Corrupción y dimisiones

Corrupción y dimisiones

Dos han sido las principales razones invocadas por Esperanza Aguirre para justificar su dimisión, el pasado domingo, como presidenta del Partido Popular de Madrid: por haber elegido a Francisco Granados como Secretario General de la formación y, según sus propias palabras, “porque debía haber vigilado mejor”.

No es, desde luego, nada habitual en nuestro país que un político asuma su responsabilidad por lo más parecido a lo que, en el argot jurídico, se conoce como culpa in eligendo o in vigilando. Ambas figuras se conectan con la responsabilidad civil del empresario por daños causados por sus empleados. La culpa in eligendo supone que el empresario ha fallado en la necesaria diligencia tendente a situar en cada puesto de su organización a la persona indicada para ello. La culpa in vigilando, en cambio, implica una ausencia de la diligencia debida en la vigilancia de los empleados cuando están desempeñando sus funciones.

España ha experimentado grandes cambios en las últimas décadas. Hay algo, sin embargo, que permanece incólume: la alergia a la dimisión de nuestros dirigentes políticos. Resulta asombroso que en un país gravemente salpicado por multitud de casos de corrupción, la asunción de responsabilidades políticas por culpa in eligendo o in vigilando brille por su ausencia.

Los ciudadanos, el prestigio del país y las arcas públicas padecen a diario las consecuencias de unas conductas reprobables y delictivas que los jueces y fiscales -nunca llegaremos a agradecerles del todo la ingente labor que están desarrollando- se esfuerzan en reprimir. Ahora bien, nada o poco se sabe de quienes eligieron, de quienes colocaron en elevados peldaños de la gestión de la cosa pública, a estos presuntos -y, en otros casos, probados- delincuentes.

Cierto es que, desde la perspectiva estrictamente penal, cada uno responde de sus propios actos. Ahora bien, la responsabilidad política no puede quedarse -no debe quedarse- ahí. En cualquier país serio, quien decide la designación de la persona que ha incurrido en comportamientos de este tipo ha de responder ante la opinión pública y ante los ciudadanos, con un alcance que, obviamente, dependerá de la gravedad de tales conductas.

Sin embargo, lo que resulta inconcebible es que, ante casos reiterados de corrupción por parte de personas designadas, en última instancia, por el mismo dirigente político o por la misma cúpula de una formación, los responsables de esos nombramientos se lleven, escandalizados, las manos a la cabeza, exigiendo todo el peso de la ley sobre los culpables, con una escenificación estudiada que busca presentarse ante la sociedad como una víctima más del engaño. Una vez, la jugada puede valer. Dos, a lo mejor, también. Tres es demasiado ofensivo para el sentido común de cualquier mortal.

Que en España se dimite poco y se asumen escasas responsabilidades políticas es algo que no precisa de excesivas constataciones empíricas. Se trata de una realidad que dice muy poco de la madurez democrática de nuestro país y que se erige en síntoma de una serie de males que aquejan, desde hace lustros, a nuestra vida pública.

El primero y principal: la profesionalización de la política y el desprecio a la cultura del mérito y la capacidad. No puede haber regeneración democrática sin aplicar cirugía a ese grueso humano -de dimensiones nada desdeñables- que ha convertido la actividad política en su profesión, en un medio de vida. Personas que llevan en el oficio quince, veinte o más años y de quienes no se conoce carrera o trabajo distintos de la sistemática ocupación de cargos públicos -en diferentes niveles de responsabilidad- o puestos electivos. Asumir una responsabilidad política cuando de ello depende el pan con el que subsistir no parece tarea sencilla.

De otro lado, exigir hoy una especial atención a la idoneidad de quienes aspiran a puestos públicos, de forma proporcional a la mayor representación y visibilidad de éstos, genera, en la mayoría de los casos, hilaridad. No nos engañemos: salvo muy contadas y honrosas excepciones, la confección de las listas electorales o la designación para cargos políticos están basadas en aspectos tan frívolos como la simple afinidad personal o la garantía de una sumisión permanente como precio por el puesto otorgado. A veces, compartir el gusto por algún deporte con el líder es más efectivo criterio de elección que disponer de un buen currículum. Lamentablemente, no ironizamos. Son ejemplos reales.

He aquí una paradoja de los tiempos presentes que nadie se explica. Todos contemplamos como normales los rigurosos procesos de selección de personal seguidos en las empresas privadas, orientados siempre a la búsqueda de la excelencia en cada posición a cubrir. Sin embargo, para la empresa más importante, aquella cuyas decisiones afectan a todos y que se ocupa de la gestión de la cosa pública, hemos aceptado, por el simple devenir de los acontecimientos, que vale cualquiera. Lo relevante, casi siempre, es que no se haga sombra al jefe y que no se moleste.

A ello hay que añadir que el político profesional no suele recorrer el camino solo. En función de su lugar en la cadena de mando, no es raro que se halle circundado por una corte de fieles -no está claro que lo sigan siendo cuando la vara de mando cambie de titular- cuya actividad política va, temporal e indisolublemente, unida a la del jefe. La necesaria conservación del cargo impone, en estas circunstancias, un voto de mansedumbre, aderezado con peloteo puro y duro, ciertamente irresistible para quien manda.

Así las cosas, la política en España se ha convertido en un ejercicio de supervivencia, en el que nadie conoce a nadie. La retroalimentación interpersonal y el espíritu gremial que ha aflorado dentro de los partidos explica la soledad del que cae y la inexistencia de un solo dedo que apunte a quien, en buena lógica, debería responder por designaciones equivocadas. La patrimonialización del cargo público es el virus que se propaga dentro de las formaciones políticas. Lejos queda ya la consideración del puesto como empresa trascendental a su titular coyuntural.

Sigamos así. No llegaremos muy lejos.

Carlos Domínguez Luis es abogado del Estado en excedencia y socio de Business & Law.

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