Cosas reales

Como era de esperar, todos nos hemos reafirmado en nuestras convicciones tras el discurso del Rey. Los podemitas, en su republicanismo bananero. Los republicanos serios, en la conveniencia de prolongar su cultivado silencio. Los viejos monárquicos, en la virtud de las solemnidades. Los nuevos monárquicos, en nuestro constitucionalismo insobornable. Este columnista, lo dije ya, fue accidentalista hasta el tres de octubre de 2017, cuando se convirtió en monárquico. De algún modo, un órgano había podido, en aquel Estado colapsado, impotente y dormido, alzar la voz de la razón jurídica, de la razón democrática, y colocar a los golpistas catalanes en el lugar que les correspondía.

En sentido literal, al lugar que les correspondía los envió la Justicia algún tiempo después para consternación de Iceta y el PSC. Pero en sentido figurado, ¿quién mejor que el símbolo encarnado de la unidad del Estado para desbaratar de un manotazo cualquier remanente de prestigio que le pudiera quedar al castillo de naipes del procés? Era imperativo. Se había consumado el referéndum ilegal en la vertiginosa dinámica de hechos consumados desplegada por los separatistas.

Solo el Rey estuvo en su lugar. Solo el vértice de la monumental pirámide estatal dio con el momento, el marco, los términos y el tono adecuados. Sepan los que tocan la política de oído que Don Felipe pudo muy bien no hacer lo que hizo. De hecho, le habría resultado mucho más fácil sumarse al pasteleo. Eran tiempos de estrechos lazos, de intensa comunicación entre un Oriol Junqueras que urdía sus delitos y una vicepresidenta del Gobierno engañada cual china. Tal vez no recuerden el argumento que los de Rajoy aportaban para descartar la celebración del referéndum del 1 de octubre: era ilegal. Y como era ilegal no se iba a celebrar.

Como los atracos a mano armada, las violaciones y las estafas son ilegales, podemos estar tranquilos, pues ninguno de tales ilícitos penales se va a cometer. ¿Va así? Al recordarlo parece que el Gobierno actuara como un hatajo de estúpidos. Eso es porque actuaron como un hatajo de estúpidos. Y vive Dios que no lo eran. La madre de Forrest Gump deberá aceptar una excepción a su máxima «tonto es el que hace tonterías». Es sabido que ni Rajoy ni SSS tienen un pelo de tontos. Entonces, ¿qué pasó?

Pasó que no nos escucharon. Que no hicieron ni caso a los catalanes constitucionalistas que dábamos la cara ante el nacionalismo cuando intentábamos explicarles la situación. Creían que nuestros testimonios llegaban distorsionados, que éramos una especie de exaltados de quien nada constructivo cabía esperar, incapaces de contribuir al necesario entendimiento. Porque lo indicado, creían, era el apaciguamiento. Y entre los nacionalistas, creían, había gente muy buena y prudente con la que convenía entenderse. Y los únicos catalanes de los que durante muchos años se han fiado para estas cosas son los nacionalistas «moderados», tipo Antich. Para valorar tal moderación, piensen que el rey del dequeísmo fue punta de lanza de la trama periodística del procés desde la dirección de «La Vanguardia» (a la que le aupó Aznar, ja). Hoy tiene un digital que alienta a diario el odio contra todo lo español. Aquí le hizo un buen retrato Salvador Sostres hace unas semanas y parece que no le sentó muy bien. Tendrá suerte si mi amigo y colega no se pasa de repente al hiperrealismo.

Además de fiarse de los nacionalistas, los sagaces mandamases del PP, y sus gobiernos, también se fiaban un poquitín de los suyos, el Partido Popular de Cataluña. Pero mucho menos. Porque, si tan listos eran, ¿qué hacían en el PPC pudiendo haber estado en CiU, pudiendo ser ricos y respetados? Tal era la perversa lógica de la derecha española, por insólito que resulte. Una vez se ganaban el apoyo de un catalán con cierta proyección, ese catalán dejaba de parecerles interesante o válido. No me negarán que el auto prejuicio, la idea de que «si alguien valiera no estaría conmigo» encierra gran interés. Lo que la derecha admiraba era el pujolismo. Lo sé desde que vi llorar de emoción a Fraga mientras elogiaba a Pujol. Corría el año 1995 y él presidía la Xunta.

Esta larga digresión sobre la ceguera de la derecha española a la hora de analizar el nacionalismo nos ahorra glosar la actitud de la izquierda: si tan insensato fue el PP, ¿qué esperar del PSOE? Pues lo que está a la vista. Un abrazo entrañable que no elude ni a los sacamantecas. Unas ganas locas de indultar a quienes no han dejado de vociferar su plan de reincidir. Unas ganas tan obscenamente antijurídicas que hasta la Fiscalía, normalmente sometida, ha producido un documento que debería avergonzar a Marlaska, a Delgado, a Campo y -en un mundo ideal donde la vergüenza alcanzara a todos- también a Calvo y al doctor.

En fin, que solo el Rey, venciendo las inercias de un establishment político y empresarial larga y profundamente equivocado en tan sensible materia, puso la letra y el espíritu de la Constitución por encima de las acepciones más penosas de lo político. Y para que los medios nacionalistas no pudieran tergiversar su inequívoco mensaje titulando con un guiño -«El Rey habla en catalán»-, ese día, por una vez, el Rey no usó la lengua catalana en una intervención dedicada a los catalanes. Allí supimos que no estábamos solos, que Felipe VI también era capaz de anticiparse a las más sutiles trampas del nacionalismo, que atañen al idioma. Ese idioma arrebatado al común de las gentes para trocarlo en distintivo de mando, arma de guerra, herramienta de división, generador de diglosia, trampantojo del peor clasismo.

Juan Carlos Girauta

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