. Pero todo sea bienvenido porque es el sacrificio que ha de arder, en un Estado de Derecho, en el pebetero de las garantías de los ciudadanos.

Dejando aparte a la jurisdicción penal, la pregunta que conviene formular es si el ordenamiento (ojo, no el ordeñamiento) jurídico contiene otros instrumentos de defensa de la legalidad y del buen hacer que no se están activando o se están activando de manera deficiente. En concreto: ¿ha de quedarse la Administración paralizada ante episodios que claramente le resultan lesivos y perjudiciales como organización colectiva que es llamada a gestionar los intereses generales? ¿Ha de ser la Administración el Bártolo del rossiniano Barbero de Sevilla que se queda como una estatua «fría e inmóvil»?

Los estudiosos sabemos que esos instrumentos existen porque la lucha por el Derecho es, desde que el mundo es mundo, una lucha incesante contra «las inmunidades del poder», en la bella expresión de García de Enterría.

Ahora, si nosotros aplicamos una mirada buida a esos escándalos de nuestros pecados advertiremos que casi siempre están relacionados con el urbanismo, los contratos públicos y las subvenciones. Pues bien, en el ámbito del urbanismo, desde hace décadas (incluso desde el franquismo), la Administración puede declarar la invalidez de planes, de promociones urbanísticas, de parcelaciones o de licencias de edificación y ello permite restaurar los espacios heridos por esas actuaciones ilegales, incluso demoliendo las trapacerías que hayan podido llegar a tener la consistencia de un edificio. Es más: se pueden imponer sanciones económicas que eliminen de cuajo los beneficios que haya podido obtener el infractor.

Sin embargo, vemos cómo promociones y construcciones, que acampan extramuros de la legalidad, se convierten en parte inamovible del paisaje sin que las administraciones públicas hayan desplegado sus facultades para defender el interés público conculcado. Y hay algo peor pues, a veces, son esas mismas administraciones las impulsoras de estos desmanes bien porque los respaldan o bien porque miran con insolencia hacia otro lado. Los episodios más visibles de estas actitudes intolerables se producen cuando se atreven descaradamente a inejecutar sentencias firmes de los tribunales de justicia.

El segundo pantano es el de la contratación pública. Hay leyes, en este ámbito, para todo. Podemos decir que no existe resquicio alguno al que no alcance la luz de una previsión del legislador (que es prolífico y proteico: europeo, estatal, autonómico...). Cualquier empresario que se haya visto perjudicado porque los criterios de selección del contratista han sido manipulados o se han desvirtuado las reglas de la publicidad y la concurrencia, o se han efectuado adjudicaciones irregulares, puede poner en marcha procedimientos rápidos de recurso que incluso permiten paralizar las actuaciones realizadas. Y, además, la legislación española ha insistido -cierto que sin éxito- en la responsabilidad en la que incurren los funcionarios que participen en la comisión de estos desmanes. Pero... los tales empresarios ven coartada su independencia por su dependencia de las administraciones públicas. Que les pueden expulsar, si son díscolos y gustan de enredarse con escritos y pleitos, del dulce paraíso donde se degusta el gran pastel de la contratación pública. Y reconducirlos por esta vía poco a poco hacia la mendicidad callejera.

¿Y las subvenciones? De nuevo, nos encontramos con un nutrido grupo de preceptos que permite a las administraciones otorgantes declarar su invalidez e incluso exigir su completo reintegro. Por eso, ante uno de los escándalos que hoy ocupan las páginas de algunos periódicos (no de todos) relacionados con los Expedientes de Regulación de Empleo en Andalucía, no entendemos por qué la propia administración andaluza no ha iniciado ya los procedimientos para recuperar las cantidades indebidamente abonadas.

Volvemos a nuestro argumento que sirve de hilo conductor de este pequeño artículo. El Derecho tiene armas bruñidas para entrar en combate. Está la vía de la jurisdicción penal, que es la más vistosa y la que acapara titulares. Pero está también la más modesta de la jurisdicción contable, atribuida a órganos específicos que tienen encomendadas las funciones de controlar la actividad económica del sector público o de quienes perciben fondos públicos, así como las de determinar los daños y perjuicios ocasionados a las arcas públicas activando los mecanismos de la llamada responsabilidad contable. Esto afecta al Estado y a algunas comunidades autónomas, tan insistentes a la hora de reclamar competencias como negligentes a la hora de ejercer aquellas que pueden resultar embarazosas o poco lúcidas.

Y asimismo -como hemos adelantado- la Administración puede analizar la legalidad de los actos administrativos, soporte de estas subvenciones y, a través de la revisión de oficio o del mecanismo previsto en la Ley de Subvenciones, acordar la nulidad de los mismos y exigir la devolución de las cantidades indebidamente percibidas.

El Tribunal Supremo, en sentencia de 18 de marzo de 2010, ha recordado que «la Administración perjudicada podrá ejercer toda clase de pretensiones de responsabilidad contable ante el Tribunal de Cuentas sin necesidad de declarar previamente lesivos los actos que impugne». Y, con cita de otra sentencia del mismo Tribunal (de 21 de julio de 2004), puntualiza que el procedimiento administrativo de reintegro de subvenciones y el procedimiento de responsabilidad contable no son mutuamente excluyentes, pues tienen distinta naturaleza y significación. El reintegro de subvenciones sólo exige el incumplimiento por el beneficiario de la obligación de justificación del destino de la subvención (se trataba de fondos del INEM) y, en cambio, el procedimiento de responsabilidad contable tiene como presupuesto que el menoscabo de caudales se haya producido por dolo, culpa o negligencia grave del sujeto que ha recibido la subvención.

El 19 de julio del mismo año 2010, el Tribunal Supremo ha tenido ocasión de insistir en estos argumentos.

Concluyamos afirmando que las administraciones no actúan porque faltan las adecuadas decisiones políticas. Y porque la clase política, ávida de influencia, ha ocupado el espacio que debe estar reservado a unos funcionarios públicos neutrales y seleccionados de acuerdo con el principio de mérito y capacidad. En fin, porque los ciudadanos hemos perdido la capacidad de reacción, bien porque muchos se benefician del clientelismo que genera una democracia escoltada por dos partidos políticos como la que padecemos, o porque sencillamente han tirado la toalla y se hallan refugiados en sus asuntos personales como el burgués de la época del Biedermeier.

Pero es hora de indignarse. Y de hacerlo con más amplitud y vuelos que la indignación a la que nos convoca Stéphane Hessel en su escueto opúsculo. Y de recordar que la mirada de Argos del legislador no debemos empañarla con el filtro de los intereses espurios.

Por Francisco Sosa Wagner, catedrático y eurodiputado por UPyD, y Mercedes Fuertes, catedrática de Derecho Administrativo. Ambos son autores de El Estado sin territorio. Cuatro relatos de la España autonómica, Marcial Pons, 2011.

1 comentario


  1. Yo no se si es que los ciudadanos han perdido la capacidad de reacción porque han tirado la toalla o por intereses, como dice el artículo, o si es porque no se poseen medios para actuar; ¿como puedo yo actuar contra la corrrupción? No se me ocurre otra cosa que con mi modesto comportamiento personal. El ciudadano creo que lo que se siente, más que desanimado, es impotente ante el poder.

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