Crecimiento y desigualdad

Cuando la marea sube, todos los barcos suben con ella, pero cuando baja algunos bajan más deprisa. El aumento de la desigualdad en la distribución de la renta resulta mucho más patente en periodos de recesión. Y esto es preocupante, porque reduce el crecimiento futuro, provoca inestabilidad política y reacciones viscerales más que racionales y erosiona las instituciones.

Y, sobre todo, porque afecta a las expectativas de los ciudadanos, que se sienten engañados. Muchos de la llamada clase media española pueden decir ahora: «Hicimos lo que nos habían dicho que debíamos hacer: estudiamos una carrera, creamos una familia, compramos nuestra casa, pusimos esfuerzo e ilusión... y hoy tenemos empleos precarios, no podemos pagar la hipoteca, no estamos seguros de que vayamos a recibir una pensión digna y, lo que es peor, nos parece que nuestros hijos no van a estar mejor que nosotros». De alguna manera, esto supone la ruptura de un contrato social, que ninguno firmó pero que sabíamos que estaba ahí. Y la reacción puede ser no fiarse de nadie, disfrutar de la vida, pasar de todo. O hacer la revolución. O vivir angustiado. O las tres cosas al mismo tiempo.

En un estudio reciente de la Fundación de Estudios de Economía Aplicada sobre la distribución de la renta en España se nos decía que somos uno de los países menos igualitarios de Europa, y que la desigualdad se ha acentuado a raíz de la crisis. La renta media familiar se ha reducido para casi todos, pero más para los que tienen ingresos menores. Y esto tiene que ver con tres cosas ya sabidas, con tres demonios familiares de nuestra economía.

El primero es la dificultad para crear empleo. Incluso en los momentos de mayor crecimiento en los años del boom, la tasa de paro en España era mayor que la de nuestros vecinos europeos, y con la recesión volvió a dispararse. Luego se ha moderado, pero, de todos modos, la expectativa de llegar a tasas de desempleo más aceptables es aún remota, entre otras razones porque la manera de conseguirlo, que es abaratar la contratación de trabajadores con escasa cualificación y experiencia, pasa por mantener los salarios bajos.

Y esto nos lleva al segundo demonio familiar: los salarios son demasiado bajos en muchas colocaciones, y se han reducido en casi todas, como consecuencia de la presión de los muchos parados que buscan empleo y de los contratos temporales y a tiempo parcial, que fueron la solución para frenar la caída de la ocupación en plena crisis. Pero esto muestra ahora que nuestra estructura salarial es defectuosa, por la demografía (menos jóvenes y más jubilados), la sobrecualificación de muchos de nuestros trabajadores potenciales (no hay buenos empleos para tantos universitarios) y un modelo productivo que, ya lo sabíamos, no es el más adecuado pero que solo podremos cambiar en un plazo muy largo y con costes muy elevados. Por ejemplo, aumentar el capital humano de nuestros recién llegados al mercado no es cuestión de un barniz de inglés o de chino, sino de un cambio educativo que llevará, probablemente, una generación.

Los dos primeros problemas nos llevan a la expectativa de un insuficiente crecimiento de las rentas familiares por el lado del empleo y por el de los salarios. Habrá que actuar, pues, en las políticas de impuestos y de gasto social. que son el tercer ámbito de los problemas. ¿Hay que subir el impuesto sobre la renta para recaudar más y poder gastar más? Esto no es neutral para la producción. ¿O hay que redistribuir la carga fiscal, para que unos ganen menos y otros más? ¿O es mejor actuar sobre los impuestos indirectos, aunque eso quizá reduzca el consumo y, por tanto, la creación de empleo? ¿Aumentamos el gasto social? ¿Cómo lo financiamos? ¿Y en qué partidas? La sanidad contribuye mucho al bienestar de los ciudadanos, pero no aparece en la renta disponible; la educación también, pero afecta de manera desigual a unos y otros; las pensiones son una contribución clara a la renta disponible de los mayores, y necesitan un remedio urgente, pero, ¿con qué nuevos impuestos las financiaremos, o qué otros gastos reduciremos para poder pagarlas sin que se dispare nuestra deuda?

El Instituto Nacional de Estadística decía hace pocos días que el crecimiento en el segundo trimestre del 2016 fue de un 3,2% respecto del año pasado, una cifra buena, aunque apunta a una pérdida de ritmo. Pero aunque podamos mantenerlo durante unos cuantos trimestres más, cosa que no resultará fácil, va a contribuir muy poco a la reducción de la desigualdad. Para lograr esto hace falta un buen diagnóstico que se fije en el conjunto, no en algunas partidas o grupos sociales; luego, acierto en la solución y voluntad política para ponerla en práctica, y la buena voluntad de todos. ¿De acuerdo? Pues. ¿cuándo empezamos?

Antonio Argandoña, profesor del IESE.

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