Corrupción, urbanismo y opacidad

La insufrible cascada de escándalos de corrupción que nos viene asolando desde hace unos años podría desagregarse en dos grandes tipos casuísticos: los derivados del espurio cobro de presumibles comisiones en la contratación de las obras públicas y los ocasionados por una eventual y fraudulenta aplicación de los procesos de planeamiento urbanístico. Teniendo en cuenta la mayor sofisticación de estos últimos, pasemos a analizarlos con mayor detenimiento.

Se suele aducir frecuentemente (y con razón) que la corrupción que deviene del urbanismo trae causa de la ausencia de transparencia pública en la tramitación administrativa de los instrumentos de planeamiento. En aparente contraposición, también se señala (igualmente con razón) que los planes de urbanismo se ven sometidos a largos e intensos procedimientos de información pública y participación social para que cualquier ciudadano, ejercitando la acción pública (no es preciso que esté directamente afectado), pueda presentar cuantas sugerencias, alegaciones o recursos considere oportunos, bien en defensa de sus legítimos intereses privados, bien en defensa de los intereses generales y colectivos presuntamente vulnerados.

A este respecto, esta aparente contradicción encuentra su explicación en la opacidad que comporta la documentación que se expone por ausencia de una auténtica transparencia pública que permita a la ciudadanía conocer con claridad suficiente, las consecuencias que se derivan de las propuestas urbanísticas que integran los planes, sobre todo las económicas y las plusvalías generadas en las mismas.

En este sentido, conviene recordar que el planeamiento urbanístico produce dos grandes tipos de actuaciones: las denominadas “reclasificaciones de suelo”, consistentes en el paso del suelo rústico a urbanizable con la finalidad de que absorba el futuro crecimiento urbano, y las “recalificaciones de suelo” consistentes en el cambio de uso y/o atribución de mayor edificabilidad a un suelo preexistente que ya dispone de un uso y una edificabilidad concretas establecidas por un planeamiento anterior, modificaciones realizadas sobre la base de satisfacer presumibles demandas sobrevenidas por razones de mercado.

Obviamente, tanto las reclasificaciones como las recalificaciones de suelo comportan normalmente un incremento del valor del suelo originario que, en ocasiones (como aconteció durante la “década prodigiosa” 1998-2007) llega a superar el 1.000 % el valor anterior, lo que genera un aluvión de plusvalías que el afortunado propietario de suelo recibe sin haber hecho nada ni invertido un euro (al menos “de manera confesable”) para merecerlo.

Pues bien, con la finalidad de acotar al máximo este fenómeno especulativo impropio, el artículo 47 de la Constitución mandata a los poderes públicos a impedir la especulación del suelo (única especulación prohibida expresamente por la Constitución), estableciendo para ello que “la comunidad participará en las plusvalías que genere la acción urbanística de los entes públicos”. Consecuentemente, resulta necesario conocer las plusvalías que se derivan de los procesos de reclasificación y recalificación para poder dar una respuesta adecuada al mandato constitucional señalado.

Sin embargo, los instrumentos de planeamiento que se someten a información pública utilizan un metalenguaje técnico ininteligible para la ciudadanía. Así, las magnitudes utilizadas para identificar las consecuencias que comportan los procedimientos de reclasificación-recalificación suelen denominarse “unidades de aprovechamiento”, “urba-valorías”, “metros cuadrados del uso característico” u otras entelequias análogas y para nada se habla de las plusvalías económicas que dichas operaciones comportan, con lo que la generación de los impropios procesos especulativos y su derivada de eventuales casos de corrupción quedan emboscados, facilitándose enormemente estas lamentables e indeseables prácticas sociales.

A este respecto, nada legal impide, sino más bien al contrario, que en cada reclasificación/recalificación de suelo y durante los procedimientos de información pública se proceda a exponer los análisis coste-beneficio que comportan tanto la situación originaria del suelo como la nueva que se propone, sobre la base de un riguroso estudio de mercado avalado por una sociedad de tasación homologada por el Banco de España. Se trata de exponer al conocimiento ciudadano e institucional de manera clara e inteligible, “negro sobre blanco”, las plusvalías que estas operaciones generan, posibilitándose de esta forma la satisfacción del mandato constitucional, sino a impedir, al menos a “acotar” desde la lucidez que ofrece el conocimiento de la realidad la especulación del suelo y sobre todo, al disponerse de la información precisa, permitirá dificultar con mayor solvencia los procesos de corrupción urbanística derivados del espurio reparto sotto voce de las plusvalías generadas que en ocasiones se practica y que tanta alarma y escándalo social produce. En este sentido y como ejemplo de su factibilidad jurídica, una medida análoga a la señalada ya ha sido incorporada en la muy reciente legislación urbanística valenciana a instancias del Partido Socialista sin que su aceptabilidad generara problema alguno.

Como reflexión final, solo cabe resaltar de nuevo la necesidad de acabar con la opacidad e introducir, al máximo, “luz y taquígrafos” en los procelosos procedimientos de reclasificación y recalificación de suelo si queremos impedir, desde el rigor, la continuidad de sus malas prácticas. Contra la especulación, solo cabe la transparencia, y contra la corrupción mayor transparencia aún.

Gerardo Roger Fernández, es arquitecto y profesor de Urbanismo del Instituto Pascual Madoz de la Universidad Carlos III.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *