Crisis, agitación callejera y respuestas desacertadas

Persisten aún algunos de los efectos más devastadores de la crisis económica (la mareante cifra de parados que afecta especialmente a la juventud) y asistimos, asimismo, a una seria crisis institucional («desobediencia» política y jurídica de Cataluña en su quimérico camino a la secesión), lo que hace dudar de que la soberanía nacional resida realmente en el pueblo español.

Además, los ciudadanos vemos asombrados que no se ha reducido lo suficiente la elefantiásica estructura de las administraciones públicas, incluidos los numerosos asesores políticos nombrados a dedo. Por lo cual, los políticos, a pesar de que son los que administran lo del pueblo, no han soportado la crisis en la misma medida que los sectores más desfavorecidos de la población.

Finalmente, han fallado estrepitosamente los mecanismos de control de la economía, dando lugar a una galopante corrupción de una parte la clase política y de los dirigentes de algunas instituciones financieras. Y todo ello con una irritante sensación de impunidad: apenas se exigen responsabilidades y cuando hay un condenado jamás devuelve lo que se ha llevado.

Cuanto antecede ha provocado un legítimo descontento popular que ha sido canalizado por los grupúsculos antisistema para «justificar» la violencia callejera como expresión de la ira de un pueblo que se siente maltratado y abandonado por sus dirigentes políticos preferidos: los integrantes de los dos partidos mayoritarios.

Esta agitación callejera ha conseguido socavar el poder legítimo de la autoridad institucional (ejemplos de bochornosa claudicación ante los disturbios callejeros son las paralizaciones de las obras en el barrio Gamonal de Burgos y del derribo del edificio de Can Vies en Barcelona). Y lo que es peor, ha originado ciertas modificaciones legislativas que pueden atentar contra el interés general. Me refiero, en concreto, a ley 1/2013, de 14 de mayo, de «medidas para reforzar la protección a los deudores hipotecarios, reestructuración de deuda y alquiler social».

Desde su celebración, los contratos obligan al cumplimiento de lo pactado. Por eso, lo normal en la ejecución del contrato es que las obligaciones de las partes se extingan por su cumplimiento. El «incumplimiento» es, en sí mismo, un acontecimiento no muy usual, una circunstancia anómala que altera la vida del contrato. Pues bien, si en general es importante que cumpla el deudor, en el ámbito bancario lo es todavía más. La actividad principal del negocio bancario es «intermediar» en la circulación del dinero: los bancos captan dinero de los ciudadanos a cambio de un interés y lo prestan después a los que lo precisan, cobrándoles un interés superior al que les pagan a sus depositantes. En la diferencia entre lo pagado por el dinero captado y lo cobrado por el dinero prestado reside una parte de los ingresos del banco.

Así las cosas, es evidente que los depositantes de dinero –una gran parte del pueblo– tienen una posición contrapuesta a la de quienes lo piden prestado. Para los depositantes, es esencial que el banco remunere sus fondos, y para ello es imprescindible que los que piden dinero prestado lo devuelvan con el interés correspondiente. Porque si los que obtienen dinero a crédito no lo devuelven, el banco tendrá menos dinero para prestar y la multitud de ahorradores que tienen depositados sus fondos en él correrán el riesgo de perderlos.

Es verdad que la crisis económica afectó gravemente a la capacidad de cumplimiento que tenían los deudores de préstamos hipotecarios. Y también lo es que había que adoptar alguna medida coyuntural para que sufrieran lo menos posible en el caso de una ejecución hipotecaria. Pero dada la especial sensibilidad de la actividad bancaria, en tanto que centro de propulsión del sistema financiero, había que medir cuidadosamente cada paso, porque lo que beneficia al deudor incumplidor es posible que pueda perjudicar al propio sistema financiero.

Esto es lo que ha sucedido con la citada la ley 1/2013, cuyos cambios más significativos respecto a la legislación anterior son los siguientes: antes el impago de una sola cuota abría el procedimiento ejecutivo, ahora hay que dejar de pagar tres cuotas; antes en la subasta de un bien ejecutado si no concurría ningún postor (cosa habitual cuando el acreedor era un banco) se lo adjudicaba el banco aproximadamente por 50% del tipo de subasta, mientras que ahora si es la vivienda habitual del deudor la adjudicación se debe hacer por un 70% o un 60%. Y conviene advertir que el «tipo de subasta» queda fijado en la escritura de préstamo, es una cifra inalterable, y casi dobla el importe prestado para que el banco pueda resarcirse de todos los gastos de la ejecución (sobre todo intereses y costas).

La diferente regulación y, sobre todo, la retroactividad de la ley que se aplica a préstamos pactados de acuerdo con la legislación anterior están dando lugar a casos reales como el siguiente.

Se firmó un préstamo hipotecario en 2004 por importe de 176.200 € a pagar en 30 años. El tipo de subasta quedó fijado en 316.279 €. La ejecución se inició en 2012, reclamándole al deudor 151.000 €. Al ser su vivienda habitual, el banco se adjudicó el inmueble por 189.767 € (al 60% del tipo de subasta), una cantidad muy superior a la reclamada (151.000 €), que supera el valor real de inmueble adjudicado e incluso la cantidad prestada, 176.200 €. El total de la deuda ascendió (con costas e intereses) a 180.767 €. Pero –y esto es lo sorprendente– como el banco se adjudicó el piso en 189.767 €, tuvo que entregar en metálico al deudor los 9.000 € de diferencia entre el importe de la adjudicación (189.767 €) y la suma de la deuda y los gastos (180.767 €). A esto hay que añadir que el incumplidor vivió en el inmueble como mínimo unos ocho años (según la nueva ley, podía habitarla dos años más gratis), y devolvió solamente unos 28.000 € de los 176.200 que le prestó la entidad bancaria.

Está muy extendida la idea de que los bancos lo aguantan todo, pero proteger tanto a los deudores en detrimento de los demás interesados (los depositantes, los accionistas de los bancos, entre otros) va en contra del interés general a poseer un sistema financiero eficiente.

José Manuel Otero Lastres, catedrático y escritor.

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