Crisis americana, crisis global

Como es bien conocido, la crisis financiera que se inició en Estados Unidos ha tenido en estos últimos días un agravamiento dramático, debido a la entrada en concurso de acreedores de Lehman Brothers, a la precipitada venta de Merrill Lynch al Bank of America y a la delicada situación financiera de AIG, el primer grupo asegurador de ese país. Todo ello se ha unido a la venta hace unos meses de los bancos Bear Stearns e Indymac; a la intervención durante la pasada semana de los gigantes hipotecarios Fannie Mae y Freddy Mac y a la mala situación de otras varias entidades financieras de ámbito nacional o regional. Muchos, además, piensan que no serán éstas las últimas víctimas de la hecatombe y que, a la lista ya conocida, se sumarán pronto nombres de igual o mayor relieve que los anteriores. En tales circunstancias, Wall Street y los restantes mercados de capitales del mundo reflejaron el pasado lunes estos hechos con caídas en sus índices que en casi todos los casos han sido de más de un 4%.

Lehman Brothers había emitido instrumentos de crédito por más de 600.000 millones de dólares, que están esparcidos por todo el mundo y que casi nadie espera, pensando con optimismo, que se valoren por encima de un 60 o un 70% de su nominal, aparte de que tardarán en liquidarse al estar sometidos a un procedimiento concursal. Esos instrumentos, como todos los que tienen su origen en las hipotecas subprime, introducirán pérdidas cuantiosas en los balances de muchas empresas e instituciones financieras, pudiendo forzar a algunas de ellas a seguir el mismo camino del concurso de acreedores, lo que acrecentará la situación depresiva. Por su parte, el FMI ha tenido que reconocer que, en contra de sus previsiones de hace tan solo unos meses, lo peor no ha terminado aún de pasar.

No es de extrañar que, con ese panorama a la vista, el pánico y la desconfianza estén apoderándose de los mercados y que cada vez resulte más difícil evitar una auténtica estampida, que empeoraría aún más la situación actual. No puede descartarse, por tanto, un temible efecto dominó de gravísimas consecuencias para los sistemas financieros del mundo, quizás como nunca antes se había conocido desde la mítica crisis de 1929. Para evitar o atenuar ese efecto, la FED, el Banco Central Europeo y el Banco de Inglaterra, entre otros, han instrumentado una generosa lluvia de liquidez el mismo lunes pasado, para apuntalar sobre la marcha los mercados de capitales. Además, la Reserva Federal ha anunciado que está dispuesta a admitir una más amplia gama de activos como garantía de los préstamos que concede a los bancos, con lo que quizás de hecho se amplíe la posibilidad de endosar a la FED activos de menos calidad a cambio del ansiado dinero líquido. Y un grupo de importantes bancos han decidido constituir un fondo de 70.000 millones de dólares para hacer frente a las más inmediatas necesidades de liquidez de cualquiera de ellos.

Todas esas medidas pueden, sin duda, atenuar algunos de los daños que está generando la crisis, pero no todos ni mucho menos. En primer término, porque la crisis financiera tuvo su origen en la crisis del sector inmobiliario americano, ante la imposibilidad de unos deudores nada solventes para hacer frente a sus compromisos hipotecarios en cuanto subieron los tipos de interés y descendió el precio de las viviendas. El sector inmobiliario tardará en recuperarse en casi todo el mundo, pues son muy abundantes las viviendas no vendidas e, incluso, las que la crisis ha sorprendido en proceso de construcción, por lo que la crisis se alargará. En segundo lugar, porque la crisis financiera se ha traducido, como es lógico, en importantes dificultades crediticias para el resto de la economía, dificultades que han frenado los procesos de inversión y de consumo, han desacelerado la producción de todo tipo de bienes y servicios y han aumentado el paro, con la consiguiente reducción de la renta disponible de muchos ciudadanos. Estas consecuencias tardarán también bastante en superarse. Los daños de la crisis financiera a la economía real son, por tanto, cuantiosos, y sólo podrán superarse algún tiempo después de que finalice la propia crisis financiera.

