Covid-19: un fallo multiorgánico

A menudo me preguntan por qué el Covid-19 ha originado tanto revuelo si hay enfermedades que causan más muertos. Es cierto, poco más de un año después de su aparición la cifra de fallecidos por Covid-19 ronda los 2,7 millones de personas en el mundo, mientras el cáncer es responsable de la muerte de unos 10 millones de personas al año. Los más escépticos me plantean si no nos hemos convertido en una sociedad con una aversión al riesgo exagerada, que nos ha llevado a aceptar un recorte de libertades sin precedentes a cambio de una supuesta protección de nuestra salud. Otros cuestionan que la protección de la salud de los mayores justifique el coste económico y social que acarrea. Todas me parecen preguntas legítimas que la corrección política reinante impide debatir abiertamente.

El SARS-CoV-2 es un virus terrorífico y fascinante a la vez porque el nivel de daño físico que inflige en el cuerpo de las personas que infecta es tan variado como el daño que causa al cuerpo político. Y la razón es que la respuesta del hospedador juega un papel fundamental. La tasa de mortandad es mucho más elevada en los mayores de 70 años porque no pueden desarrollar un sistema de defensas eficaz. Algo parecido ocurre con el impacto de la pandemia en diferentes países: depende de la eficacia de sus gobiernos.

Hay mucho de cierto en que sólo sociedades con cierto grado de desarrollo económico y tecnológico se pueden permitir determinados sacrificios para proteger a sus mayores. Pero lejos de plantear esto como un capricho de países ricos, yo entiendo que se trata de fundamentalmente de un nuevo formato del contrato social entre generaciones. Hasta ahora el altruismo intergeneracional se traía a colación respecto al cambio climático, con una Greta siempre enfurruñada convirtiéndose en el símbolo del enfado de los jóvenes por la falta de conciencia de los mayores respecto al cambio climático. El Covid ha supuesto un cambio de papeles entre generaciones, pues hemos visto con asombro cómo en muchos países ciudadanos de todas las edades aceptaban confinamientos estrictos. A todos nos ha cambiado la vida (a peor), pero creo que es razonable decir que el balance de costes y beneficios no ha sido el mismo para todos: los jóvenes se han quedado en casa para proteger a los mayores a costa de enormes sacrificios en su vida profesional (elevadas tasas de desempleo) y social pues tienen interacciones más frecuentes con un número mucho mayor de personas. Encuestas recientes revelan que los jóvenes perciben un empeoramiento drástico de su nivel de calidad de vida, mientras los mayores de 70 años perciben un cambio menos radical.

La razón que ha convertido en protagonistas a los gobiernos es que, a diferencia de otras enfermedades, se puede frenar la expansión del Covid limitando la interacción social. Hay una diferencia fundamental entre países ricos y pobres. En los primeros, la calidad de las viviendas y el desarrollo tecnológico han hecho posible los confinamientos porque han aislado a personas en refugios seguros y con pocos convivientes, mientras que la conectividad ha permitido mantener un nivel de actividad económica y social que jamás hubiésemos imaginado. Esto no es posible en países donde varias generaciones conviven en infraviviendas, las familias dependen de su actividad diaria para poder comer, y el grado de penetración de la tecnología es escaso. Por tanto, las estrategias empleadas para luchar contra el Covid no hubiesen sido posibles antes, ni lo son en todos los países.

Entre los países ricos las estrategias para defenderse del Covid-19 han tenido un éxito muy desigual, lo que pone de manifiesto las debilidades subyacentes allí donde se ha fracasado. Los países de Asia y del Pacífico han frenado en seco el virus desde sus etapas iniciales mediante el desarrollo de sistemas muy eficaces de test, track and tracing, además de un férreo control de fronteras. Pero hay trade-offs. El triunfo sin paliativos ha supuesto concesiones de privacidad. En Corea del Sur, las personas infectadas han de descargarse una app mediante la cual se identifica a las personas con las que han estado en contacto, quienes son obligadas a respetar una cuarentena estricta, y la ley permite utilizar información de pagos con tarjetas de crédito y de cámaras de CCTV. A cambio, el resto de la población puede continuar haciendo vida normal. En Europa, el respeto a la privacidad ha prevalecido y, como consecuencia, las apps han resultado poco efectivas; la alternativa ha consistido en confinamientos generalizados. Quizá habría que revisar los conceptos de libertad y de privacidad.

