Credulidad culpable

Como se suele decir en estos casos, “las imágenes dieron la vuelta al mundo”. Las de Reuters que en las últimas semanas lo hicieron fueron las de las personas congregadas el pasado 10 de octubre en el paseo de Lluís Companys, ante el parque de la Ciudadela de Barcelona, aguardando, expectantes, la proclamación de la República Catalana Independiente por parte del entonces president de la Generalitat. La oportunidad de dichas imágenes radicaba precisamente en el hecho de que eran dos, tomadas con unos pocos segundos de diferencia (ocho, para ser exactos), lapso de tiempo en el que se materializó la largamente anunciada “decepción de los independentistas de buena fe”. En una de ellas podía verse, en la primera fila de la multitud agolpada, una mujer que, tras escuchar la inicial declaración de independencia por parte de Puigdemont, alzaba los brazos y gritaba entusiasmada, al igual que la amiga que estaba a su lado. En la siguiente foto de la secuencia, la misma mujer parecía preguntarse con su gesto de perplejidad por el motivo de la suspensión de la independencia recién anunciada, mientras que su amiga tenía ya la cabeza gacha, en gesto de abatimiento, mientras juntaba sus manos como si hubiera empezado a rezar con recogimiento.

Credulidad culpableLa verdad es que la expresión entrecomillada (“independentistas de buena fe”) nunca me ha terminado de convencer. En primer lugar, porque sugiere la existencia de un impreciso y opuesto “independentistas de mala fe”, que parece dar a entender que la bondad o maldad del independentismo gravita sobre —y depende de— la buena o mala fe de sus defensores. Pero conviene no precipitarse en considerar poco menos que obvio lo que tal vez diste de serlo, porque, en efecto, ¿acaso alguien utilizaría —al menos con la desenvoltura y profusión con la que se hace en relación con los independentistas— la expresión “liberales de buena fe”, “socialdemócratas de buena fe” o cualquier otra similar? ¿Por qué entonces en el caso que venimos comentando nos parece tan normal?

Quizá porque, por más que se empeñen en negarlo tanto ERC como algunos intelectuales exquisitos que parecen encontrar muy vintage a la CUP, el independentismo es una forma exasperada del nacionalismo y para éste el elemento clave que todo lo justifica es el sentiment. De ahí que, desde su punto de vista, no solo tenga sentido sino que incluso resulte pertinente distinguir entre calidades del mismo, no habiendo nada que objetar ni criticar a quien pueda acreditar que el sentimiento que le embarga es noble. ¿Acaso no es a esto a lo que apela reiteradamente Oriol Junqueras al referirse a los suyos en términos de “bona gent”, como si pertenecer a tan bondadoso grupo (y, por tanto, albergar buenos sentimientos) garantizara sin la menor duda la verdad y el acierto de la propia posición?

Pero, ¿efectivamente es así? ¿Nada cabe exigir al ciudadano independentista por el mero hecho de que se acoja a la bondad de sus sentimientos? ¿No tiene sentido reclamarle lo mismo que se le reclama a cualquier otro ciudadano de cualquier ideología, esto es, un mínimo de responsabilidad y de exigencia crítica con sus representantes políticos? Intentemos descender a casos particulares y formular preguntas algo más concretas para ilustrar lo que estamos diciendo: ¿qué pensarían ustedes de ese ciudadano británico que votó a favor del Brexit, persuadido según él por los datos que le había presentado Nigel Farage, en el caso de que declarara, tras conocer la falsedad de los mismos, que mantendría igual el sentido de su voto si se repitiera el referéndum? Cualquier cosa menos que es un antieuropeísta “de buena fe”, engañado por unos políticos tramposos. Lo que en un primer momento hubieran tendido a considerar una credulidad inocente, muy probablemente ahora pasarían a juzgarlo como una credulidad culpable.

Apliquemos este mismo esquema al caso de Cataluña. Tal vez a estas alturas lo que deberíamos plantearnos, más que el escándalo que supone que los medios de comunicación públicos (con la impagable ayuda de algunos privados, regados con generosas subvenciones) se lanzaran, de manera desatada, a la intoxicación, es el hecho de que exista un sector no pequeño de la ciudadanía catalana que recibe complacida y sin el menor atisbo de crítica tales mensajes.

Dicha ciudadanía no parece haber reaccionado ante las mentiras de nuestros Farage locales. Por citar las más recientes: quienes reiteraban que era cosa de la campaña del miedo instigada desde Madrid pensar que la independencia de Cataluña podía provocar la marcha a otras zonas de España de empresas y grandes bancos han quedado rotundamente desautorizados. Igual que han visto desautorizado sin matices su anuncio de que, en el supuesto de que se montara en Cataluña “un gran pollo” (expresión literal de Artur Mas), Europa se vería obligada a intervenir. El paralelismo con lo planteado en el párrafo anterior es claro: si el ciudadano que decía basar en tales tesis su convencimiento independentista no lo somete a revisión al comprobar que aquellas se han visto falsadas, tenemos derecho a preguntarnos si, lejos de haber sido sorprendido en su buena fe, también de él podemos predicar una credulidad culpable o, si lo prefieren, una decidida voluntad de autoengaño.

En su intervención del pasado 10 de octubre en el Parlament de Cataluña a la que empezamos aludiendo, Carles Puigdemont —se diría que poniendo la venda antes de la herida— hizo referencia, con énfasis, a todo aquello que, según él, no son los independentistas. “No somos unos delincuentes, no somos locos, no somos golpistas, no somos abducidos”, fueron sus palabras textuales. Y, a continuación, tras pronunciarlas, llevó a cabo uno de los mayores dislates en sede parlamentaria de los que se tiene memoria (que provocó que el Gobierno central se viera obligado a reclamarle una aclaración hermenéutica), dislate solo comparable a los vaivenes que protagonizó, dos semanas después, anunciando y rechazando elecciones autonómicas anticipadas con pocas horas de diferencia.

Tal vez sea cierto que los independentistas en general y el ya expresident de la Generalitat en particular no merezcan los adjetivos que este último rechazaba en su intervención parlamentaria. Pero, en todo caso, tanto los primeros como el segundo se harán acreedores (o no) de una determinada caracterización no en función de sus declaraciones sino de sus actos. A fin de cuentas, el modo en el que cada cual gusta de caracterizarse a sí mismo tiene un valor francamente relativo. ¿O es que alguno de los fanáticos que ustedes puedan conocer admite que lo es? Los que yo encuentro a mi alrededor más bien presumen, incluso ostentosamente, de su lucidez. Quizá la clave del asunto radique en que lo que define al fanatismo no es el completo abandono de la razón, como con demasiada frecuencia se tiende a creer, sino un uso perverso y torcido de la misma.

Manuel Cruz es catedrático de Filosofía Contemporánea en la Universidad de Barcelona y portavoz del PSOE en la Comisión de Educación del Congreso de los diputados.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *