Crecer lleva tiempo

Robert Gordon es un distinguido economista de la Universidad Northwestern que se ha ganado un merecido reconocimiento por sus trabajos en macroeconomía y sus estudios del crecimiento económico a largo plazo. De allí que su reciente ejercicio de historia futura especulativa, en el que se pregunta si el crecimiento económico en Estados Unidos ha llegado a su término, tuviera la repercusión favorable que tuvo. Pero el argumento de Gordon tiene un defecto básico, visible desde la primera lectura y que no resiste un análisis más minucioso.

Gordon distingue tres Revoluciones Industriales que, del siglo XVIII a esta parte, han impulsado el crecimiento económico y mejorado los niveles de vida: la RI n.° 1 (“máquina de vapor, ferrocarriles”), definida por inventos que se produjeron entre 1750 y 1830; la RI n.° 2 (“electricidad, motor de combustión interna, agua corriente, baños dentro de las casas, comunicaciones, entretenimiento, compuestos químicos, petróleo”), definida por inventos que van de 1870 a 1900; y la RI n.° 3 (“computadoras, Internet, teléfonos móviles”), a partir de 1960. El núcleo de su artículo discute el impacto transformador que tuvieron la RI n.° 1 y, especialmente, la n.° 2 sobre el PIB per cápita y la calidad de vida y los compara con las consecuencias relativamente triviales de la RI n.° 3.

Pero la vulnerabilidad del argumento de Gordon está en el reducido horizonte temporal que asigna a la RI n.° 3. Examinemos las siguientes cuatro oraciones de su artículo:

  • “Hicieron falta unos 100 años para que los efectos de las primeras dos revoluciones se difundieran por toda la economía”.
  • “La RI n.° 1 demoró al menos 150 años en producir la totalidad de sus efectos”.
  • “Los inventos de la RI n.° 2 fueron tan importantes (…) que pasaron no menos de 100 años antes de que se sintiera el efecto principal”.
  • “(…) El impacto de la RI n.° 3 sobre la productividad se evaporó en solo ocho años, a diferencia de los 81 años (1891‑1972) que se necesitaron para que se sintieran a pleno los beneficios de la RI n.° 2 (…)”.

La última oración es decisiva: Gordon sitúa el final de la RI n.° 3 alrededor de 2005, es decir, a 45 años de su comienzo, menos de la mitad del tiempo que concede a las otras dos revoluciones industriales. Es como si, tomando un ejemplo destacado de las otras revoluciones, se midiera el impacto de los ferrocarriles sobre la economía estadounidense en 1873, a 45 años del inicio del trazado de la primera línea de Estados Unidos entre Baltimore y Ohio.

En 1873, la distribuidora minorista Montgomery Ward tenía apenas un año de vida, y todavía faltaban 20 años para el primer catálogo Sears Roebuck. A ambas compañías corresponde en forma conjunta la invención de la “aplicación mortal” (killer app) de la era de los ferrocarriles: la venta por correo, que creó un mercado continental de bienes de consumo y todas las economías de escala que vinieron a continuación.

O, por poner otro ejemplo, ¿qué sucedería si dejáramos de medir el impacto económico de la electrificación solo 45 años después de la puesta en marcha en 1882 de la primera planta generadora, la estación Pearl Street de Thomas Edison? En ese momento, la industria fabril estadounidense apenas comenzaba a descubrir los beneficios de la (re)configuración flexible que permitía la distribución de la energía eléctrica generada, mientras que la industria de los electrodomésticos en Estados Unidos todavía estaba en pañales.

Gordon asegura que “la etapa de reemplazo de mano de obra humana con computadoras ya terminó” en la última década. El proceso de innovación en tecnologías de la información y las comunicaciones (TIC) con un énfasis inicial en el comercio electrónico “ya estaba en gran medida terminado en 2005”. Después de eso, “la innovación con ahorro de mano de obra” cedió el paso a “una sucesión de dispositivos de entretenimiento y comunicaciones que hacen las mismas cosas que ya podíamos hacer antes, solo que en formatos más pequeños y cómodos”.

