Crimen y castigo

La prisión permanente revisable, un oxímoron, pues si es permanente no puede ser revisable y si es revisable no es permanente, está a la orden del día, con debate parlamentario sobre si se elimina o amplía. Sucedáneo de lo que era la cadena perpetua, unos creen que viola la Constitución, que incluye la «reinserción» de los reos como uno de los objetivos de las penas. Mientras otros piensan que sus metas principales son el pago de la deuda que el delincuente ha contraído con la sociedad y evitar que vuelva a causar daño, manteniéndole apartado. Con lo que llegamos al núcleo de la cuestión; ¿qué ocurre con los delitos que desbordan en vesania todos los niveles y con aquellos delincuentes que no quieren, o pueden, ser reinsertados?

El mejor estudio hasta la fecha sobre el tema lo realizó el Dr. Samuel Yochelson, tras pasarse quince años y ocho mil horas entrevistando no sólo a presos, sino también a familiares, maestros, novias, amigos, patronos y socios en la nada fácil tarea de encontrar la causa de su comportamiento. El resultado son los tres volúmenes de The criminal personality, y no puede ser más lóbrego; el delincuente nace, no se hace. De ahí que no se rehabilite más que en casos rarísimos. La pobreza no produce la delincuencia. Muchos de los analizados venían de familias en buena posición. Prácticamente todos tenían hermanos normales. Ellos, sin embargo, eran «diferentes, con una tendencia a mentir y hurtar pequeñas cosas a partir de los cinco años». Otra de las falsas ideas es que el delincuente se especializa, uno es ladrón, otro, asesino, estafador, etc., Yochelson concluye que se trata más de una «profesionalización» por razones de comodidad o facilidad, pero que pasan fácilmente de un delito a otro. «El niño delincuente, leemos, tiende a ser despierto, hábil, inquieto, bien parecido, pegado a su madre, ansioso de lo nuevo, pero inclinado a perder pronto el interés por ello. Precoz en materia sexual y miedoso ante la oscuridad, los truenos, los relámpagos, la oscuridad y la muerte. Hacia los nueve años, este niño, por causas aún desconocidas, pierde sus miedos al mismo tiempo que sus emociones inhibitorias, junto al sentimiento de culpa o compasión respecto a los demás. Este cortocircuito emocional dominará ya toda su vida, permitiéndole conseguir por el camino más rápido lo que desea sin el menor remordimiento. Paralelamente, pierde el interés por la escuela, la familia y los juegos de equipo, excepto cuando puede dirigirlos, e incluso entonces los deja pronto, para convertirse en un solitario secretista, que elude responsabilidades. Contra la idea generalizada del «niño echado a perder por sus amistades», el niño-delincuente busca la compañía de otros, generalmente mayores, que puedan adiestrarle en la violación de las normas establecidas.

Cuando alcanza su mayoría de edad, ha llegado a la conclusión de que el mundo existe para servirle. No reconoce otras emociones y derechos que los suyos. Su ego es colosal. Se considera superior a todos y cree que puede ser lo que quiera, un gran artista, un famoso escritor, un reconocido músico, con tal de proponérselo. Sólo que no ve la necesidad de demostrarlo.

Junto a todo ello, es un superoptimista y no sólo encuentra justificación para todos sus actos, sino también cree que nunca será atrapado. Si lo es, fue mala suerte o culpa de otros. Aunque debajo de ese optimismo y autoconfianza persisten los miedos infantiles, que trata de enmascarar con un estilo de vida extravagante, coches deportivos, mujeres espectaculares, mentiras sobre sí mismo. Presentarse como médico, piloto, abogado, sacerdote incluso, es frecuente. En la práctica, está incapacitado para la vida normal, diaria, a la que desdeña. Su relación con los demás se funda en la explotación de ellos. Confía sólo en las personas que controla, y ni siquiera del todo. No tolera críticas, y en los momentos de depresión tiende a la violencia, a veces sin sentido.

El estudio advierte que el último motor de sus robos no es el dinero, ni el de sus violaciones, el sexo. En ambos casos, intenta mostrar su superioridad sobre la víctima y sobre la sociedad, de la que sabe no forma parte, sin tener claro si la culpa es suya o de ella. Muchos delitos inexplicables se explican así.

En resumen, concluye el doctor Yochelson, estamos ante un mentiroso crónico, dispuesto a cualquier cosa con tal de obtener lo que desea, maestro en la autojustificación, convencido de que su actividad tiene que ser admitida, y adamantino en cuanto a un cambio de vida.

De ser verdad sólo una mínima parte de lo que el estudio asegura y demuestra con cifras, el entero sistema de rehabilitación puesto en marcha en Estados Unidos y otros países occidentales durante las últimas décadas descansa sobre bases falsas. «El delincuente profesional –escribe el doctor Yochelson– no puede ser rehabilitado. En el mejor de los casos, habilitado». Para ello, lo primero es hacerle responsable de todos sus actos, incluidos los mínimos. El programa que emprendió con su colega el Dr. Samernof, bajo los auspicios de las autoridades neoyorquinas, comenzaba con la confrontación del delincuente dispuesto a seguirlo con sus verdaderas alternativas: o cambiaba de arriba abajo, no sólo su actitud externa, sino también la estructura interna de su «personalidad criminal», o seguía como hasta entonces. La única tercera alternativa era el suicidio, al no haber términos medios.

El plan de habilitación era riguroso. Comenzaba por convencer al delincuente de que era «alguien ordinario», del montón. Y, por lo pronto, tenía que cumplir escrupulosamente con las obligaciones de las personas ordinarias –llegar en punto al trabajo, no usar drogas, no abusar del alcohol, no tener sexo extramarital, ser amable con los demás, etc.– vigilándose de cerca cada paso que daba. Una brusca contestación ya era considerada motivo de alarma. Alguno lo calificó de «carrera de santidad».

Surtió efecto en unos treinta hombres, aunque sólo nueve de ellos pudieron considerarse totalmente rehabilitados. Yochelson admite que ese porcentaje se mantendrá cuando el programa se amplíe. Muy pocos serán capaces de alcanzar el grado de «disgusto consigo mismo» que se necesita para cambiar radicalmente la personalidad y, con ella, de conducta. Al resto, el investigador de la delincuencia sólo puede ofrecerle «una vida de confinamientos periódicos en las mejores condiciones humanamente posibles», que pueden convertirse en una pérdida total de la libertad, «sin que la sociedad deba sentir remordimiento». No es la pobreza o las injusticias sociales, o desequilibrios mentales tratables, lo que produce el delincuente, que nace, no se hace, y ni siquiera la amenaza de la cárcel le frena porque, sencillamente, no cree que será atrapado. Si se le encarcela, es para impedir que siga lesionando el cuerpo social y, tal vez, darle una oportunidad, de ocurrir el milagro. Pero sin hacerse ilusiones.

El día en que nuestro Congreso debate la prisión permanente revisable, me parece una reflexión oportuna. Y fría.

José María Carrascal, periodista.

1 comentario


  1. Las penas tienen tres finalidades:
    - La retribucionista: pagar por lo que has hecho,
    - La ejemplificadora para los demás y
    - La de reinserción, dentro de nuestra moral cristiana de perdón cuando estás arrepentido.
    La de prisión permanente, revisable cumple perfectamente con esa triple finalidad.

    Responder

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *