Creer en el mundo externo

La bondad no es un elemento para la jerarquía ni un derecho, sino un complicadísimo concepto moral. Me explico. Hace un par de años mi familia me invitó a viajar a la Fundación Vicente Ferrer y yo comencé por decir que no iba. No me voy a sentir a gusto, pensé: me parece un acto de complacencia, no me creo según qué y no estoy dispuesta a formar parte. Pero la oportunidad de viajar a la India con mi familia logró que me sumara a un viaje organizado y que accediera a pasar un tiempo en la Fundación Vicente Ferrer para conocer qué estaban haciendo.

Aunque fui a regañadientes, debo admitirlo.

Y sin embargo: me desarmaron. Mi radical protección a prueba de insípida buena fe y plano paternalismo no me sirvió de nada. Y no sé si sea complacencia, deduje, pero haber tenido la oportunidad de ver un mundo hecho así, de ver la fe absoluta en la posibilidad de una vida mejor y la construcción de seguridad encima del desamparo, resultó una experiencia única. Impagable. De modo que rendida ante la evidencia de mi ignorancia y mis prejuicios, cuando llegamos a la Fundación, fui a escuchar a Vicente Ferrer.

Temerosa de que se considerara a sí mismo un santo y de la tendencia de todos nosotros a poner unas personas por encima de otras. Por eso quise entender lo que decía en lugar de darle con simpleza la razón, de aplaudirlo. E incluso consideré inteligente mi reticencia. Aunque de nuevo quedé desarmada. Y encontré en Vicente Ferrer no solo al hombre bueno, justo y compasivo que evidentemente era, sino a alguien respetuoso y educado. Esencialmente ignorante. Esencialmente terrenal.

De nuevo me explico. La pobreza no está para entenderla, sino para solucionarla, nos dijo el exjesuita en aquella ocasión. Y yo recordé decenas de discursos que tratan de combatir una certeza así. Que tratan de blindarse contra la jerarquización del bien y que tratan de persuadirnos de nuestra tendencia a someternos a quienes consideramos más justos y más bondadosos. Discursos que en aquel momento me parecieron vacíos, cobardes, rendidos. Aunque también absolutamente necesarios. Porque si bien era cierto que la estancia en la Fundación Vicente Ferrer me había deslumbrado, había más. Ahí las palabras eran cuerpos, sí. Y las acciones, peldaños. De modo que todo lo que yo podía decir a favor y en contra de la solidaridad y también en contra de lo que en Perú recibe el nombre exacto de buenismo, no servía para nada. Vicente Ferrer tenía razón precisamente porque actuaba con amor y con ignorancia. No con estrictas convicciones, sino con la necesidad imperiosa de convencerse (convencernos) de que las cosas pueden ser distintas. Y de que eso es precisamente la fe. Y esto no lo convertía en alguien superior, sino en un trabajador infatigable con una capacidad inmensa para el amor y la esperanza. De modo que concluí que tenía razón. Tenía razón en que debemos tratar de combatir la pobreza aunque no podamos entenderla, debemos trabajar por los desfavorecidos y debemos actuar con responsabilidad y capacidad de duda. Porque esta necesidad de acción que debería ser la solidaridad bien entendida no puede sustentarse en el convencimiento, sino en la ignorancia. No puede sustentarse en nuestra convicción de lo que las cosas deberían ser, sino en nuestra esperanza al imaginar en qué podemos convertirlas. De ahí que resulte imprescindible pensar y cuestionarnos siempre cómo hacemos lo que creemos que está bien. Porque el cansancio, el relativismo y el cinismo en el que nos refugiamos para evitar la dificultad de ese pensamiento es una cobardía. Una debilidad a la que no tenemos derecho. Y porque el amor debe ser, antes que nada, una actitud crítica. Pero crítica con nosotros mismos. Con nuestra incapacidad de amar sin sospecha. Con nuestra incapacidad de entender la urgencia de la acción frente a la incomprensión de los hechos que nos indignan. Con nuestra incapacidad de escuchar y poner en duda nuestros pensamientos. Con nuestra fatiga y nuestra resignación al pensar que nada puede ser distinto. Con nuestro desconocimiento del mundo. Con nuestras certezas construidas sin los otros. Con nuestro cinismo.

Porque eso es justamente lo que tratamos de cubrir con esos discursos de la cobardía que nos esconden la responsabilidad que tenemos o que enaltecen los actos necesarios y los confunden con actos de santidad. Así que deberíamos revisar nuestros prejuicios ante el trabajo y la imaginación de los otros, y observar con voluntad de diálogo el concepto de bondad cuando trata de ponerse en práctica. El de los demás y el nuestro. Porque el hecho de que a veces la solidaridad sea contraproducente y soberbia no justifica que nos consideremos críticos, simplemente, por no creer en nada.

Nos equivocamos. Porque hacer el bien no es ser más divino que los otros. Hacer el bien es cumplir con nuestra responsabilidad. Y ni las burlas, ni nuestra capacidad de mirar hacia otro lado, ni los discursos vacíos, ni ninguna religión han sido capaces de modificar eso. Lo dijo Alejandro Rossi, recientemente fallecido, en su libro El manual del distraído: «Creer en el mundo externo, en la existencia del prójimo, en ciertas regularidades, creer que de algún modo somos únicos, confiar en determinadas informaciones, corresponde no tanto a una sabiduría adquirida o a un conjunto de conocimientos, sino más bien a lo que Santayana llamaba la fe animal, aquella que nos orienta sin demostraciones o razonamientos, aquella que, sin garantizarnos nada, nos separa de la demencia y nos restituye a la vida».

Lolita Bosch, escritora.