¿Corrupción o plaga de langostas?

Cuentan que en cierta ocasión el presidente del Banco Mundial se largó una perorata contra la corrupción ante Suharto, presidente de Indonesia durante 30 años. Enumeró por extenso los perjuicios asociados a todas las malas prácticas en la gestión del dinero público. Cuando concluyó, Suharto le contestó con plena convicción: «Eso que ustedes llaman corrupción, nosotros lo llamamos valores familiares».

Con la corrupción sucede como con otros males sociales: no es que nuestra sociedad haya tolerado en otras épocas la violencia de género, es que se llamaba «crimen pasional». Sin embargo, una vez que se identifica el fenómeno como un abuso de poder, el delito se vuelve especialmente repugnante para la sociedad y por ello intolerable.

En este momento, aunque parecemos tener identificada de forma inequívoca la corrupción, no logramos salir de un debate público desaseado y torpe. Resulta descorazonador haber alcanzado el nivel máximo de saturación respecto a la corrupción varias veces en los últimos años y que los escándalos sigan asaltándonos cada día como una plaga de langostas imposible de fumigar, mientras los entrañables valores familiares no dejan de deslizarse hacia el crimen organizado.

En medio del lodazal, una piensa que al fin va a salir alguno de los responsables, no a contarnos lo mucho que le repugna la corrupción, sino a explicar cómo piensa evitar que se vuelva a repetir. Sin embargo, el debate público sufre un giro inesperado: se empieza a discutir sobre si se va a refundar el PP valenciano, cuando es obvio que si se refundara con las mismas reglas, volvería a tener lugar un idéntico abuso de los dineros públicos. Perplejos, escuchamos que algunos políticos sienten que son ellos los damnificados por la corrupción en su propio partido, y parecen pedir comprensión al ciudadano -cuyo dinero se ha distraído-, que sólo puede responder: «Yo te entiendo, pero entiéndeme tú a mí».

De pronto, más de una década después de que Esperanza Aguirre pronunciara aquella célebre frase «si alguien mete la mano..., se la corto», su sucesora en Madrid promete contundente que si descubre un delincuente lo llevará al juzgado. Sin duda, la civilización avanza al prescindir del talión, pero que un responsable político haya de proclamar con solemnidad algo a lo que está obligado, como es denunciar el delito, revela un inmenso despiste. Cuando un concejal, un diputado o un consejero va directo de su cargo a los tribunales, no nos hallamos ante un éxito frente a la corrupción sino ante un fracaso: significa que los controles institucionales han fallado. Pero por encima de todo, los responsables públicos no deben dedicarse a encontrar culpables -de eso ya se encargan los tribunales-, sino a encontrar soluciones, que sólo pueden venir de la política.

Cuanto mayor es la corrupción, más grandes son las palabras y más desatinada la puntería, sin que las decisiones políticas estén a la altura de tan fabulosa retórica. ¿Cómo puede el debate desvariar tanto? ¿No estamos todos en contra? ¿No hemos superado ya el momento Suharto? Por supuesto. Sin embargo, la corrupción está estrechamente ligada al poder; constituye de hecho un abuso de poder, y ése es el meollo del asunto: abordarla de verdad implica para los partidos y líderes políticos renunciar a una parte de su poder. Al verlo, algunos empiezan a remolonear y prefieren dedicar su energía a fantasear con la posibilidad de atajar la corrupción sin perder poder, sólo con gestos aparentes.

El hecho de que la expresión «lucha contra la corrupción» siga predominando revela la magnitud del atasco discursivo. La corrupción no se combate, se previene, como todo abuso de poder, cuestión medular para la democracia que es en sí misma un sistema de controles, equilibrios y contrapesos en el ejercicio del poder. Por tanto, dejemos las jeremiadas. Entremos ya en un debate público sustantivo: la corrupción se previene básicamente con políticas públicas que, por un lado, fortalezcan la independencia de poderes y el trabajo de organismos de vigilancia, por otro, transparenten la información pública y, en tercer lugar, establezcan controles en la contratación de las administraciones públicas. Se trata de medidas elementales: garantizar la independencia de la Justicia y todos los organismos de control, desde la CNMC hasta el Consejo de Transparencia, pasando por la oficina de Conflictos de intereses. En cuanto al segundo gran bloque de medidas necesarias, debería instituirse un plan real de Gobierno abierto y transparencia, que obligara realmente a las administraciones a publicar de forma proactiva toda la información relevante. Por último, habría que profesionalizar la contratación pública, reforzando a los funcionarios encargados de labores de control, así como a los denunciantes.

Por supuesto, hay mucho más que hacer, pero empezar por esto resultaría sencillo y barato. Sin embargo, implicaría una renuncia al poder por parte de los partidos políticos, que algunos no parecen dispuestos a hacer, no sólo en la política vieja, sino también en la nueva. Algunos nos quieren convencer de que la limpieza en las instituciones se dará por ensalmo cuando ellos las ocupen y un vicepresidente plenipotenciario se vigile a sí mismo con implacable rigor. La ausencia de un planteamiento para reformar la ley de transparencia, el desparpajo de querer controlar más de 70 puestos clave mediante nombramiento gubernamental -para perpetuar la dependencia de la Justicia y dificultar el control al Ejecutivo-, o la propuesta de una Secretaría de Estado contra la corrupción, significa que no han entendido el corazón del problema. Para prevenir la corrupción no hay que fortalecer al Gobierno, ni alargar sus tentáculos en todas las instituciones, sino justamente lo contrario: fortalecer a quienes fiscalizan los actos políticos y administrativos, obligando a la transparencia en las decisiones de gasto y la rendición de cuentas sobre éstas. Si países como Suecia -sin apenas legislación sobre financiación de partidos- no tienen casos de corrupción, es sencillamente porque los cargos públicos toman decisiones de gasto en condiciones de absoluta transparencia, por lo que resulta imposible desviar dinero público: los corruptores pierden todo interés en financiar a un partido que no les podrá dar ningún retorno.

«Todo el poder para los limpios» significa lo mismo que «si alguien mete la mano en la caja, se la corto» (que para eso me he quedado con todo el poder). Quod erat demonstrandum: muchos abominan de la corrupción, pero quieren el poder omnímodo que la abona, y esperan la fe general en su bondad intrínseca que nos librará de todo mal, amén. Como soy persona poco dada a creer sin evidencias, prefiero que no consideremos a los cargos públicos ángeles incapaces de caer en la tentación, sino demonios dispuestos a ello. Sólo así haremos las reformas institucionales adecuadas para prevenir la corrupción, antes de que esta inmensa montaña de basura sepulte nuestra democracia.

Irene Lozano es diputada por el PSOE y escritora.

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