Covid, ¿por qué somos los peores?

El éxito de los países frente a la pandemia no es tanto fruto de lo que hacen como de lo que no hacen. Copiar los aciertos es sencillo, la diferencia de resultados radica en las torpezas. Decir que nuestra forma de vida favorece el éxito del Covid explica una pequeña parte del problema, pues el grueso se fundamenta en la buena o mala gestión de esta enfermedad. La buena es hacer bien las cosas correctas, y la mala, empeñarnos en simultanearlas con otras improcedentes: aprovechar el Covid para controlar al poder judicial, buscar a los culpables en la oposición o cambiar el callejero, nos ha hecho perder el foco de la cuestión.

Covid, por qué somos los peoresPretender disimular las tragedias del Covid centrándonos en el ayer o censurando la visión de los seiscientos ataúdes diarios que albergaba el Palacio del Hielo en Madrid, demostraba que no le preocupaba tanto a Sánchez salvar vidas como salvar su imagen muy sentida haciendo «pucheros» en TVE. Buscaba persuadir a la gente para que aceptara que una UCI es un entorno más cercano a un plató de la serie «Anatomía de Grey» que al de nuestra horrible tragedia. Comportamientos tan defensivos denotaban mala conciencia por la gestión inicial de la crisis. Cuando en enero/febrero de 2020 distintos científicos avisaron del peligro que nos acechaba, la prioridad del Gobierno era llegar a la manifestación feminista como fuera. Aquella fue nuestra mayor estupidez, por el tiempo que perdimos y porque un contagiado infectaba a 20/30 personas. Nosotros contábamos con una agencia de alertas epidemiológicas que, al igual que las compañías auditoras, se rige por el principio de prudencia valorativa, pero ese principio brilló por su ausencia. Simón, en vez de asumir la obligación de adelantarse y enfatizar el peligro, optó por decir lo que Sánchez quería que dijera: «Un enfermo o dos». En ningún caso le refutó -como hace Fauci a diario con Trump en Estados Unidos-; y esa grave irresponsabilidad nos dejó en manos de Sánchez como gran epidemiólogo del reino.

Otro error fue encarar un problema de gestión con gente ayuna en el tema (véanse los currículum de los ministros, en especial el del bienintencionado ministro de Sanidad, que tuvo que aprender lo que era un virus). Cuando hablo de gestión no me refiero a dirigir Inditex, sino a poseer experiencia en organizaciones menores y sentir obsesión por cumplir objetivos. Podría entrar la pantera negra de Granada en Moncloa, comerse a diez ministros y la ciudadanía, ni enterarse. Sánchez no ha querido prescindir de ellos para no mostrar vulnerabilidad, pero quizá con otros no nos acercaríamos a los cincuenta y cinco mil muertos (esos si que se han quedado atrás). Tan empedernidamente negados eran algunos que no supieron gestionar el filtrado en las aduanas. Una frase que recordaremos: «No me han tomado ni la temperatura». Podría decirse que mientras que los protocolos hospitalarios nunca dejaron de funcionar, los del Ejecutivo no llegaron a estrenarse, entre otras cosas porque «la comisión de expertos» eran Sánchez, Simón e Illa.

Y seguimos. Inexplicable fue también desconocer las entretelas de nuestras autonomías. ¿Recuerdan cuando Iglesias ambicionaba una determinada cartera ministerial y para bochorno de todos tuvo que enterarse en el hemiciclo de que esa cartera tenía las competencias transferidas? Pues bien, esa clase de desconocimiento se repitió en las dos grandes decisiones que se tomaron por aquellos días. La primera fue la de establecer un «mando único»; opción bien concebida pero mal desarrollada. Centralizar en veinticuatro horas un estado tan descentralizado como el nuestro habría requerido, para actuar de forma eficaz, por lo menos diez días y no provocar el cortocircuito que produjo: los que sabían comprar no compraban, los que tenían los contactos no estaban en las reuniones; aquella precipitación pretendía compensar la premiosidad exhibida el 8-M (otra vez la mala conciencia). El segundo movimiento fue «la desescalada», tan abrupto como el primero, y más imprudente porque no tenían organizados ni los PCR ni los «rastreos». Si en el inicial primó el desconcierto, en el segundo fue la hartura. Acosado por la impopularidad, Sánchez devolvió apresuradamente a las comunidades sus competencias argumentando que «lo más duro ya ha pasado»; le dijo a Tezanos que para septiembre le subiera un diez por ciento la intención de voto y a Rosa María Mateo que culpara de todo a la Comunidad de Madrid; y acto seguido se planteó si fumarse un puro o irse de vacaciones, y optó por las vacaciones. A su vuelta se lamentó: «Os habéis relajado», y añadió con condescendencia: «Si me necesitáis, estoy en La Moncloa». Nos acababa de endosar a los españoles la responsabilidad de los muertos.

Hablando de responsabilidad, este desaguisado del Covid alguien tendrá que pagarlo. Sánchez quiere que lo pague Europa. En parte tiene razón, ya que nosotros no tenemos la máquina de imprimir billetes, pero en parte no, si no acepta la austeridad que conlleva. Austeridad es el nombre de la recuperación. Olvida el presidente que Bruselas nos ve reflejados en el dicho de que «un tonto y su dinero no están mucho tiempo juntos». Les inquietan nuestros presupuestos, porque ven en ellos cosas improcedentes como incrementar el gasto sin control, o subvencionar insolvencias. La incógnita es si, con esa actitud, recibiremos en marzo esos recursos o llegarán con cuentagotas. Las promesas del presidente son at calendas graecas, y para hacerlas realidad tendría que fomentar unas reformas que cree, erróneamente, perjudican su continuidad. En cualquier caso, para que Europa se las aprobara, tendría que torear a sus socios, pues sin concreción en las ayudas no habrá ni borrador de presupuestos. Para Sánchez todo vale, pero para Europa, no. Y por el silencio posterior a sus viajes, quizá no se lo están poniendo fácil.

La forma de definir un gobierno es por su liderazgo. El de Sánchez se resume en que le urge más acabar la legislatura que acabar con la pandemia. No se puede entender que teniendo un problema feroz el Gobierno coquetee con otros varios, no prioritarios, para diluir el esencial. El escapismo nunca es una solución como tampoco lo es el convertirse en epidemiólogo del reino, o rodearse de gente servil, incompetente o pendenciera, menos aún ofrecer paz a la oposición, con gran despliegue de banderas, y ser el primero en saltarse la tregua al día siguiente. Lo que nos hace batir el récord de muertos no es una casualidad, es una acumulación de afanes lamentables que por lo que hemos visto se resumen en tres: a) lentos en tomar conciencia del problema, b) precipitados en cantar victoria y c) inútiles en la gestión de aprovisionamientos y prácticas de test. ¿Por qué somos los peores del mundo? Probablemente, porque nuestro Gobierno lo sea.

José Félix Pérez-Orive Carceller es abogado.

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