En este truncamiento (y la consiguiente trivialización) que hace de la actual revolución de las TIC, Gordon pasa por alto dos procesos fundamentales. El primero y más evidente es que el crecimiento del comercio electrónico dista mucho de haber alcanzado su cima. En Estados Unidos, el país más avanzado en este aspecto, el comercio electrónico apenas ha llegado a constituir el 10% del volumen de venta minorista, y a lo largo de toda la lenta recuperación posterior a la Gran Recesión siguió creciendo a tasas de dos dígitos. Y al mismo tiempo, si uno mira debajo de la superficie económica, verá que está sucediendo algo mucho más significativo.

Desde los inicios de la revolución informática, tanto investigadores como divulgadores imaginaron un futuro en el que la “aplicación mortal” definitiva sería la “inteligencia artificial” (lo de “mortal” es literal en el caso de la computadora HAL de la película 2001, odisea del espacio). Ahora, tras varias décadas de frustración, están empezando a verse los primeros éxitos, en la aplicación de sofisticadas técnicas estadísticas a los extraordinarios volúmenes de datos (los llamados “Big Data”) generados y capturados simultáneamente por Internet, que crecen a un ritmo cada vez más veloz. Como ejemplo de “vida” inteligente artificial, basta pensar en los “asistentes virtuales” que pueblan los teléfonos inteligentes, de los que un primer ejemplo (solo un primer ejemplo) es el programa Siri de Apple.

La siguiente ola de consecuencias de la RI n.° 3 ya puede discernirse en aquellos sistemas que adivinan la intención detrás de un pedido de búsqueda y la relacionan con una transacción completa, y en la aplicación de análisis predictivos a las cadenas de suministro industrial y el aprovisionamiento de servicios. Si todavía no es posible cuantificar el impacto que tendrán estas innovaciones sobre la productividad y el crecimiento del PIB, pues bien, es que así son las cosas con la historia futura.

Pero a pesar de los defectos de la interpretación que hace Gordon de la RI n.° 3, las inquietudes a las que arriba en relación con el futuro de la innovación en Estados Unidos están bien fundadas. Entre los diversos “vientos de frente” que menciona, hay dos peligros que diferencian la posición de Estados Unidos de la de otros países avanzados: el enorme aumento de la desigualdad y el amesetamiento de los avances en educación. Pero Gordon se olvida de la mayor amenaza a la continuidad del liderazgo estadounidense en innovación: la deslegitimización del papel del Estado como actor económico, que tuvo lugar durante la pasada generación.

En mi nuevo libro Doing Capitalism in the Innovation Economy: Markets, Speculation and the State [El capitalismo en la economía de la innovación: los mercados, la especulación y el Estado] ejemplifico y analizo en detalle el nuevo papel central del Estado en la dinámica de la Economía de la Innovación. El Estado financia la investigación básica de la que más tarde surgirán los descubrimientos y los inventos; sostiene la creación de nuevas redes (de los canales hídricos a Internet); y es un cliente creativo que compra productos innovadores, como lo hizo en los albores de la revolución informática.

Al Estado corresponde también la tarea de preservar el funcionamiento de la economía de mercado cuando la burbuja especulativa que financió su transformación estalla. Y aquí también el análisis de Gordon es decepcionante. La única mención al papel del sector público que hay en su artículo ni siquiera se refiere a esta función estabilizadora, sino a lo que considera otro viento de frente: el endeudamiento en el que incurrió para impedir que la crisis financiera global de 2008 se transformara en la segunda Gran Depresión.

William Janeway, a managing director and senior adviser at the private-equity firm Warburg Pincus, is a visiting lecturer in economics at Cambridge University. Traducción: Esteban Flamini.

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