Corruptio optimi pessima

¿Qué ha pasado para que, según las últimas encuestas, la corrupción se haya colocado en los primeros puestos de las preocupaciones de los españoles? ¿Qué ha sucedido para que la gente crea que el grado de corrupción en la vida política sea más elevado que hace dos o tres décadas? ¿Por qué más del 90% de los ciudadanos que ejercen su voto juzgan a los políticos de manera tan severa e inexorable? ¿Acaso estamos ante la profecía, tantas veces anunciada por los pesimistas, de la crisis de la democracia?

Es evidente que siempre ha habido corrupción política. A ella se refería el nada conservador lord Acton en su epistolario con el obispo de Londres, M. Creigthon, al pronunciar la frase tan conocida de que el poder corrompe y el poder absoluto corrompe absolutamente. Pero, el poder democrático, ¿corrompe democráticamente? La respuesta es difícil, pero de momento, no parece imprudente decir que por culpa de la corrupción que nos ha venido encima y no hemos sabido detener, la democracia se ha deformado grotescamente.

Quienes más saben del asunto, o sea, los politólogos y sociólogos, dicen que gran culpa de la actual corrupción la tienen el apareamiento de la política con el dinero y la financiación irregular de los partidos políticos. Incluso se habla de gansterización de la política. Al parecer, esos colectivos necesitan sumas de dinero que no figuran en las casillas del presupuesto del Estado pero sí en las previsiones de empresarios -y no empresarios- que realizan aportaciones a cambio de favores proporcionales a la cuantía del impuesto. Si esto es así, si el contribuyente está dispuesto a poner en duda la honradez de la clase política, aún nos quedaría por explicar ¿cómo es posible que el fenómeno de la corrupción se produzca cuando se exige una más absoluta transparencia en los usos y comportamientos públicos? En el último Indice de Percepción de la Corrupción -diciembre de 2012-, publicado por la organización Transparency International, se sostiene que la corrupción es devastadora de sociedades de todo el mundo, al tiempo que se reclama a los gobiernos que adopten posturas firmes en relación con los lobbys y financieros políticos, con la contratación y el gasto y con la rendición de cuentas por parte de los organismos públicos.

Contra lo que suele creerse, no son los pillos ni los mequetrefes los que causan la podredumbre de un país y aun del sistema democrático, sino al revés, como no menos errónea es la división que algunos hacen entre sociedad civil sana y poder político infecto. Ni la primera es completamente angelical ni el segundo está siempre en manos de corruptos. La raíz de la corrupción se encuentra en el hombre, ese ser, ni bueno ni malo, pero sí imperfecto y estúpido al que Malraux llamaba «mísero montón de miserias» y, sin duda, que la putrefacción de la especie humana es la mecha que produce la estruendosa aparición de la encanallada golfería y el no menos estrepitoso silencio de cómplices y encubridores.

La depravación de los corruptos no puede imputarse más que a ellos y cualquier afirmación generalizada es peligrosa e injusta. Aunque vaya contra contracorriente, tengo para mí que la mayoría de los políticos -la lista no cabría en esta página- son honestos y actuan con generosidad, sacrificios, disgustos e ingratitudes. La diferencia se encuentra entre las dos formas de hacer política, de las que Max Weber habla en su ensayo La política como vocación: Vivir «para» la política y vivir «de» la política. Quien vive «para» la política hace «de ello su vida» en un sentido íntimo, poniéndola al servicio de «algo», mientras que, en la orilla opuesta, quien vive «de» la política como profesión es el que trata de hacer de ella una fuente duradera de ingresos. Esta es la verdad, al igual que lo es que los partidos políticos no son escuelas de delincuentes, aunque no siempre ni todos sean filtro para rechazar a quienes se acerquen a ellos con espíritu venal.

Comprendo que la situación desazone a cualquiera. Antes del inicio del nuevo año eran muchos los que creían que ya se habían lavado todos los trapos sucios y que sólo faltaba algún que otro aclarado y centrifugado, pendientes en muy competentes tintorerías judiciales. Sin embargo, a la vista está que no y me temo que si queremos acabar con la colada y tenderla al sol, todavía vamos a necesitar bastante detergente. O tempora, o mores! -¡Oh, qué tiempos!, ¡oh, qué costumbres!-, exclamó Marco Tulio Cicerón en su primera Catilinaria para deplorar la perfidia y la corrupción de su tiempo.

Es evidente que no hay democracia que esté al abrigo de la corrupción, sea crónica o aguda. Mas lo grave no es que exista, sino que las instituciones no respondan para detectarla y atajarla. Lo peor no es el escándalo en sí, sino que se tape. Los partidos políticos están obligados a la claridad, que ojalá no se empañe con el ejercicio del «y tú más». Lo que está en juego es la verdad, que ha de caer no a cuentagotas sino entera, pues los hay muy duchos en descuartizarla y hasta en enterrarla.

El secretario general del PSOE, el señor Pérez Rubalcaba, ha expresado su «preocupación» porque «la corrupción haya abierto una grave herida en nuestra democracia». «Tenemos que poner punto y final a estos episodios», ha puntualizado. Sí. Urge acabar con la golfería pública y salir al paso de los mercaderes de la política antes de que el Estado y sus instituciones se nos escapen de las manos. Ante tanto trapicheo, chanchullo, comisión fraudulenta y otras trapacerías y mangancias, es necesario un gran pacto nacional entre los principales partidos políticos. Preconizo, pese a mi escepticismo, la búsqueda de un nuevo consenso frente a la corrupción. Convocados por el presidente del Gobierno, cuyo crédito cada día es menor y está más debilitado, reúnanse los socialistas, los del PP, los nacionalistas, los comunistas, o sea, todos y sin dejar fuera a nadie, y pacten inteligentemente, si son capaces de hacerlo, una vía de solución al problema, con todas las fórmulas imaginables y posibles, empezando por airear toda la mugre que ha ido cayendo durante años sobre los españoles. El fantasma de la corrupción constituye un grave riesgo para la credibilidad democrática. Es hora de una profunda higienización de las cloacas, sumideros y oscuras fontanerías del país

Los romanos decían algo que todo buen demócrata conoce: corruptio optimi pessima. O sea, que «la corrupción de lo mejor es la peor». Lo grave no es que la corrupción exista, que lo es. Lo grave es que no se sancione con rigor, casi, casi, con impiedad. La democracia tiene muy flexibles resortes que no se deben nunca desaprovechar. Las instituciones y las personas se deterioran tanto por el mal que hacen como por el mal que ocultan y el encubrimiento, aparte de ser figura autonóma de delito, es una estupidez que sale carísima. Mándense para sus casas -sin excluir que temporalmente lo sea la cárcel- a los culpables. Ahora bien, téngase muy presente que no todo vale. La eficacia y aun la severidad deben ser compatibles con el respeto y no lo son cuando se ejercen con el afán de humillar y vilipendiar. Los silencios e indolencias de ayer no pueden compensarse con vejaciones de hoy. También los delincuentes tienen derechos fundamentales. Es más, algunos se recogieron en nuestra Constitución pensando en ellos y para ellos.

Javier Gómez de Liaño es abogado y juez en excedencia.

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