Covidictaduras

Buena parte del pensamiento político de la era moderna se ha venido articulando en torno al dilema entre igualdad y libertad. Mientras que la izquierda ha puesto su acento en la igualdad de derechos de todos los seres humanos, la libertad siempre ha sido un valor más defendido por las posiciones ideológicas de derecha, incluyendo la libertad de iniciativa y emprendimiento.

Pero, en tiempos de emergencias y crisis extremas como la que vivimos, el dilema suele reorientarse y ponernos a escoger entre seguridad y libertad. Y, en demasiadas ocasiones, la seguridad se usa como un argumento útil para cercenar libertades, habida cuenta de que en las grandes crisis las sociedades están mejor dispuestas a desprenderse un poco de sus libertades si ello les promete seguridad. Y es que las emergencias son situaciones extraordinarias que con frecuencia permiten una holgura suficiente como para librarse de la fastidiosas limitaciones constitucionales. Una guerra, una pandemia, una catástrofe, son situaciones extraordinarias que los dirigentes con vocación autocrática desean. Para ellos constituyen claras oportunidades.

Las tragedias suelen repotenciar a los gobiernos. En el medio de una crisis profunda el elector siente miedo y suele depositar su confianza en quien siente lleva el timón. El caso del crecimiento del presidente Trump esta semana recién pasada es elocuente: está ahora mismo en su máximo nivel histórico de popularidad (Gallup, marzo 2020). Trump no crece porque esté gestionando bien la crisis de la pandemia; crece porque es quien está visible en campo de batalla, afrontando al enemigo. Hace apenas tres meses Chile ardía bajo protestas masivas y Sebastián Piñeira estaba en su mínimo histórico de 6%, hoy está en 18%. Otro tanto le ocurre al presidente Alberto Fernández de la Argentina, quien ganó la Presidencia hace cinco meses con un 48% de la votación popular y hoy disfruta de unos envidiables niveles de popularidad del 77% (Trespuntozero, marzo 2020). Eso podría estarle pasando incluso a Nicolás Maduro.

Hemos visto en esta pandemia situaciones de gran irresponsabilidad en el liderazgo político. En el continente americano van desde López Obrador en México a Bolsonaro en Brasil, ambos minimizando la gravedad de la pandemia. Boris Johnson y el vicepresidente español Pablo Iglesias hacen lo propio en el continente europeo. El primero, conjuntamente con su asesor principal Dominique Cummings, invitando a un «contagio controlado»; y, el segundo, promoviento junto a su mujer, la ministra de Igualdad, salir masivamente a las calles celebrando el 8-M, cuando ya el Covid estaba entre nosotros. El populismo no es un privilegio de izquierdas ni de derechas, sino que pulula por todo el globo y puede ser tan viral y tan mortal como la pandemia misma.

En muchos sentidos el populismo es el lubricante del autoritarismo. El líder populista suele pensar que su conexión entre él mismo y el pueblo es tan profunda, que puede verse tentado a prescindir de las instituciones. Prescindir de ese elemento tan importante en las democracias que es el equilibrio de poderes, a través de pesos y contrapesos, lo que en inglés con frecuencia se denomina el checks and balances. Hugo Chávez, en Venezuela, fue claramente un líder populista. Pero Maduro, su sucesor, es más bien es un líder populista sin pueblo. Suena a contrasentido, y lo es, porque cuando un líder populista carece de apoyo popular, nos topamos con un tirano.

Hay que reconocer que Maduro tomó tempranamente las decisiones adecuadas. Le concedió la importancia que merecía la pandemia y atacó tempranamente. Lo hizo, en buena medida, para reorientar las culpas por un aparato productivo ya paralizado y un sistema de salud que recibió a la pandemia ya colapsado. No conforme con ello, Maduro aprovechó la coyuntura para echarle un nuevo zarpazo a los restos democráticos de la sociedad. Lo que viene sucediendo en Venezuela en el marco del coronavirus es muy grave, porque se atenta selectivamente contra las libertades individuales a la movilidad, así como a la libertad de información. La nomenklatura madurista se ha ocupado de mantener el control de la información de una manera férrea, estando ya tres periodistas presos por informar acerca del coronavirus y numerosos incidentes de otros que fueron forzados a borrar su material informativo. Podría decirse que, siguiendo el modelo chino, la lucha de Maduro contra el virus se libra más en las salas de redacción que en los laboratorios clínicos.

Analizando las narrativas ante la pandemia, el caso venezolano tambien es ilustrativo, y sigue dos líneas discursivas: una local y otra global. En lo local Maduro quiere tener el control del relato, y como otros dirigentes de la izquierda latinoamericana cree que puede usar ese relato para avivar la lucha de clases: Los oligarcas que se trajeron el virus de Europa para contagiar al pueblo. Por eso quieren tener el control absoluto sobre los tests del Covid, así como el control de la información, atentando contra la libertad de prensa. Además hay un relato global, alineado con la cancillería China, que alienta teorías conspirativas y explicaciones alternativas al origen del coronavirus. Un ejemplo claro está en la difusión del bulo sobre unas supuestas declaraciones de Noam Chomsky, donde afirmaría que el covid19 fue creado por EEUU y diseminado en China e Italia para afectar economías. En plena pandemia, Telesur y la radio nacional de Venezuela difunden informaciones falsas, haciéndose eco del bulo. El propio Chomsky salió a desmentir la especie, pero aún después de hacerlo el madurismo continúa usando la narrativa, impulsada por la propia China. Las distintas formas de desinformación son ya parte del paisaje de la comunicación política.

En tiempos de crisis es importante como nunca la credibilidad de los portavoces. Pero también en esos tiempos a los gobiernos les resulta más fácil monopolizar la información, mientras las defensas morales de la sociedad están ocupadas en otros asuntos como para objetarlo con nitidez.

Proteger la salud democrática de las sociedades es un reto similar a la actuación de la ciencia ante los agresivos virus. Es importante encontrar vacunas ante cada mutación del autoritarismo, pero la mejor inoculación general ocurre cuando se ejerce ciudadanía, cuando se hace buen periodismo, o investigación académica relevante. Pero para que ello sea efectivamente útil deberíamos saber superarse la asincronía entre la evolución del virus y nuestra capacidad de darle respuesta. Los riesgos están claros. Que el miedo no nos impida verlo…

Carmen Beatriz Fernández es profesora e investigadora invitada de la Universidad de Navarra.

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