Crisis, autonomías, Europa

Nada hay más importante en la crisis del coronavirus que salir de ella. Llorar a los muertos, cuidar de los enfermos, cuidarnos nosotros mismos, mantener nuestros negocios y empleos... Esta urgencia es lo suficientemente grande como para llenar todo nuestro horizonte mental; y, sin embargo, también parece pedirnos ir más allá, embarcarnos en ejercicios de futurología, aunque solo sea para recordar que existe un futuro en el que habremos salido de esta. Sin duda lo hay; pero ese nosotros que volverá a las calles será una sociedad seriamente traumatizada y empobrecida. Conviene aventurar, por tanto, los rumbos que tomarán nuestras conversaciones en ese momento, qué preguntas nos haremos como resultado de todo lo sucedido en estas semanas, y si alguna de ellas puede desbordar el plano de las responsabilidades políticas más inmediatas.

Crisis, autonomías, EuropaAventuraré dos vertientes posibles de este tipo de debate. En primer lugar, la crisis del coronavirus debería obligar a una reflexión rigurosa acerca del modelo autonómico. España ha afrontado esta situación desde un modelo sanitario profundamente descentralizado, en el que la mayoría de competencias residían en las autonomías y no en el Ministerio nacional. La defensa de esta organización del Estado se ha basado mayoritariamente en cuestiones simbólicas: las autonomías supondrían una superación del franquismo y también serían el modelo más adecuado para una sociedad culturalmente diversa como la española. La descentralización se presentaba, por tanto, como un bien en sí mismo, la medida de nuestra madurez democrática y la condición para el florecimiento de unas comunidades naturales ancladas a su terruño particular. Cuestionar esto ha merecido siempre la acusación de nostalgia franquista o castellanocentrismo cerril. Por cierto: quienes intentan culpar de la magnitud de esta crisis a la gestión de la Sanidad madrileña por parte del PP no parecen reparar en que esa gestión solo es posible gracias al modelo descentralizado que –cuando se habla de cualquier otra comunidad– suelen defender como el culmen del progreso.

El problema es que nunca estuvimos hablando de tradiciones culturales o de espíritus herderianos que anidan en los arroyos y las colinas, sino de la articulación de una administración pública. Es decir, de una parte de ese bien común que tanto se menciona en estos días; y una parte con capacidad de influir sobre aspectos materiales de la vida de los ciudadanos, como las políticas educativas o de empleo público. Ahora, la pandemia ha recordado que también tocaba el aspecto más material de todos: la propia salud. Y los resultados son preocupantes. En las últimas semanas se han acumulado pruebas de que, en cuanto fue preciso establecer un mando único para gestionar una crisis sanitaria nacional, el sistema mostró sus debilidades. En las semanas centrales de marzo, el acomodo del Ministerio a su escasez de competencias supuso un lastre en el aprovisionamiento, la preparación o la coordinación de recursos entre autonomías y entre sanidad pública y privada (préstamos de material, traslado de pacientes y personal de las UCI colapsadas a otras con menor ocupación, etcétera). El problema no parece radicar en haber centralizado las competencias, sino en la capacidad del Ministerio y del Gobierno en general para gestionar esas competencias. Esto se puede deber a errores individuales o a fallos de diseño del sistema, pero esto es precisamente lo que se debe averiguar.

Este debate no debería adelantar conclusiones. Es concebible, por ejemplo, una defensa del modelo actual que argumente que la descentralización de la Sanidad permite minimizar los efectos de errores del Gobierno. Toda arquitectura institucional necesita contrapesos. Pero lo que no se puede hacer es orillar el debate ni enturbiarlo con razonamientos tramposos, por una razón tan sencilla como atroz: en el momento de escribir estas líneas hay más de 20.000 familias que han perdido a alguien en esta crisis. Una crisis que se ha gestionado a través del actual modelo sanitario nacional. No el modelo sanitario de Madrid, el de Baleares o el del País Vasco sino el modelo nacional, que es la condición necesaria de los distintos modelos autonómicos. Esos miles de familias tienen derecho a saber si el mando único ha estado a la altura de la crisis; pero también si este modelo sanitario fraccionado en 17 unidades era el más apto para dar a sus seres queridos las mayores posibilidades de supervivencia. Y conviene que las respuestas a estas preguntas sean serias y convincentes, porque el cierre en falso de un debate sobre esta clase de trauma colectivo puede abocar a una grave espiral de deslegitimación del sistema. Por eso resulta incomprensible que algunos sectores cercanos al Ejecutivo se lanzaran, en mitad de la tragedia, a rebatir las críticas con chistes faltones sobre los capitanes a posteriori; o que el Gobierno haya mezclado interesadamente dudas legítimas sobre su gestión con el tema de los bulos. Ese tipo de cierre tramposo del debate no puede acabar bien. Para nadie.

