COVID-19 y terrorismo: cuando la excepción confina la regla

Imaginar el mundo post-COVID-19 puede parecerse a un dudoso ejercicio de futurología. Sin embargo, el ejercicio es necesario por una razón esencial: las decisiones que se están tomando ante la actual pandemia acabarán, de una forma u otra, moldeando nuestros sistemas políticos y legales en el futuro. Teniendo en cuenta esta realidad, la historia de la lucha antiterrorista nos puede ayudar a entender los riesgos que puede conllevar la lucha contra la COVID-19.

Aunque diferentes en su origen, la COVID-19 y el terrorismo comparten ciertas características comunes. En primer lugar, el coronavirus y los atentados terroristas siguen el mismo modus operandi: son invisibles; constituyen a la vez una ''amenaza'' endógena y exógena; y escogen a sus víctimas de forma indiscriminada. En segundo lugar, varios gobiernos están afrontando la lucha contra el virus como si de una guerra se tratara. Desde América Latina hasta Asia, pasando por Europa, varios gobiernos han usado referencias de corte bélico con el fin de movilizar a su población contra un ''enemigo común''. Algunos, como Donald Trump y su homólogo francés, Emmanuel Macron, llegaron incluso a declarar la ''guerra al virus'' según la misma fraseología que emplearon sus predecesores contra el terrorismo global. En tercer lugar, al igual que un atentado terrorista, la actual pandemia representa un evento excepcional e inesperado, y por tanto llama a medidas excepcionales para detenerlo. Finalmente, la amenaza que suponen ambos fenómenos no se limita en el tiempo, ya que siempre existe la posibilidad de rebrote o, en el caso del terrorismo, de una nueva ola de atentados. Este último aspecto es fundamental, ya que implica que las respuestas a ambos fenómenos, sobre todo las preventivas, conllevan repercusiones sobre nuestras sociedades a largo plazo. La más importante de ellas es la posibilidad de que algunas medidas excepcionales hoy se conviertan en prácticas normales el día de mañana. En este sentido, ¿qué lecciones de la lucha antiterrorista nos pueden ayudar a anticipar los retos post-pandemia?

Cuando surge un atentado, los estados suelen tomar medidas excepcionales para encontrar a los responsables y evitar la desestabilización del país. Pero, a medida que la sociedad trata de volver a la normalidad, e incluso cuando baja el nivel de la amenaza terrorista, algunas de estas medidas no desaparecen de forma automática. En determinados casos, incluso, puede suceder lo contrario. Fue el caso de la Ley Patriótica (USA Patriot Act) promulgada en Estados Unidos pocas semanas después del 11-S. El nuevo marco legal proporcionó al gobierno de George W. Bush una serie de poderes y herramientas excepcionales para reforzar la capacidad de los servicios de inteligencia y de las fuerzas y cuerpos de seguridad en la lucha contra el terrorismo. Entre ellas, la posibilidad de vigilar a la población de forma masiva, y no únicamente a las personas sospechosas de terrorismo. A pesar del escándalo provocado por las revelaciones de Edward Snowden en 2013, que dio a conocer la existencia y el alcance real de estos programas de vigilancia dentro y fuera del territorio estadounidense, la Patriot Act fue prorrogada 4 veces entre 2001 y 2019, y sigue en vigor. Una dinámica parecida ocurrió en Francia después de los atentados de París de noviembre de 2015. El gobierno francés declaró el estado de emergencia y adoptó medidas ''excepcionales'' reforzando los poderes de vigilancia de las autoridades para facilitar la neutralización de potenciales terroristas. Si bien dichas medidas eran temporales, el estado de emergencia fue renovado 6 veces entre 2015 y 2017 antes de ser incorporado como ley el 1 de noviembre de 2017.

