Covid: la receta de un desastre

Los virus evolucionan muy rápido y los humanos muy despacio. Es una clara desventaja cuando se trata de carreras de armamento biológicas entre virus que se reproducen rápidamente y adquieren nuevas propiedades cuando hay errores en la replicación (mutaciones) y sus hospedadores, que tardan más tiempo en desarrollar defensas frente a las nuevas variantes porque se reproducen más despacio. Un año después de su aparición, el impacto del SARS-CoV-2 se resume en más de 100 millones de personas infectadas y casi dos millones y medio de fallecidos. Aún estamos lejos del impacto de la mal llamada gripe española que entre 1918 y 1920 infectó a un tercio de la población mundial y se estima que causó más de 50 millones de muertos en las cuatro oleadas que se sucedieron. Pero un siglo después se suponía que habíamos avanzado tanto que una catástrofe de esta magnitud era inimaginable.

Covid: la receta de un desastrePues no. El impacto del Covid-19 nos ha obligado a ser más humildes. Pero ya no somos como los neandertales que, según las reconstrucciones, siempre tienen un aspecto francamente taciturno, como si estuviesen frustrados por el papel que les había asignado la evolución: extinguirse antes de que nuestra especie desarrollase la capacidad para llevar a cabo el desarrollo tecnológico y científico reciente. Gracias a estos avances, ¿hemos conseguido adelantar al SARS-CoV-2 en la carrera de armamentos?

Hoy las ciencias adelantan que es una barbaridad, como dijo don Sebastián en La verbena de la Paloma. La mejor prueba son las vacunas, un récord sin precedentes. Pero lamentablemente este éxito científico no asegura el fin de la pandemia porque ya han evolucionado nuevas variantes del virus más contagiosas, quizá más letales y, sobre todo, más resistentes a las vacunas. Las más conocidas son la variante del Reino Unido, la de Sudáfrica y la de Brasil. Las vacunas aprobadas (sin incluir las rusas ni las chinas) han demostrado su eficacia contra la variante original de SARS-CoV-2 y contra la del Reino Unido: prácticamente eliminan los casos severos y los fallecimientos, aunque reducen en menor medida los casos más leves. Pero son mucho menos eficaces contra la variante de Sudáfrica y se desconoce su eficacia contra la brasileña.

La evidencia disponible sobre la variante brasileña no augura buenos resultados. En la ciudad de Manaos el impacto de la primera oleada fue tal que se estimó que el 75% de la población se había infectado. Se concluyó por tanto que se había alcanzado la inmunidad de grupo. Pero la aparición de la nueva variante arrasó literalmente, pues infectó a las personas que habían desarrollado anticuerpos contra la variante original, poniendo de manifiesto la poca eficacia de estas defensas contra la nueva variante.

La variante del Reino Unido es un 70% más contagiosa, afecta en mayor medida a las personas más jóvenes y es más letal. Al ser mucho más contagiosa esta variante (B.1.1.7) se expandió rápidamente entre la población del Sur-Este y de Londres, incluso durante los periodos de confinamiento. Es decir, el nivel de restricciones que fue suficiente para controlar a la variante original no lo es para controlar la nueva variante. Por ello, los gobiernos del Reino Unido y de Israel (donde la misma variante ya se ha expandido entre la población) se han visto obligados a llevar a cabo las campañas de vacunación manteniendo a la población confinada y las fronteras controladas. Sólo de esta forma se consigue que la población vaya adquiriendo la inmunidad más rápido de lo que el virus se expande y adelantarse a la aparición de nuevas variantes.

En Israel se han vacunado ya más de cinco millones de personas (más de la mitad de la población) y en el Reino Unido más de 19 millones (superando el 25% de la población adulta). En ambos países la combinación de una campaña de vacunación mucho más rápida que en la UE, la implementación de medidas restrictivas durante meses y el control de fronteras está dando los resultados esperados: un rápido descenso de infectados, de hospitalizaciones y de muertes. A pesar de la velocidad de crucero, ambos países se enfrentan a decisiones difíciles para asegurar el éxito.

