Caso Palau, caso Pretoria y sus derivadas: fundaciones, empresarios y empresas, alcaldes, regidores, patriotas y personas hasta ayer de confianza, bajo sospecha o en prisión preventiva. Y, de fondo, el ruido de los partidos políticos exigiéndose mutuamente responsabilidades e intercambiándose acusaciones, mientras la ciudadanía asiste atónita al espectáculo de la implosión del oasis catalán, transformado en la hoguera de las vanidades de los que un día fueron prohombres del catalanismo. Qué lejos –y qué corto– parece ahora aquel 3% invocado por el expresident Pasqual Maragall en el Parlament de Catalunya. Y mirar hacia afuera no es ningún consuelo, porque el caso Gürtel tiene ramificaciones todavía más siniestras.
El 7 de noviembre del 2007, en el Foro Nueva Economía de Madrid, el president José Montilla advertía del peligro de la «desafección emocional de Catalunya respecto a España y las instituciones comunes». Hoy quizá habría que hablar del peligro de desafección de los ciudadanos de Catalunya respecto a la política, no solo española, sino también catalana, porque el choque emocional ha sido muy fuerte. Este es el resultado de las redes de corrupción y complicidades políticas que están poniendo al descubierto los procesos abiertos, y de los que se sospecha que no se conocen todavía las últimas consecuencias e implicaciones.
Y, a buen seguro, es totalmente injusta la sombra de sospecha que se proyecta sobre la clase política, porque, como ha revelado el fiscal general del Estado, Cándido Conde Pumpido, en estos momentos se están tramitando un total de 730 procedimientos penales contra cargos públicos: 264 afectan al PSOE; 200, al PP; 43, a CC; 30, a CiU, y 81, a otros partidos (en algunos casos hay más de un imputado y, en ocasiones, imputados de partidos diferentes en un mismo caso). Pueden parecer muchos, pero solo representan cerca del 1% del total de cargos electos.
Por desgracia, la percepción de la ciudadanía, bombardeada a diario por nuevas noticias que implican a políticos en casos de corrupción, es muy diferente, y se ha extendido la sensación de que gran parte de los políticos aprovechan los cargos en beneficio propio y no al servicio de la ciudadanía. Es, y hay que reiterarlo, profundamente injusto, porque la mayoría de los políticos ejercen su cargo con vocación de servicio. Y es, además, tremendamente peligroso, porque del descrédito de los políticos que pregonan algunas voces interesadas se pasa, con frecuencia, al descrédito del sistema político, situación que aprovechan los salvapatrias que se postulan como remedio con recetas de dudosas credenciales democráticas. En la situación actual hay que actuar con contundencia y recordar las cuestiones que inquietan a los ciudadanos y, principalmente, combatir la desafección y la abstención.
Un buen camino para hacerlo puede ser cumplir de una vez por todas lo que prevé el Estatut del 2006 (artículos 43.1 y 2 y 56.2 y 3) –y que ya preveía el Estatut anterior– y elaborar una ley electoral propia de Catalunya. Es decir, que es misión de los poderes públicos «promover la participación [de los ciudadanos] con pleno respeto a los principios de pluralismo, libre iniciativa y autonomía (...) y con una atención especial a las zonas menos pobladas del territorio», y que «el sistema electoral es de representación proporcional y tiene que asegurar la representación de todas las zonas del territorio de Catalunya (...) y debe establecer criterios de paridad entre hombres y mujeres para la elaboración de las listas electorales». Sin embargo, 30 años después del primer Estatut, Catalunya no tiene aún ley electoral propia debido a los desencuentros entre los dos principales partidos por lo que se refiere a la representación territorial.
Ahora, por fin, parece que las circunstancias pueden hacer posible el acuerdo. Ojalá sea así. En realidad, los estudios que se han realizado no proyectan excesivas diferencias en el reparto de los escaños según se elija un tipo de listas (abiertas o cerradas) o de representación (provincial o comarcal, y distritos en Barcelona) u otro, o un modelo de simbiosis similar al alemán. El obstáculo probablemente se encuentra más en los aparatos de los partidos, que perderían fuerza en cualquier modelo que incluyera una elección personal o de ámbito electoral más reducido, que en los efectos redistributivos sobre los escaños según el modelo que se adopte.
En definitiva, ahora más que nunca hay que pedir grandeza de miras a nuestros representantes para lograr un acuerdo que mejore la transparencia de la financiación de las campañas electorales y de los partidos y la libertad de elección. Habrá que ver si están a la altura de las circunstancias y en los tres meses de plazo llegan a pactar una ley electoral o, como ha sucedido durante tres décadas, las buenas intenciones quedan ahogadas por los intereses partidistas. Me temo que no quedan muchas más vías para recuperar la confianza de los ciudadanos y para salir de la actual encrucijada a la que nos han llevado la corrupción y algunas malas prácticas políticas.
Antoni Segura, catedrático de Historia Contemporánea de la Universitat de Barcelona.