Crisis de valores y actitudes

Me temo que este artículo no va a granjearme muchos amigos entre los economistas. Pero hay veces en que los periodistas tenemos que elegir entre ser simpáticos y ser sinceros, y dada la gravedad del caso, para mí no hay duda: la sinceridad, que viene a ser la verdad con uno mismo, prevalece. La pregunta que planteo lleva ya dentro la sombra de una duda: ¿es la economía una ciencia? ¿O es más bien una conjetura, una predicción, una interesada profecía? Ya oigo levantarse todo tipo de protestas, respaldadas por fórmulas matemáticas. Pero si la economía fuese una ciencia exacta, las crisis no nos pillarían por sorpresa y solucionarlas vendría a ser una especie de obra de ingeniería, difícil, pero posible. Sin embargo, no es así, como muy bien sabemos. Repaso los análisis que los expertos hacen de la situación actual y me encuentro con tres posturas totalmente distintas: la de los que dicen que «lo peor ha pasado»; la de los que aseguran que seguimos en el fondo del pozo, sin signos claros de recuperación; y la intermedia, de los que ven «incertidumbre y dificultades, con elementos contradictorios, que impiden un diagnóstico firme». Total, que nos quedamos como estábamos.

¿Puede llamarse a eso ciencia, sobre todo ciencia exacta? Mucho me temo que no. Algo parecido ocurre con los remedios para la crisis. ¿Es conveniente recortar el gasto público? Parece inevitable, dado el elevado nivel del déficit. Ahora bien, ¿cómo va a lograrse la recuperación, si tales recortes traerán despidos, que a su vez dispararán los gastos del subsidio del paro? No se puede apretar al mismo tiempo el acelerador y el freno, porque eso lleva al «trompo», con todos los riesgos de darse un trompazo. Por no hablar ya del hecho insólito pero frecuente de que las Bolsas suben —de tanto en tanto— mientras las economías siguen estancadas, lo que abonaría la teoría de que las Bolsas están más próximas a los casinos de juego que al espejo fiel de la situación de empresas, instituciones y países.

Nada de ello contribuye a tranquilizar los ánimos ni a traer la confianza, condición indispensable para iniciar una sólida recuperación o para confirmarnos que la economía es una auténtica ciencia. Pertenece más bien, con la sociología y la psicología, a ese ramo de disciplinas que por su componente subjetivo escapan a la rigidez de los números y pueden decantarse en un sentido u otro según el ánimo que reine y las circunstancias que imperen en cada momento. Es por lo que los economistas, como los entrenadores de fútbol, solo pueden explicar bien los partidos ya jugados y se equivocan con tanta frecuencia en los aún por jugar.

Con lo que llegamos al núcleo de lo que quería explicarles: el primer error cometido en esta crisis es haberla juzgado con los criterios de las anteriores: a una recesión seguirá un ajuste, que a su vez traerá la recuperación. Las vacas gordas tras las vacas flacas. Pero esta crisis no se parece a las anteriores, ni siquiera a la de 1929, excepto en sus efectos devastadores. Incluso esos efectos difieren: hasta ahora, ningún financiero se ha tirado por la ventana de su despacho en Wall Street. Siguen en ellos y los que se han ido a casa lo han hecho bien forrados. Me señalarán a Madoff. Pero Madoff es un estafador al viejo estilo, que usaba nada menos que el método «pirámide», casi tan antiguo como el de las estampitas.

¿Cómo es posible tanta confusión? Pues, como les decía, porque esta crisis es distinta a las anteriores. Más que una crisis financiera, es una crisis de valores, de principios. En último término, una crisis social, en la que hemos intervenido todos, desde los gobiernos a los ciudadanos, pasando por las instituciones financieras, vehículo de la formidable explosión y el enorme descalabro que hemos sufrido. Hasta ahora, la economía capitalista venía funcionando sobre un modelo patrimonial: el ciudadano retenía de su sueldo lo correspondiente a sus gastos habituales, dejaba un pequeño margen para extras y, si quedaba algo, lo depositaba en un banco, que le pagaba un interés por ello, para la vejez y emergencias. Con esos depósitos, los bancos prestaban dinero a las empresas, a interés mayor, para que pudieran realizar su labor productiva o mercantil, que a su vez recogían el dinero de los ciudadanos. Con lo que el ciclo económico se cerraba.

Pero ese ciclo ha cambiado por completo, diría incluso que se ha vuelto loco. Los ciudadanos ya no ahorran, compran a crédito no solo el coche, el piso y otros mayores desembolsos, sino también los pequeños, como en la factura del supermercado. Animados por los bancos, que son los grandes animadores de esta actividad crediticia, por los enormes beneficios que les reporta. Endeudándose a su vez para acrecentar su negocio. ¡Incluso las cajas de ahorro están hoy endeudadas! La burbuja de la deuda no ha hecho más que crecer, con productos financieros cada vez más tóxicos, hasta que estalló por pura ley física. Con lo que la crisis económica se ha convertido en crisis del sistema.

Los gobiernos, sintiendo temblar la tierra bajo los pies, han acudido en auxilio de las instituciones financieras, evitando el terremoto. Pero la recuperación sigue sin llegar por lo que queda dicho: por la amplitud de la crisis, que abarca la política, la educación, los estilos de vida y los modelos de desarrollo. No basta sanear los bancos o equilibrar los presupuestos. Es necesario replantearse las formas de gobierno y de conducta, de producción y de consumo, de prioridades y de relaciones humanas. En una palabra, se necesita una revolución, que tampoco se queda en cortar cabezas, sino en cambiar comportamientos. «Las verdaderas revoluciones no van contra los abusos, sino contra los usos», decía Ortega. Son nuestros usos los que tenemos que corregir, si queremos salir de la crisis. Me refiero a esa actitud tan extendida de reclamar derechos y olvidar deberes; de esperar que el Estado nos resuelva todos los problemas; de dar por descontado que mañana viviremos mejor que hoy; de creer que nacimos, no ya con un pan, sino con un bistec, un coche y un piso bajo el brazo; de olvidarnos del esfuerzo, la emulación, el trabajo bien hecho y el sentido de la responsabilidad. Pero, sobre todo, de pensar que esta crisis es un simple mal trago, que pasará como las anteriores, para volver a ser todo igual. No. Nada volverá a ser igual. Los que hayan hecho sus deberes sobrevivirán y vivirán mejor. Mientras, los que no los hayan hecho se quedarán atrapados por la crisis como en arenas movedizas. Sin que valga, como otras veces, el efecto «tracción», con los que vayan saliendo tirando de los que se han quedado atrás. Porque si los de detrás no han hecho los ajustes necesarios no podrán incorporarse a las nuevas normas. Esta crisis se parece, más que a ninguna otra cosa, a una guerra, con todo el potencial destructivo y regenerativo de ellas. De las guerras, recuerden, salen vencedores y vencidos, y de esta crisis saldrá un realineamiento de la escena mundial.

Es lo que empieza a emerger, con nuevas potencias y viejos perdedores. Es también la causa de que estén fallando todas las predicciones, sobre todo por parte de los que se limitan a dejar que la «normalidad» anterior se restaure. Hay países, como Alemania, que están saliendo de la crisis, porque desde su inicio empezó a adaptarse a la nueva situación. Otros, en cambio, continúan atrapados, por no haber sabido o querido ver lo que ocurría, adoptar falsas medidas y tomar las correctas tarde, a medias y sin ganas. El nuestro, por ejemplo.

José María Carrascal