Por un parte, hay una parte de la población que no se quiere vacunar, lo que pone en riesgo el poder alcanzar la inmunidad de grupo. Ello ha generado un debate complejo sobre la posibilidad de que las personas inmunizadas (por haber sido infectadas o vacunadas) tengan menos restricciones que las que se no se vacunan (green pass).

Por otra parte, ambos países han optado por una salida del confinamiento muy gradual para evitar otra oleada. Los gobiernos han fijado unos umbrales en relación a un conjunto de variables (número de gente vacunada, evidencia del impacto en el descenso de hospitalizaciones y fallecimientos, presión sobre el sistema de salud y evaluación de los riesgos asociados a la aparición de nuevas variantes) que permiten la relajación de las medidas restrictivas en diferentes regiones sólo cuando se han superado. Se definen prioridades, como el re-inicio de los colegios, así como la postergación de aquellas medidas que suponen un riesgo mayor respecto a la entrada de nuevas variantes, como la apertura de fronteras.

Los datos avalan el rotundo éxito de estas estrategias tanto en el descenso del número de infectados y fallecidos, como en la disminución de la transmisión. El contraste con Europa no puede ser mayor. La coordinación en la compra de vacunas por parte de la Comisión Europea y los retrasos en las campañas de vacunación de todos y cada uno de los estados miembros han sido un rotundo fracaso. Pero dentro de este fracaso colectivo hay grandes diferencias en la magnitud del problema, que dependen fundamentalmente de lo eficaces que hayan sido los gobiernos en controlar el Covid-19 mediante la evaluación de su expansión y la aplicación de medidas restrictivas.

En el contexto europeo, ya de por sí malo, España sigue destacando por su elevada tasa de infectados y fallecidos según las cifras oficiales. Sin duda el problema es aún más grave. En primer lugar, porque la tasa de test positivos indica claramente que, desde el verano, en ningún momento se han realizado suficientes test, lo que significa que las cifras oficiales infravaloran en mayor medida que los países de nuestro entorno la magnitud real del problema. En segundo lugar, porque como han puesto de manifiesto diferentes análisis (el último el de Fedea), las cifras oficiales se han diseñado como un jeroglífico imposible de descifrar y que guarda una relación inescrutable con las cifras que facilitan las comunidades autónomas. La nula fiabilidad de las cifras oficiales no sólo impide conocer la magnitud del problema, impide tomar las decisiones adecuadas.

Todos los cálculos basados en el exceso de muertes desde que comenzó el Covid-19 apuntan a más de 80.000 fallecidos en nuestro país, lo que supone un fracaso sin paliativos cuando se cumple un año desde el inicio de la pandemia. Las estimaciones prevén que ahora en marzo la variante británica sea predominante, lo que hará mucho más difícil su gestión. Mientras, el Gobierno se ha posicionado como un observador externo. Desde la barrera anima a las comunidades autónomas a ser prudentes, hace afirmaciones vagas sobre el número de vacunas que llegarán y las fechas, pone en duda que haya personas reacias a ser vacunadas sin dar datos y mantiene objetivos imposibles como que el 70% de la población estará vacunada antes del verano. Aún más peligroso, mantiene este objetivo bajo la convicción de que esto nos llevará a la inmunidad de grupo, ajeno por completo a los desafíos que plantean las nuevas variantes.

Y, mientras, el país arde porque Pablo Rivadulla –Hasél– (que se cree un artista) ha ingresado en prisión por haber acumulado varias condenas por enaltecimiento del terrorismo y por agresiones. Me temo que la ciencia no ha avanzado tanto como para poder explicar este fenómeno. Sólo se me ocurre lo que le contestó Hilarión a Sebastián: «¡Es una brutalidad!».

Montserrat Gomendio es profesora de Investigación del CSIC y ha sido secretaria de Estado de Educación.

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