No hay crisis de Estado sin crisis previa de aquello que le sirve de base legítima y lo constituye: la nación, unidad política indivisible y sujeto constituyente a la cual el primero personifica.
A finales de los años setenta fue necesario disponer de la lucidez de un genio del pensamiento político como García-Trevijano para intuir que, tras las pomposas bambalinas que anunciaban la esperada concordia que serviría de base para la época más larga de prosperidad que haya tenido España, en la naturaleza íntima del régimen de la Transición habitaban dos células de cuya cópula brotaría un germen destructivo que, si no se neutralizaba a tiempo, podría dar al traste con todos los augurados éxitos. Cuarenta años después, se precisa la inteligencia de una grulla o el cuajo de un ternero para no percibir este dúo letal.
Por un lado, la constitución de una clase política hipertrofiada, cuyo síntoma más obsceno es la corrupción, y cuya consecuencia más dramática es el lastre sistémico del crecimiento, generador de peligrosos populismos antisistema.
Por otro, un Estado de las Autonomías abierto a la voracidad de sus gobernantes que no tuvo el contrapeso real necesario en el poder central, pues por “afán del destino”, éste iba a depender para formarse, en multitud de ocasiones, del apoyo de su enemigo. Nunca más a propósito la conocida máxima de Montesquieu de que todo hombre que tiene poder se ve inclinado a abusar de él y que para que esto no ocurra es preciso otro poder que lo frene. Resultado: una crisis galopante de identidad nacional.
Seamos realistas. Lo ocurrido en el caso Gürtel no es sino el postrero episodio del último partido que ha dispuesto de un poder casi omnímodo durante años. Como ocurrió con el PSOE nacional en los 80, con CiU en Cataluña durante tres décadas y con el PSOE en Andalucía, que todavía perdura.
Lo ocurrido con la deuda no es sino la consecuencia de no haber querido eliminar una cuarta parte del presupuesto público nacional sin tocar las prestaciones sociales para las que el Estado del bienestar fue concebido. No era necesario recortar la sanidad, ni la educación, ni las pensiones, ni la ayuda a la dependencia para abatir de un solo golpe el elefantiásico gasto superfluo. Sin la gigantesca carga que suponen las decenas de miles de asesores, las decenas de televisiones y miles de empresas públicas deficitarias, los cientos de miles de empleos otorgados a dedo para ampliar la red clientelar y la multitud de subvenciones, todas ellas partidas prescindibles, se habría logrado equilibrar el déficit, bajar extraordinariamente los impuestos y convertir a España en un país realmente próspero. Una cosa sí era necesaria: la fiel representación de los intereses de la sociedad civil y no los de los partidos, en el poder legislativo.
Y, lo peor: lo ocurrido en Cataluña, y que continuará en el País Vasco y en muchas otras autonomías, no es sino la consecuencia natural, quizá precipitada por la situación penal de sus líderes y por la circunstancia extraordinaria que una tragedia todavía sin resolver provocó, poniendo inopinadamente en la Moncloa al mayor representante de la ineptitud que una nación pueda tener jamás, de cuatro décadas de permisividad y connivencia con el nacionalismo.
Entendamos que algo ha fallado en nuestras instituciones para haber llegado hasta aquí. Salgamos de nuestra minoría de edad posmoderna y desterremos para siempre el buenismo y la utopía. Maquiavelo separó la política de la moral hace ya más de quinientos años. Si hemos podido comprobar que siempre que un colectivo humano se ha enquistado en el poder ha abusado del mismo, ¿por qué creer que no va a volver a ocurrir bajo las mismas normas? ¿Por qué apelar de nuevo a la responsabilidad de los nuevos gobernantes? ¿Por qué no establecer unas pocas nuevas normas que garanticen el control del poder?
Una crisis de régimen no requiere hoy revoluciones, sino precisas intervenciones quirúrgicas. Los nacionalismos avanzan sin solución de continuidad, amenazando a la nación, porque nuestra Constitución, lejos de impedirlo, lo promueve, aunque sea involuntariamente respecto a su espíritu. Sería muy sencillo recuperar competencias y blindarlas. También prohibir los partidos cuyo objetivo sea romper la unidad de España. Por último, el problema del enquistamiento de la clase política y sus consecuentes abusos no se soluciona simplemente con una renovación del equipo, por necesaria y fundamental que hoy sea. Se soluciona con una nueva ley electoral de la cual emerjan verdaderos representantes de los ciudadanos.
¿Lo veremos alguna vez?
Lorenzo Abadía es analista político, doctor en Derecho y autor del ensayo 'Desconfianza. Principios políticos para un cambio de régimen' (Unión Editorial).