Credibilidad, futuro e ilusión

Los partidos políticos deberían, como cauce de participación, ser foro permanente de elaboración de propuestas para responder a los retos y necesidades de la comunidad. Ello debe hacerse desde el contacto constante con otros grupos sociales y la apertura a las diversas sensibilidades que presenta una sociedad muy plural. Además, ojalá se potenciase mucho más la dinamización interna, promoviendo, sin miedos, que los militantes (no sólo unos pocos) se sintiesen verdaderamente participes y no meros espectadores, tal y como en bastantes casos sucede.

Los congresos periódicos deberían servir para ello, adquiriendo singular valor el debate abierto sobre ideas y personas. Pero también en estos eventos ha de reflexionarse sobre algo capital: las actitudes. Las convenciones de los partidos tienen un efecto exterior muy importante de proyección de imagen, especialmente a cuidar cuando en nuestra sociedad, a través de la mercadotecnia y los medios de comunicación, la puesta en escena y la relevancia externa tienen gran valor para hacer atractivo un producto.

De hecho, usualmente ganan las elecciones no tanto quienes están más preparados o tienen los mejores programas, sino los que ofrecen una imagen que conecte más con el electorado. Y viceversa, las pierden quienes no generan empatía sino cotas elevadas de rechazo. Las últimas elecciones generales se resolvieron así. El PP aumentó votos y escaños, pero también lo hizo el partido gobernante. Por eso, aquello no puede ser presentado sino como fue: una derrota. Influyó mucho el ser visualizado por diversos sectores sociales y territoriales como un partido antipático, lo cual movilizó el voto útil en favor del PSOE.

Al final se intentó trasmitir una imagen algo más moderada, no confundiendo la firmeza de ideas con la sistemática descalificación del contrario. Pero era tarde. Casi cuatro años de una posición muy radicalizada no podían ser corregidos por un pequeño viraje y menos aún si seguían siendo muy visibles, casi en exclusiva, algunos rostros que representaban el pasado, incluso para no pocos votantes. Casi todos, los más relevantes, ya no están. Otros siguen en segunda línea. Algunos de éstos, tras una trayectoria siempre pegada al poder buscan, ahora, hacer el partido más simpático. Pero no se trata de eso. Es algo más serio aunque debe tenerse muy presente que hay ciudadanos que votan en función de sentimientos y percepciones emocionales tanto respecto del líder y su equipo como del partido en sí.

Por ello, junto al debate sobre ideas y liderazgos, debe hacerse en este Congreso del PP, tras la segunda derrota, una profunda reflexión sobre actitudes. Sobre los dos primeros asuntos, nada se hizo en el cónclave anterior y menos sobre estas últimas. Cuando entonces la persona con mejor proyección pública, el alcalde de Madrid, Alberto Ruiz-Gallardón, dijo simplemente: «Hemos perdido las elecciones. Algo habremos hecho mal», calló sobre él una catarata de descalificaciones oficialistas.

Otros hicimos constante reflexión sobre ello. Las páginas de EL MUNDO me acogerían en estos cuatro años abundantes artículos de opinión como, entre otros, Mirando al centro y al futuro (Parte I y II), A la tercera España o El PP y el valor de los matices, escribiendo sobre moderación, necesidad de diálogo y de búsqueda de consensos sin renunciar a principios. Ello, sumado a mi posición crítica públicamente sobre la guerra y el desastre de Irak, alentaría la fobia de algún dirigente parlamentario recientemente prejubilado y me decidiría a retirarme de la política activa a mi profesión donde estoy feliz. Entre otras razones, porque hay más humanidad y autenticidad, lo cual no abunda mucho en los estamentos políticos. Es asimismo un reto aspirar a que estas dos cualidades puedan darse algo más en esta noble actividad pública donde hay, también, personas de grandes cualidades. Ahora, tiempo después, algunos consideran que el camino que algunos trazábamos es la línea a seguir. Me alegro.

La deseable unidad de un partido no puede conllevar sólo silencios y aplausos tan entusiastas como (a veces) cínicos, sino también promover, sin miedos, un mínimo pluralismo y debate abierto a las críticas. Son legítimas las aspiraciones, las ambiciones políticas y hasta, si se mantiene un mínimo respeto, las fobias personales a quienes marcan senderos y tendrán relevancia. Pero, ahora, para el PP ese debate y reflexión pendientes deben tener por centro lo que antes calificaba como actitudes. Tres son las fundamentales: la credibilidad, la ilusión y el futuro.

En política, es vital inspirar credibilidad. Ello ha de basarse en la cercanía y la confianza. Resulta esencial valorar cuál ha sido la trayectoria seguida. Hay personas con buenas ideas o propósitos pero si su actuación y su equipo no se han caracterizado por una línea coherente y fiable, no tendrán buenos resultados. Es legítimo y necesario a veces modificar estrategias si no fueron exitosas. Esto no sería incompatible con la credibilidad si se admitiese con naturalidad que no se acertó anteriormente, no se dan giros muy radicales en temas capitales y se muestra generosidad.

En segundo lugar, la capacidad para crear y transmitir ilusión. Ello no se consigue sólo hablando de ella o haciendo una campaña publicitaria y de imagen. El fenómeno Obama se basa en la idea de cambio generador de expectativas positivas por sí mismo no sólo basadas en las incapacidades del contrario. España necesita ilusión y precisa que se refuerce eso y no quede en palabras huecas o anuncios efectistas bien pagados a los publicistas oficiales.

La tercera clave es la proyección de futuro. Hay quienes representan un pasado positivo pero no llegarían lejos sin poder afirmar con toda la legitimidad y convicción «soy y somos el futuro» sin que nadie se ría o quede perplejo. La primera persona en singular es importante, pero es especialmente relevante el «nosotros» entendido como equipo y, sobre todo, como acto de implicación colectiva de la sociedad, donde los ciudadanos (el yes we can del discurso de Obama) se sientan verdaderos protagonistas de los cambios. El dinamismo es vital y un partido no puede anclarse en postulados de hace 15 años. Siempre me resultó curioso y paradójico que en el anterior régimen se calificasen a sí mismos como «inalterables y permanentes» los principios fundamentales del Movimiento (sic). Lampedusa hizo inmortal aquella frase de que «algo cambie para que todo siga igual». Deseo que no sea así en este caso.

Ahora, recién llegado el verano, Mariano Rajoy quiere tomar definitivamente un rumbo propio que, sin romper los principios básicos, supone que no todos tengan la categoría de dogmas inmutables, como el de la confrontación por sistema que antes se siguió. En esa nueva fase le acompañan algunos valores de otra época junto con rostros atractivos y emergentes, como la nueva secretaria general María Dolores de Cospedal. Bienvenida ahora la siempre necesaria integración. Aunque deberían hacerse más esfuerzos para atraer a personas nuevas que aporten aire fresco.

Ha llegado para el PP una nueva etapa. En ella, en el núcleo fundamental del equipo que el líder encabeza, debe haber ideas y convicciones (no confundir con las estrategias) claras y cohesionadas, pero también abiertas y plurales, como nuestra sociedad lo es. Pero también y especialmente ha de responder a las actitudes de credibilidad, ilusión y futuro.

Jesús López-Medel, presidente de la Comisión de Derechos Humanos, Democracia y Ayuda Humanitaria de la OSCE, y ex diputado del Partido Popular por Madrid.