Una segunda cuestión para debatir es la de nuestro lugar en la Unión Europea y nuestra satisfacción con el proyecto comunitario. También aquí influyen cuestiones simbólicas. Han pasado más de 100 años desde que Ortega y Gasset acuñara el «España es el problema y Europa la solución», pero la frase sigue ayudando a entender el lugar que ocupa la UE en nuestro debate público. La apuesta por la integración europea no se aborda solo como una decisión sobre política comercial o monetaria sino también como un pronunciamiento sobre el pasado y el futuro de nuestro país, un ejercicio de autosuperación colectiva que rechazaría siglos de aislamiento y apostaría por la modernidad comunitaria. Nuestra forma de entender los distintos comportamientos a nivel europeo también está marcada por paradigmas centenarios, como los de Max Weber en La ética protestante; seguimos recurriendo a la división entre naciones protestantes y naciones católicas como la clave que explica todo lo que ocurre en Bruselas.

El mismo argumento usado arriba sirve aquí: pronto habrá millones de ciudadanos con serias dificultades económicas que exigirán respuestas igualmente serias acerca de si la arquitectura de la UE les ha dado las oportunidades adecuadas para mantenerse a flote. Así que bienvenido sea un debate más maduro en nuestro país acerca de la construcción europea y la solidaridad entre sus Estados miembros. Sin embargo, las señales hasta ahora sugieren que lo que está sucediendo es algo distinto y más preocupante.

La discusión sobre las medidas que se deben adoptar ha desatado rencillas heredadas de la crisis de 2008; pero, a diferencia de entonces, esta vez ha sido el Gobierno español quien ha decidido encabezar el discurso airado contra Europa. Sánchez dedicó el primer bloque de su comparecencia del 28 de marzo a trasladar el mensaje de que Europa nos abandona cuando más la necesitamos, y a amenazar veladamente con un aumento del euroescepticismo si no se hacen caso a sus exigencias. Desde entonces, hemos visto repetidas veces que se lanzaba la pregunta capciosa de «si Europa no nos ayuda a salir de esta crisis, ¿de qué sirve Europa?». Se trata de un mensaje tan irresponsable como peligroso. Para empezar, porque la utilidad primera y fundamental del proyecto comunitario es la paz entre Estados europeos. Mientras esta dure, el proyecto seguirá siendo un éxito. En segundo lugar, el mensaje es irresponsable porque el camino a un Spexit no pasa por que un partido en el extremo del arco parlamentario repita consignas eurófobas; pasa por que un Gobierno en apuros intente trasladar responsabilidades por el escenario económico que se avecina a una Europa presuntamente lejana e insolidaria.

Es evidente que conviene acertar en la respuesta comunitaria a esta crisis; pero un Gobierno realmente europeísta debería explicar a sus ciudadanos que el proyecto europeo es un ejercicio de compromisos que nunca satisfarán del todo a todas las partes. Y esto no hay que hacerlo solo cuando toca criticar a los británicos por el Brexit, sino también cuando nos toca gestionar nuestras propias dificultades. Además, y aunque resulte políticamente rentable sugerirlo, Europa no son los otros; nuestra diplomacia y nuestros representantes también tienen voz en sus decisiones. Establecer una relación más racional y exigente con el proyecto europeo es muy distinto de convertirlo en el chivo expiatorio de nuestros problemas. O de los del Gobierno.

David Jiménez Torres es escritor e investigador del programa Juan de la Cierva en la Universidad Complutense de Madrid.

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