Pero superar la crisis financiera posiblemente exija la adopción de otras muchas medidas. Quizás el mayor riesgo estribe ahora en la generación de alguna onda de pánico mundial que produzca una auténtica estampida en los mercados, como la que hemos tenido cercana en estos días y aún no debe darse por superada totalmente. Para alejar ese miedo a episodios que pongan en grave peligro el sistema financiero mundial, los acuerdos a que parecen haber llegado en estos días la FED, el BCE y algunos otros Bancos centrales para intervenir en los mercados y suministrar puntualmente liquidez deberían explicitarse y generalizarse de modo claro y bien visible. Los Gobiernos de los países más industrializados quizás deberían también extender esos acuerdos hasta un cierto nivel de solvencia de las entidades financieras. Es posible que una acción de ese tipo tuviese consecuencias negativas para el correcto funcionamiento de los mercados, al generar importantes riesgos morales, pues las entidades financieras podrían entender que sus aventuras crediticias estarían casi siempre respaldadas por las autoridades. Sin embargo, una regulación general y mucho más estricta de las conductas y actuaciones consideradas como delictivas y de las sanciones aplicables podría establecer límites estrechos a la asunción del referido riesgo moral. Teniendo en cuenta ese respaldo público a la solvencia y el papel absolutamente esencial que juega el sistema financiero en cualquier economía desarrollada, no tendría sentido poner objeciones a una más completa y estricta regulación de conductas y actuaciones gerenciales, que hasta ahora han dejado mucho que desear.

También entre esas medidas más de fondo quizás se termine imponiendo la idea de que los mercados globales exigen de un regulador también global, que normalice las reglas del juego; que vigile los nuevos productos que vayan apareciendo y el uso de los mismos sin impedir ni dificultar la innovación si no se comprueba su peligrosidad; que establezca criterios comunes de supervisión prudencial y que supervise a los supervisores nacionales e, incluso, que con el apoyo de los Bancos centrales, pueda constituirse en suministrador último de liquidez y solvencia al sistema. No sé si ese papel podría desempeñarlo un FMI muy reformado, pero es un papel necesario para el ordenado funcionamiento futuro de un sistema financiero global.

En el caso español, el Gobierno sigue opinando que no hay crisis, aunque ya ni todos los ministros lo opinan ni los que lo opinan lo hacen con tanta convicción como cuando perseguían antipatriotas por las esquinas. Es evidente que hay crisis y comienza a ser cada vez más evidente también que nuestra crisis es casi peor que la de otros por varios motivos. El primero, porque no tenemos subprime pero nuestros deudores hipotecarios -las familias españolas- soportan muy altos niveles de endeudamiento en relación a sus ingresos, lo que se está traduciendo en tasas de morosidad aceleradamente crecientes que ya golpean duramente a nuestras entidades financieras. El segundo, que nuestros bancos y cajas de ahorros están fuertemente endeudados con el exterior, consecuencia de nuestras abultadas necesidades de financiación externas de varios años, y tienen dificultades para conseguir la refinanciación de esa deuda, dificultades que empeorarán mucho más a raíz de los acontecimientos recientes aquí analizados. El tercero, que en los mercados y organismos internacionales se cuestiona seriamente el futuro de la economía española y sus posibilidades de crecimiento una vez desarbolado nuestro sector inmobiliario, limitada nuestra capacidad tecnológica y visto el escaso grado de formación y calidad de nuestra futura mano de obra. Por eso no es de extrañar que aumente el número de voces que, desde fuera, nos aconsejan interesadamente que abandonemos el euro para iniciar un nuevo proceso de crecimiento mediante una previa y auténtica almoneda del patrimonio nacional y del bienestar y de la renta de nuestros habitantes.

Ese interesado consejo constituye una auténtica atrocidad. No es ése, obviamente, el camino que tendríamos que emprender ahora. Pero el Gobierno debería darse cuenta de que para seguir otro camino bien distinto que, además, proporcionase el necesario acuerdo político para reforzar nuestra Constitución con algunas urgentes reformas, necesitaría de más fuerza de la que dispone. Por eso, quizás debiera recordar mejor las acciones que llevamos a término hace tres décadas. Entonces fuimos ejemplo para el mundo y abrimos la puerta a décadas de prosperidad como nunca habíamos conocido. Ahora deberíamos intentarlo de nuevo.

Manuel Lagares, catedrático de Hacienda Pública y miembro del Consejo Editorial de EL MUNDO.