Crisis alimentarias y ciencia

Más de la mitad de las disposiciones, legislativas o ejecutivas, que han de sancionar o aprobar las administraciones públicas tienen que basarse en una ciencia sólidamente fundamentada. A estas alturas de la historia, el conocimiento científico es una referencia esencial para la gestión pública. No es la única, desde luego, la ética de los gobernantes para tomar decisiones; para elegir -acertando- el asesoramiento experto es igualmente esencial. Como muchas veces las propuestas de la ciencia no son definitivas ni inequívocas, el gobernante debe escoger y, desde luego, responsabilizarse de la elección efectuada.

Lo vemos continuamente con la evolución del Covid en estos días, pero ahora quiero referirme a otro episodio de actualidad: un ministro del Gobierno de España acude al Reino Unido para denunciar la calidad de las exportaciones alimentarias de su propio país. Ello supone denunciar que el Gobierno del que forma parte -con competencias en la regulación del comercio exterior-, así como diversas administraciones autonómicas españolas, están incumpliendo sus propias leyes. No calificaré políticamente esta conducta -que está siendo analizada en sus ámbitos correspondientes-; mi aportación se basa en la ciencia y la sanidad.

Nuestro marco legal, sanitario y alimentario recoge todo un conjunto de exigencias sobre la calidad de los alimentos, así como las prácticas agropecuarias en las que se basa su producción. Los profesionales veterinarios gozan de una excelente reputación (somos incluso país de formación de muchos veterinarios de otro países de la Unión Europea). Cada vez se esfuerzan en basar su actividad en el concepto ‘One Health’ (salud global animal y humana). Otros muchos profesionales de la ingeniería agronómica han puesto nuestros niveles de producción agroalimentaria en estándartes excelentes. Y, para no ampliar más esta relación, mencionemos también a tantos profesionales como nuestros agricultores que, sea por tradición familiar o por vocación reciente, trabajan nuestro campo, en un esfuerzo emprendedor que sostiene el agro español en medio de crecientes dificultades.

El marco legal -autonómico, nacional y comunitario- les obliga a todos ellos a unas prácticas correctas, que se van mejorando y que en caso de incumplirse serán objeto de sanción. Justa es la fama de España como tierra de buenos alimentos que son fuente de salud, formando parte de una dieta que goza de excelente reputación. Los productos cárnicos ocupan un lugar destacado entre ellos.

Pues bien, en el Reino Unido, donde el citado ministro ha acudido a denunciar sin fundamento su propia culpa como garante del consumo, se gestó una crisis alimentaria de enormes proporciones para la ganadería, que las autoridades británicas negaron irresponsablemente durante bastantes años en cuanto a sus consecuencias para humanos. Se inició en la segunda mitad de los ochenta, culminando con terribles consecuencias para los seres humanos que fueron afectados, la llamada encefalopatía espongiforme bovina (EEB), al consumir carne de vacuno criado en sus granjas de ganadería intensiva. Aunque por su edad el aludido ministro fuera un joven a finales del pasado siglo, creo que nada le exime -asesores y equipo tiene por doquier- de conocer que fue precisamente el Reino Unido el que provocó la crisis de la EEB, la que desde entonces es conocida como ‘crisis de la vacas locas’.

Los científicos británicos, de extraordinario nivel y competencia, comenzaron ya en 1986 a diagnosticar cabezas del ganado vacuno que padecían un extraño mal. Comenzaba con síntomas neurológicos como falta de coordinación, problemas para caminar y levantarse, comportamiento agitado y nervioso. Se trataba de una enfermedad producida por un prion, similar a la enfermedad de Creutzfeldt-Jacob, verdaderamente devastadora para las personas afectadas. Un prion ni siquiera es un virus, es una proteína con la conformación cambiada, que se torna infecciosa pues provoca el mismo cambio en las proteínas iguales del organismo al que infecta.

La industria cárnica británica había intensificado su industrialización. Se había desarrollado el procedimiento a escala industrial, para reciclar todos los residuos de casquería convirtiendo huesos con su médula, así como intestinos y otras vísceras, en un producto desecado, ‘harina de carne y hueso’, para añadir al pienso que se suministraba como alimento al ganado vacuno. No deja de sorprender el conformismo con que se aceptó el uso de estas harinas, las temperaturas de tratamiento del material eran elevadas para destruir bacterias y virus, pero no priones. Este producto que convierte a los bovinos en caníbales de sus propios congéneres se exportó profusamente, incluso después de prohibir su uso a mitad de los 90 en Gran Bretaña.

El desarrollo de encefalopatía en vacunos necesitaba entre cuatro y seis años para desencadenar la ‘locura de la vaca’. El avance científico permitió pronto diagnosticar animales enfermos, y ya en 1993 se habían identificado y sacrificado 123.000 reses afectadas de EEB. Cuántas más hubo y pasaron a la cadena alimentaria humana es algo que no podemos saber. La referencia científica era clara: había que preocuparse de que el ser humano que consumía esas carnes pudiera infectarse y padecer una encefalopatía de evolución en varios años con sus terribles consecuencias.

En esta situación, el Gobierno británico se mantuvo firme largos años: «La ternera británica es totalmente segura, no hay riesgo de EEB para humanos». Entre mis experiencias profesionales está el formar parte del grupo de expertos que integraban el Comité Científico de Alimentación de la Unión Europea. En una sesión de 1996 se nos presentó un informe por oficiales del Gobierno que aseguraba que no había riesgo de transmisión de la EEB a humanos, y que en cualquier caso se ponían todos los medios para corregirlo en caso de que existiera. Todo ello fue contestado con energía por alguno de los colegas expertos del comité, como los alemanes. Bastaron para que una revista médica líder publicara las autopsias de veinte afectados que habían muerto con su cerebro espongiforme.

La crisis alimentaria de las vacas locas se convirtió en crisis europea con extensiones a otros continentes. Más de 220 personas (la mayoría en el Reino Unido) murieron con el terrible cuadro de la infección priónica. Constatemos que en España no pasaron de cinco casos en humanos, casi todos importados, y que la tarea del ISCIII y del centro que dirige el profesor Badiola en la Universidad de Zaragoza y otros contribuyeron a un eficaz control de los pocos animales afectados para evitar su paso a la cadena alimentaria. Las lecciones de todo ello son claras. La gestión pública alimentaria y sanitaria ha de caminar de la mano del conocimiento científico. Los gobernantes tienen que saber recabar el mejor asesoramiento experto, actuar y olvidarse de proclamas radicales.

César Nombela es catedrático y académico de la Real Academia Nacional de Farmacia.

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