Criminales que gobiernan las calles (y las cárceles) de América Latina

Delincuentes hispanoamericanos pertenecientes a maras
Delincuentes hispanoamericanos pertenecientes a maras

En América Latina ha habido y, hay, muchos malos gobiernos. Los indolentes que sólo han gobernado para unos pocos. Los tiranos que han aplastado sin miramientos a su población. Los corruptos que sólo han gobernado para su propio lucro. Y hasta los ineptos, esos que han conseguido echar por la borda los pocos avances de algunos países. Cada uno puede inscribir sus favoritos en cada categoría.

Pero, además de los gobiernos elegidos en las urnas con mayor o menor transparencia, hay otros gobiernos criminales, establecidos por la fuerza, que dictaminan la vida de millones de ciudadanos latinoamericanos. Gobiernos al margen de la ley que sentencian, que gestionan y que, paradójicamente, también proveen y protegen.

Lo primero que debemos preguntarnos es qué es lo que se supone que debe hacer un gobierno legítimo con el poder que le otorgan los ciudadanos. La literatura clásica dice que el Estado moderno se caracteriza por ostentar el monopolio del uso de la fuerza, por el control de la seguridad, por el cobro de impuestos, la provisión de políticas públicas y la gestión de la vida cotidiana y sus conflictos. Por supuesto, todos los Estados tienen carencias ante el modelo ideal. Sin embargo, en América Latina, la región sin guerras mas violenta del planeta, estas carencias tienen un matiz más complejo.

Las dificultades históricas de los Estados para controlar no sólo militarmente, sino también administrativamente, grandes partes del territorio, o para procurar servicios de calidad, incluso a pocas manzanas de los opulentos palacios presidenciales, ha propiciado que poderes de facto ocupen los vacíos o compitan por los atributos que se suponen monopolio del Estado.

En Centroamérica, las famosas maras no sólo controlan barrios enteros, sino que son capaces de imponer tasas de violencia como mecanismo de presión a los gobiernos. El éxodo de ciudadanos del triángulo norte hacia otros países evidencia que, para algunos, la única forma de escapar a ese control es emigrar.

Otra imagen clásica es la de las favelas de Río de Janeiro, de las que periódicamente vemos imágenes de redadas militares y policiales como si de una guerra se tratara. El ejército se despliega con alarde de violencia para retomar el control de un territorio que le es ajeno desde hace mucho. En mayo de 2021, un solo operativo dejó 25 muertos. La violencia de las fuerzas de seguridad estatales termina por convertirse en un insumo para las bandas.

El Medellín de hoy, mucho más pacífico que en tiempos de Pablo Escobar, alberga unos 350 combos que sirven de base operativa a las grandes bandas organizadas. Su papel es controlar el territorio y conservar el control de las rentas generadas por los negocios ilícitos y extorsivos.

En México, durante la pandemia, los carteles repartían alimentos a las familias. No es altruismo. Es una demostración de que su poder va mucho más allá del crimen. Son capaces de competir con el Estado más allá de la violencia y ganarse el favor popular en un país en el que unos 70 millones de personas viven en la pobreza.

Los gobiernos criminales no sólo controlan las calles. También mandan dentro y desde las prisiones, que se han convertido en sus particulares centros de gobierno. Quizás el caso más reciente y sangrante sea el de los recientes motines en cárceles ecuatorianas. Las propias autoridades del país han reconocido que las bandas criminales son una amenaza con un poder igual o superior al Estado.

En este caso, los presos se hicieron fuertes frente a la policía y ejecutaron una bárbara matanza de rivales que acabó con 118 muertos. No les faltaron armas ni móviles con los cuales hacer virales los vídeos de los asesinatos.

No es el único penal tomado por el crimen. La cárcel Modelo de Bogotá se convirtió durante años en un centro de desaparición forzada de personas que eran llevadas desde el exterior para ser asesinadas y desaparecidas dentro de los muros del edificio que se supone mejor vigilado de la ciudad. Un modelo de fracaso estatal.

Resolver este problema es bastante más complejo de lo que parece. En primer lugar, por el poder de las bandas, fruto de sus rentables actividades criminales (pero también de sus inversiones en la economía lícita).

En segundo lugar, por la corrupción que dinamita desde dentro el poder del Estado.

En tercer lugar, por la incapacidad de los sistemas judiciales para superar la impunidad, que es superior al 40% en casi toda la región y que en algunos países, como Honduras, roza el 60%.

En la búsqueda de soluciones rápidas, muchos gobiernos han privilegiado la mano dura y el punitivismo. La persistencia del poder criminal demuestra que esas medidas no funcionan. Ni desmontan los aparatos criminales, ni disminuyen la impunidad, ni mejoran la situación de seguridad. Por el contrario, tensionan los sistemas penitenciarios al llevar al límite las cárceles, mientras dejan victimas por sus excesos y laceran la confianza ciudadana en las instituciones democráticas.

Quizá el mayor de los problemas sea el de los sistemas de adaptación que se han generado con el tiempo entre gobiernos democráticos y gobiernos criminales. Esto no supone necesariamente que haya complicidad entre ambos, pero sí que las estructuras criminales se adaptan a los movimientos y acciones del Estado mientras aprovechan sus contradicciones y carencias. El Estado legítimo, entonces, convive con esos poderes. Algunos, incluso, puede que le resulten útiles. Con otros, entra en disputa. Con otros, negocia. En otros casos, incluso comparte tareas.

¿Qué hacer cuando el principal responsable de la inseguridad y del cuestionamiento al Estado es quien gestiona la vida cotidiana de los ciudadanos? ¿Y cuando esos ciudadanos reconocen su poder e incluso desconfían del Estado democrático? ¿Cómo romper las dinámicas que permiten a los criminales adaptarse a la acción de los Estados y sobrevivir?

No es fácil responder a estas preguntas. Es más, si alguien plantea soluciones rápidas, lo más recomendable es desconfiar.

Sin embargo, urgen respuestas. La inseguridad condiciona la vida de la mayor parte de los latinoamericanos, afecta a la economía, limita las expectativas y es uno de los mayores lastres para el desarrollo. Quizás los encendidos debates sobre el pasado de la región tendrían que dar paso a una discusión profunda sobre cómo acabar con el poder de los criminales en el futuro. Sobre las políticas que funcionan. Sobre el fortalecimiento de instituciones indispensables que garanticen el control de la criminalidad y sobre la necesaria cooperación transnacional para enfrentarla. Eso sí que podría cambiar el curso de la historia.

Erika Rodríguez Pinzón es doctora en Relaciones Internacionales, profesora de Ciencias Políticas de la Universidad Complutense de Madrid y coordinadora de América Latina en la Fundación Alternativas.

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