Corrupciones, impunidades y desvergüenzas

Decía un español tan sin tacha como Unamuno -abrumado por la corrupción campante en la Restauración- que ante el espectáculo que veía en lo que llamaba nuestra «gran timba nacional», tal que hoy, era menester practicar en España la decimoquinta obra de misericordia, a saber «despertar al dormido». Y ya sabemos todos lo que luego aconteció una vez que despertaron de su letargo los españoles somnolientos.

Para que mediten los jinetes, podíamos espetar acudiendo al título de Kafka a esta clase dirigente nuestra que parece tener una vocación suicida de jugar con fuego, esto es, con nuestros dineros (29 millones de euros sólo en el caso Gürtel) y con el bien común, plenos de impunidad y desvergüenza. Como si ignorasen que en alguna pared de los varios pueblos que orillan nuestros ríos suele haber una leyenda que dice: «Hasta aquí llegó la riada», en nuestro caso diluvio, si contrastamos la corrupción política e institucional que nos asola con los 4,5 millones de parados acompañados de una legión de autónomos con un sinvivir agónico.

Y para despertar al lector, veamos algunos datos referidos a la corrupción conocida, por un lado, y al desprestigio de las elites dirigentes, por otro. Actualmente son 800 los cargos públicos imputados a lo largo y ancho de nuestro ibérico ruedo, más allá de centralismos, nacionalismos, izquierdas o derechas. Sólo en el 2008, apuntaba el fiscal Anticorrupción Salinas, habían aumentado un 100% los delitos de corrupción, estrechamente emparentados con las mafias organizadas que sobornan a funcionarios públicos y haciendas locales.

Muy bien se conoce en el extranjero esta nuestra degradación pública-lo que explica la desconfianza internacional hacía nosotros en momentos tan críticos- como muestran los datos del Índice de Percepción de la Corrupción (CPI) que anualmente elabora Transparency International: si en 2008 se situaba a España en un dudoso puesto 28 -por debajo de Uruguay, Eslovenia y Estonia con una vergonzante calificación de 6,6- en el 2009 hemos bajado al puesto 32 con una puntuación del 6,1. Apueste el lector dónde acabaremos cuando se publique el CPI de este año en la caída libre en que estamos como siempre sucede cuando todo un sistema político marcha hacia el ocaso y los síntomas de descomposición se hacen ya evidentes.

Sobre el segundo factor, el desprestigio de nuestra clase política, reparemos también en otros datos elocuentes: el Barómetro del CIS de marzo pasado ya situaba el descrédito de la clase y partidos políticos como el tercer problema principal de España, sólo aventajado por el paro (1) y la situación económica (2), tan ligados a la ausencia de una clase política competente. Muy grave es que la partitocracia imperante supere hoy como problema a asuntos como el terrorismo, la inmigración, la inseguridad ciudadana o la educación. Pero todavía más elocuente resulta observar cómo el derrumbamiento del prestigio político se duplica en apenas dos años: si en febrero de 2008 el porcentaje era de un 7,2, en la actualidad supone un 15,8, esto es, un incremento de más del 100% en apenas dos años. La percepción del disvalor de nuestro establishment político empieza a ser tan comprometedor que el pasado 23 de febrero el presidente del Congreso, José Bono, convocó una comida a puerta cerrada con los principales directores de los medios para rogarles que atenuaran las críticas al sueldo e incuria de los señores diputados, ante la falla cada vez más evidente que se está abriendo entre la España oficial (ellos) y la España real (nosotros).

Todo como si tristemente volviera a cumplirse aquel diagnóstico desolador de Ortega cuando certificaba la defunción del modelo canovista: «La España oficial consiste en una especie de partidos fantasmas que defienden los fantasmas de unas ideas y que, apoyados por las sombras de unos periódicos, hacen marchar unos ministerios de alucinación». Y eso que nuestro pensador no tenía a la vista 17 parlamentos autonómicos ni el certificado de defunción de Montesquieu que expidió Alfonso Guerra en 1985 con la aprobación de la Ley Orgánica del Poder Judicial que dejaba a la justicia en manos de la política, con las consecuencias para la corrupción que estamos padeciendo.

