Crisis de la autoridad y la ilusión educativa

Por Agustín Domingo Moratalla (ABC, 04/11/06):

EL vídeo de la agresión a un profesor en un instituto de Alicante ha vuelto a remover los cimientos de la comunidad educativa. Realizado por una compañera del alumno agresor con una intención que desborda lo puramente lucrativo, las imágenes difundidas describen una situación que sin ser alarmante está empezando a ser preocupante. Y lo más curioso de las imágenes no se encuentra en la vulnerabilidad del profesor cuando intenta escapar sino en la actitud del alumno agresor que culpa al profesor dando a entender que actúa en legítima defensa.

Probablemente este alumno y sus padres estarán bien asesorados legalmente, casi con toda seguridad y con una pequeña cuota mensual tendrán los servicios de un gabinete jurídico que les atenderá durante 24 horas los 365 días al año. Igual que ya sucede en las urgencias hospitalarias, estas urgencias educativas son ocasiones privilegiadas para el laberinto de las demandas y las querellas donde el triunfo de las sentencias no coincide con el triunfo de la virtud. Cuando a los leguleyos se les abren, tan fácilmente, oportunidades de negocio ante estas situaciones, es porque algún tipo de cáncer se ha instalado en el sistema educativo.

La LOCE de la anterior legislatura popular intentó tímida y acomplejadamente atajar este cáncer asociando la calidad educativa con el esfuerzo de los alumnos, la voluntad de aprendizaje y la responsabilidad de los protagonistas. La LOE de la actual legislatura socialista no sólo se desentiende de estas patologías dándole el alta al enfermo, sino que evita cualquier diagnóstico que suponga esfuerzo para conseguir la salud. De hecho, se hace una apología de la diversidad, de la diferencia, de la tolerancia y del casi todo vale que no tienen parangón en ningún país europeo. Las imágenes serían expresión de una alteración del clima educativo del centro, causado por alguna frustración infantil del alumno y alguna depresión no resuelta de un profesor que practica una pedagogía autoritaria.

Aunque la terapia no está clara, sí está claro que asistimos a una crisis de la autoridad educativa. Y no sólo de los maestros o profesores, sino también de los padres. Quienes hoy ejercemos el funesto e incómodo oficio de educar, comprobamos que la autoridad educativa es un tema políticamente incorrecto en los claustros, en las asociaciones de padres, en los sindicatos, en las oposiciones a la función pública y en las administraciones.

Hubo una época donde los padres decían a los maestros: «A mi hijo, no le pase usted ni una». Soplaban vientos de sociedad cerrada donde educaba toda la tribu y, aunque pasara hambre el maestro, poseía una autoridad indiscutida. Los padres sabían que el único camino para el ascenso social dependía del aprendizaje escolar. No querían que los hijos se emplearan, como ellos, en oficios que eran fruto de la necesidad, del destino y del hambre. Como querían que sus hijos fueran más libres y tuvieran oportunidades, estaban dispuestos a confiar ciegamente en el maestro y la escuela.

Cuando estos hijos se convirtieron en padres no quisieron reproducir el modelo de escuela donde ellos se habían formado. Ya vivían en una sociedad abierta y habían desaparecido todos los símbolos de la tribu, el nuevo estado democrático avalaba una sociedad pluralista y liberal donde los maestros no eran autoridades sino parte de la función pública. La sindicalización de la docencia y el traslado del lenguaje de la mala política a las prácticas educativas han transformado a los maestros en «trabajadores de la enseñanza», su magisterio ha quedado reducido a simple «función pública». Los padres acuden al centro para recibir un servicio educativo que pagan mediante sus impuestos y han desmitificado el valor de los estudios. Se genera una nueva relación de naturaleza contractual donde el maestro está al servicio del padre para cuidar al hijo, no para exigirle o educarle sino para instruirle y acompañarle en el desarrollo madurativo prescrito curricularmente.
Este modelo contractual se expresa cuando oímos que un padre dice «se va a enterar este muerto-de-hambre hasta dónde puedo llegar», «no sabe con quién se la está jugando». Si a ello añadimos el desarrollo de toda una cultura de los derechos y los deberes donde los alumnos y los padres reducen la educación a un simple «derecho» donde el maestro es dispensador de servicios educativos, entonces comprobamos que esta crisis de autoridad era una crisis anunciada.

A pesar de lo lamentable que está siendo la difusión de estas imágenes, con ellas se ha conseguido que la sociedad visualice que la educación es una profesión de alto riesgo. No hace falta que acudamos a los sindicatos de la educación para comprobar cómo el número de bajas por depresión ha aumentado de forma alarmante durante los últimos años. ¿Para qué corregir a un alumno si ello ocasiona problemas? ¿Para qué elaborar un régimen disciplinario en un centro si las autoridades educativas no refuerzan jurídicamente la figura del docente? ¿Para qué dedicarse a la dirección de un centro si además de estar mal pagada es una fuente de problemas? No olvidemos que las administraciones públicas de algunas comunidades están teniendo serios problemas para encontrar quien dirija los centros.

El problema no se va a resolver prohibiendo los móviles en los centros, de hecho los padres tendrían que ser los primeros en exigir que sus hijos dejen en casa los móviles, los mp3 o cualquier otro tipo de artilugio distractor. Es un problema que sólo se resolverá cuando toda la comunidad educativa se organice en clave de responsabilidad y no en clave de impunidad. A pesar de toda la cosmética de la «Educación para la ciudadanía» con la que el Ministerio pretende apuntalar la convivencia en las aulas, el discurso educativo sigue estando presidido por la impunidad, por la reglamentación, por la burocracia, por el normativismo y por la demora administrativa en la solución de los problemas.

En lugar de aumentar el número de normas, directrices y reglamentos, las administraciones deberían promover una nueva alianza educativa donde las familias se implicaran más en la educación de sus hijos y lo hicieran confiando en el profesor, no sospechando de él y su palabra. No basta con una simple movilización educativa, es necesaria una revolución educativa basada en el reconocimiento del mérito, la autoridad y la excelencia. Sin ellas, vemos cómo la candela de la ilusión, el entusiasmo y la vocación del maestro se apaga, leve, lenta y lamentablemente.