Conscientes de que los confinamientos frenan pero no solucionan el problema, en Europa toda la esperanza se puso en las vacunas. El que éstas se hayan desarrollado por grupos de investigación en Estados Unidos, Reino Unido y Alemania no debería sorprender a nadie. Son países que han apostado por la investigación y la innovación desde hace tiempo y que redoblaron sus esfuerzos para hacer frente al Covid. Esta asimetría inicial ha dado lugar a un acceso a las vacunas muy dispar y las diferencias se han acentuado por la eficacia de las campañas de vacunación.

Reino Unido, Estados Unidos e Israel reaccionaron con rapidez y firmaron contratos que les garantizaron el acceso a un mayor número de vacunas. En cuanto fueron aprobadas, desplegaron una logística sin precedentes para vacunar rápidamente a la población. Johnson y Biden han despertado la ira de los países europeos al haberse garantizado el acceso a suficientes vacunas como para haber inyectado más de 30 millones de dosis (45% de la población) en el Reino Unido y casi 150 millones (30% de la población) en Estados Unidos. Se les acusa de actuar con un nacionalismo de vacunas, pero ellos defienden que su primer deber es proteger a su población. Mientras, Europa no tiene suficientes vacunas en parte porque firmó los contratos más tarde y con menos garantías, y en parte porque de su producción ha exportado 77 millones de dosis y sólo ha distribuido 88 millones para vacunar a su población, con la mayoría de los países habiendo vacunado como mucho al 5% de la población. Ante este fracaso, los Veintisiete se encuentran enfrentados en agrias batallas sobre la conveniencia de restringir las exportaciones y sobre la forma de repartir las pocas vacunas disponibles. Los países del Este más afectados por la nueva ola exigen repartos en proporción a la situación de la pandemia, mientras que los países que han sido más eficaces con las restricciones defienden un reparto proporcional al tamaño de la población.

Para colmo de males, las dudas suscitadas en Europa sobre las vacunas generan aún más desconfianza. Los gobiernos han puesto un énfasis excesivo en la denominada eficacia de las vacunas, generando confusión. Todas las vacunas aprobadas hasta la fecha protegen prácticamente al 100% de enfermar gravemente, requerir hospitalización o fallecer y las diferencias en la eficacia (76%-90%) se refieren a las personas que se infectan pero no desarrollan síntomas o son leves. La desconfianza se acentuó cuando se cuestionó que AstraZeneca protegiese a las personas mayores y se fulminó cuando varios gobiernos decidieron paralizar el uso de esta vacuna por el hecho de que un número reducido de personas vacunadas había desarrollado trombosis, sin prueba alguna de una relación causal. Este es otro rasgo distintivo de Europa: los gobiernos pretenden exigir un riesgo cero a las vacunas (cuya aplicación es una decisión claramente atribuible a ellos), mientras se adentran en otra ola que cada semana suma más fallecidos (pero cuya responsabilidad es más difusa).

Después de un año, las diferencias en el impacto del Covid son obvias: prácticamente nulo en Asia-Pacífico, descendiendo en Israel, Reino Unido y Estados Unidos y adentrándose en una nueva ola en Europa. Mientras muchos países europeos imponen confinamientos y cierre de fronteras, en España el Gobierno decide mantener sus fronteras abiertas al exterior pero las cierra entre comunidades autónomas. Ello facilitará la entrada de nuevas variantes más contagiosas y más letales pero, sobre todo, más resistentes a las vacunas, lo que supondría echar por tierra todos los esfuerzos realizados.

Pero este no es el único aspecto en el que el Gobierno va a contracorriente: recurriendo al subterfugio de la co-gobernanza, el Gobierno central sigue sin definir qué restricciones han de implementarse en diferentes regiones cuando se superan determinados umbrales de infectados, hospitalizados y fallecidos, que es su responsabilidad principal. Ello no le impide aprobar normas absurdas como la que obliga al uso de mascarillas en espacios al aire libre (sin especificar el número de personas) en contra de las recomendaciones de todos los organismos internacionales. El problema de estas contradicciones es que se pierde la confianza por completo.

Montserrat Gomendio es profesora de Investigación del CSIC y ha sido secretaria de Estado de Educación.

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