Así las cosas, a cualquiera que haya leído entre náuseas las conversaciones -muchas de ellas también corruptamente filtradas- de los últimos casos, o esté al tanto de la otra inmensa corrupción silenciada, le viene a la mente la siguiente pregunta: ¿cómo son posibles tales sentimientos de impunidad y desvergüenza de los que hacen gala los imputados, sentimientos invariables desde el lejano caso Filesa hasta el actual caso Matas y que les hace situarse más allá el bien y del mal con una insolencia insultante?

Por un lado, si el ejercicio de la política se toma como un fin en sí mismo, no es ilógico que se blinde de privilegio, y el privilegio devenga en rapiña. Basta observar los paupérrimos currículos de gran parte de nuestra clase dirigente a nivel local, autonómico y estatal para percatarse que la política se ha convertido en un way of life para todos ellos, desde que pudieron acceder al mercado laboral: nuestro actual presidente es el ejemplo por antonomasia.

El político imperante español no sabe hacer otra cosa y sólo en el ámbito de la política es capaz de hallar su medio de vida y su estatus social. De ahí su miedo cerval a enfrentarse a la realidad pura y dura de un oficio definido, ya que en rigor hacer política ni es una técnica ni es un saber, como demuestra de una manera dramática las conversaciones de los implicados en la trama Gürtel.

¿Sorprende entonces que gran parte de nuestra clase política actual trate de sacar los mayores réditos de su profesión -impensables en el mundo real- y que no se imaginen fuera de ella, instalados en su ficticia oficialidad? Nunca en la reciente historia política española, tanta mediocridad profesional y moral -siempre tan unidas- ha copado tal poder estatal, autonómico y municipal.

Si a la política como profesión vitalicia añadimos el gravísimo defecto constitucional de que los ayuntamientos dispusieran del suelo como fuente de financiación, tenemos en las haciendas locales mismas el germen corruptor que de abajo arriba ha ido inundando nuestras administraciones, en contra de lo que se pronosticó con la descentralización de 1978. Si a ello le unimos la dejación en manos del poder autonómico de los secretarios e interventores locales -claves esenciales en su independencia desde la Segunda República para acotar el poder de los munícipes- en virtud de los acuerdos PSOE-ERC para la segunda investidura del prsidente Rodríguez Zapatero, la situación se torna tan incontrolable como propicia a los desmanes que estamos contemplando.

Tanto es así que el lector español tiene que saber que en los road shows que está llevando nuestra Administración por el extranjero para captar capitales que palíen nuestra dramática situación, la gran pregunta que plantea tan exigente auditorio es la siguiente: «¿Cómo nos aseguran que podemos conocer el déficit real municipal y autonómico si ustedes mismos -el Gobierno de la Nación- no tiene manera de saberlo en tiempo real?». Y como en Hamlet, el resto es silencio. Así de cruda y dura es la situación, más allá del mutismo oficial.

A esto hemos llegado en este estadio crepuscular del modelo político del 78, donde cada década se ha ido perdiendo a jirones más y más vergüenza, esto es, democracia entendida como gobierno del decoro. A propósito de ello, en su genial ensayo sobre el sentimiento de vergüenza en 1913, apuntaba Max Scheler con mucha razón que el fenómeno del avergonzarse sólo se daba en el hombre y no podía acontecer ni en un Dios ni en un animal. A lo que se ve y siguiendo a Scheler, muchos políticos nuestros serían o un Dios o unos animales.

Tal vez quepa una tercera posibilidad, a raíz de los escándalos conocidos en sus detalles: que sean dioses animalizados entre 4,5 millones de parados y cientos de miles de autónomos agonizantes. Ojalá despertemos con Unamuno para que no muy tarde podamos decir «hasta aquí llegó la riada». Nos va la vida -y la hacienda- en ello.

Ignacio García de Leániz Caprile, profesor de Comportamiento Humano en la Empresa.