Estos dos ejemplos, a los que podríamos sumar otros en contextos democráticos o autoritarios, muestran como determinadas medidas excepcionales y temporales, adoptadas para afrontar una amenaza inmediata, han pasado a ser normalizadas y permanentes. Esto es aún más preocupante en cuanto que ciertas medidas pueden afectar el equilibrio de poderes (sobre todo entre el poder ejecutivo y el judicial); dar lugar a abusos por parte de fuerzas y cuerpos de seguridad (e.g., discriminación étnica/religiosa); generar violaciones de los derechos humanos (e.g., detenciones secretas) o restringir las libertades individuales. De hecho, tanto en regímenes autoritarios como democráticos, la excepcionalidad justificada por la lucha antiterrorista sirvió también para vigilar e investigar a individuos por motivos no relacionados con el terrorismo. En este sentido, cabe recordar que la Patriot Act sentó las bases del estado de vigilancia masiva más expansivo en el mundo y sentó un precedente para otros países que han ido adoptando leyes antiterroristas en esta línea. Así, tanto en Estados Unidos como en Francia, la necesidad de luchar contra una amenaza difusa y permanente justificó la atribución de poderes más amplios a las autoridades dedicadas a la lucha antiterrorista. También normalizó el uso de programas de vigilancia masiva. Sin embargo, esta situación, en teoría excepcional, parece perpetuarse una vez pasa la emergencia o bien baja el nivel de amenaza.

En la actualidad, la lucha contra la pandemia está marcada por dos tendencias muy parecidas a las anteriormente descritas. Por una parte, algunos gobiernos utilizan la lucha contra la COVID-19 para conseguir más poderes, restringir ciertas libertades e incluso reprimir determinados individuos y grupos. En esta línea, el presidente filipino Rodrigo Duterte autorizó a su ejército a  disparar contra cualquier persona que no respete el confinamiento. Los regímenes argelino, egipcio y turco usaron (y siguen usando) el pretexto de la lucha contra la COVID-19 para restringir la libertad de expresión y silenciar voces críticas. Esta pandemia de medidas autoritarias también afecta Europa. En Hungría, una enmienda legal dio al primer ministro ultranacionalista Viktor Orbán poderes casi ilimitados: el Ejecutivo puede gobernar mediante decretos, sin control parlamentario y sin limitación temporal.

Por otra parte, el uso de tecnologías de vigilancia masiva se ha convertido en un eje central de la lucha contra la pandemia en varios países, como China o Israel, que han usado recursos antiterroristas para frenar la propagación del virus. Entre ellos, tecnologías que permiten rastrear con precisión los encuentros entre personas, el uso de datos biométricos o el uso de inteligencia artificial para vigilar a toda la población. En decenas de países se está utilizando el big data para controlar los desplazamientos de ciudadanos y así comprobar que las medidas de confinamiento se cumplen. Cabe subrayar, sin embargo, que en Europa, a diferencia de los países del sureste asiático, los datos llegan de forma anónima y agregada.

Teniendo en cuenta los resultados en el control del contagio, ¿podemos considerar problemático el uso de estas tecnologías de vigilancia masiva? Desde el punto de vista de la emergencia sanitaria, su uso se ha demostrado efectivo. Sin embargo, el problema puede generarse una vez superado el momento de excepcionalidad. Siguiendo la reciente trayectoria de la lucha antiterrorista en la cual, como hemos visto, ciertas medidas han sido instrumentalizadas para otros fines, ¿qué impide pensar que este escenario no se producirá con las medidas actualmente desplegadas para hacer frente a la COVID-19? La falta de transparencia respecto al contenido de las negociaciones entre gobiernos, proveedores y compañías privadas (e.g., Google) resulta preocupante. Sobre todo en sistemas democráticos, en los que el principio de rendición de cuentas debería permitir saber con precisión qué datos se usan, con qué fin y hasta cuando. Por ejemplo, una app del gobierno polaco, que pide a los usuarios que manden selfies para monitorizar sus movimientos, prevé guardar los datos recopilados durante 6 años.

En conclusión, es necesario desplegar una serie de medidas excepcionales para hacer frente a la pandemia del coronavirus. Sin embargo, debemos evitar su posible normalización en el futuro. La lucha contra el terrorismo demuestra que, incluso en sistemas democráticos, la excepción puede convertirse en norma. El gran reto, una vez la pandemia haya pasado, es asegurarnos que no sea nuestro estado de derecho, el que permanezca bajo cuarentena.

Moussa Bourekba, investigador, CIDOB.

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