Costa Rica ante la seducción del mesianismo

 Los candidatos presidenciales, Fabricio Alvarado y Carlos Alvarado, en un debate en San José el 20 de marzo de 2018 Credit Jeffrey Arguedas/EPA, vía Shutterstock
Los candidatos presidenciales, Fabricio Alvarado y Carlos Alvarado, en un debate en San José el 20 de marzo de 2018 Credit Jeffrey Arguedas/EPA, vía Shutterstock

Sin importar el resultado de la segunda ronda presidencial en Costa Rica el 1 de abril, esta elección habrá servido para desnudar los problemas de disfuncionalidad política que afligen a la democracia más longeva de América Latina.

Luego de un subibaja electoral en el que varios candidatos tuvieron posibilidad de ganar, la primera ronda arrojó un resultado problemático. El país enfrenta ahora el dilema de escoger entre Fabricio Alvarado, un diputado y cantante evangélico ultraconservador, y Carlos Alvarado, el candidato del impopular partido de centroizquierda del actual presidente Luis Guillermo Solís.

“No necesitamos otro político corrupto; lo que necesitamos es un hombre de Dios”, se ha repetido en las semanas finales de la campaña. Ese mensaje implica una involución política al tiempo que ofrece un espejo de lo que se vive en el país y en muchos países de América Latina: no se busca un mejor presidente sino un mesías. En las sociedades laicas, como las europeas, el descrédito de la clase política ha dado paso al ascenso de pasiones seculares, como el nacionalismo y la xenofobia. En América Latina, en cambio, simplemente puede abrir el camino al poder a la religión. ¿Cómo llegamos a este escenario?

A tres semanas de la primera ronda, la Corte Interamericana de Derechos Humanos emitió una resolución que obligaba a Costa Rica a permitir el matrimonio entre personas del mismo sexo. La torpeza de la Corte trastocó la campaña y convirtió la elección en un referéndum sobre el matrimonio igualitario y la “ideología de género”, mitológica creación que ha desplazado al comunismo como causa de todas las desventuras percibidas por los sectores conservadores latinoamericanos.

En un país donde dos terceras partes de la población aún se oponen al matrimonio igualitario, el candidato evangélico —propagador de un estridente discurso en defensa de la familia tradicional— experimentó un crecimiento explosivo y obtuvo el mayor número de votos en la primera ronda. Al hacerlo desplazó, entre otros, a los candidatos de los dos partidos tradicionalmente dominantes, el Partido Liberación Nacional y el Partido Unidad Social Cristiana, que por primera vez en la historia de Costa Rica quedaron fuera de la contienda. Por otra parte, otro sector de la opinión pública, más liberal, gravitó hacia Carlos Alvarado, el único de los candidatos con posibilidades de pasar a la segunda vuelta que se manifestó sin ambages a favor de la resolución.

Endilgarle el resultado a la Corte, sin embargo, es una salida fácil. Tanto el sorprendente ascenso de Fabricio Alvarado, como el colapso de los partidos tradicionales y la volatilidad electoral, hunden sus raíces en el serio descontento de la ciudadanía con la clase política y las instituciones democráticas.

Esta elección es un síntoma más del gradual deterioro de la democracia costarricense. En 2016, Latinobarómetro detectó que, por primera vez en el país, el nivel de apoyo a la democracia se situó por debajo del promedio en América Latina. El 46 por ciento de la población dijo incluso estar dispuesto a aceptar un gobierno autoritario que resolviera sus problemas económicos.

Las causas de ese descontento no son obvias en un país cuya economía y desarrollo humano han crecido sostenidamente durante las últimas tres décadas; desde 1990, el PIB ha crecido anualmente 4,4 por ciento en promedio. La desigualdad y recurrentes casos de corrupción ofrecen explicaciones tentadoras pero insuficientes: ambos fenómenos siguen siendo comparativamente menos pronunciados en Costa Rica que en casi toda América Latina.

La nueva actitud frente a la democracia se debe a la atrofia de un sistema político cada vez menos capaz de articular el interés nacional, construir consensos, tomar decisiones y ejecutarlas en un plazo razonable. Atenazadas por un sistema de vetos múltiples y por una fragmentación partidaria imparable, las instituciones políticas ya no son capaces de hacer las reformas que Costa Rica necesita.

La justicia constitucional, que es una de las que resuelve más casos en el mundo, se ha convertido en un instrumento de parálisis. La Contraloría General, a contrapelo de la práctica de sus pares en el mundo, se ha dedicado al más exasperante de los controles previos. El país ha convertido a la función pública en un mar de obstrucción en el que naufragan las mejores intenciones.

De acuerdo con los indicadores de gobernabilidad del Banco Mundial, entre los años 2000 y 2016, Costa Rica sufrió un deterioro en términos de estabilidad política y ausencia de violencia, calidad de la regulación, Estado de derecho y control de la corrupción. Desprovistos de mayorías legislativas desde hace casi 25 años, los presidentes costarricenses se han convertido en administradores de una vetocracia en la que el abismo entre las expectativas ciudadanas y los logros gubernamentales no ha dejado de crecer.

El resultado de este descontento ha sido una ciudadanía crónicamente enfadada, que ha optado por experimentar con diversas formas de rechazo a un sistema político que percibe como corrupto y distante.

En el rutilante ascenso de Fabricio Alvarado en Costa Rica hay una señal de los caminos a los que puede conducir el desencanto político en América Latina: en una situación de pérdida de credibilidad de la elite política tradicional, los electores han encontrado atractiva una figura religiosa que proponga el retorno a las certezas morales que se han diluido en tiempos de relativismo, ambigüedad ideológica y oportunismo, que hoy definen la política democrática en todas partes.

Lo último que necesita Costa Rica es que la gobiernen “hombres de Dios”. La respuesta al descontento que ha llevado al país a la disyuntiva del próximo domingo es menos metafísica y más pedestre. Lo que Costa Rica requiere es una reforma política que desarme la vetocracia en la que se ha convertido. Para ello es necesario racionalizar las potestades de las instituciones de control, replantear el sistema electoral y recalibrar las relaciones entre los poderes del Estado. Es tiempo de discutir seriamente la opción de adoptar un régimen parlamentario, en el que el poder ejecutivo emerja del parlamento y tenga, casi por definición, mayoría parlamentaria y diversos incentivos —como la posibilidad de llamar a elecciones anticipadas— para que sea estable.

Una reforma política profunda es instrumental para hacer todas las otras reformas que el país necesita. Posponer esa transformación es arriesgar el futuro democrático de Costa Rica y someterla a la seducción de los redentores.

Kevin Casas es investigador asociado de Diálogo Interamericano y exvicepresidente de Costa Rica.

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