Crisis en el club

Según un chiste del siglo XIX, la Cámara de los Comunes es el mejor club de Londres. Los miembros suelen ser divertidos y chisposos y cada uno representa, literalmente, un pequeño trocito del país. Las salas victorianas huelen a Historia: Churchill y la Segunda Guerra Mundial, Lloyd George y la Primera Guerra Mundial, Gladstone, Disraeli y el Imperio Británico. A veces, andando por los pasillos, su presencia es todavía casi tangible. Y qué decir del edificio, diseñado por un arquitecto que querría recrear la corte del Rey Arturo y que se volvió loco durante el proceso. El resultado es un rocambolesco Disneylandia gótico de la política, madre de parlamentos y uno de los centros de la democracia en el mundo.

Pero el club está metido en una crisis profunda. La dimisión del presidente de la Cámara, Michael Martin, la primera renuncia de un 'speaker' en 300 años, constituye una señal clarísima de los apuros que acucian a los diputados. Como consecuencia, es posible que se produzcan dimisiones de algunos diputados y muchos más no se presentarán a las elecciones generales del año que viene. Es obvio que los parlamentarios tendrán que reformarse, ¿pero eso basta para restaurar la confianza en el sistema? ¿Y en qué consisten los cambios necesarios?

La causa inmediata de la crisis ha sido la corrupción del sistema parlamentario en lo referente a gastos y dietas. La mayoría de los diputados representan circunscripciones fuera de Londres, por lo cual pueden percibir hasta 25.000 euros para alquiler, comprar o amueblar una segunda vivienda. Existía un escaso control sobre los gastos, tanto por los propios diputados como por las autoridades parlamentarias. Parecía que todo valía y los ejemplos de la extravagancia han llenado las páginas de los periódicos en los últimos días: un rico diputado 'tory', cuya vivienda en su circunscripción es un castillo, gastó el dinero público para limpiar el foso. Otro diputado laborista gastaba tanto en embellecer su jardín que incluso el jardinero contratado se quejaba del despilfarro. Sofás caros, antigüedades y alfombras de seda (17 en el caso de un parlamentario), todo se justificaba. Poner fin a abusos como estos debería ser una tarea sencilla. Hacen faltan unas nuevas normas para definir con claridad lo que cubren los gastos y lo que no está permitido. El primer ministro ha sugerido, entre otras cosas, que en el futuro los gastos de cada miembro se cuelguen en la página 'web' del Parlamento y se actualicen cada tres meses para garantizar la transparencia. A lo mejor esto ayuda a que la institución recupere algo de la dignidad perdida. Pero hay varias razones para pensar que no será suficiente.

La cólera del pueblo británico hacia los miembros del club parlamentario es muy profunda (y agravada porque muchos diputados se resistían a que la información sobre sus excesos saliera a la luz). Y existe una combinación de factores que han creado una tormenta perfecta que amenaza la integridad del sistema político dentro y fuera de Westminster. El primero es la crisis económica. Justo en el momento en el que el Gobierno está hablando de austeridad, subiendo impuestos y apretando el cinturón a los votantes, éstos se dan cuenta de que sus líderes han disfrutado de unos lujos impensables para la mayoría de ellos. El sueldo medio en Reino Unido ronda los 25.000 euros al año, por lo que para muchos sólo el sueldo parlamentario (65.000) ya sería muy bueno. En las circunstancias actuales, con una gran inseguridad laboral, el paro en alza y las familias recortando sus gastos, el disgusto es total por la extravagancia demostrada en el Parlamento. El enfado con los diputados es mucho mayor que el que han suscitado los banqueros que provocaron la crisis económica. No es sorprendente: los ciudadanos no esperaban nada mejor de los financieros, pero sí de sus propios representantes.

La segunda razón es el desgaste del Gobierno laborista. Después de 12 años en el poder, los sondeos son unánimes: la gente está harta del partido y, en concreto, del primer ministro Brown. Pero por otro lado, los 'tories' tampoco generan auténtico entusiasmo: su líder, David Cameron, cae bien a la ciudadanía, pero su partido menos. Así que la sensación dominante era ya de cansancio hacia una clase política mediocre. Y este cansancio se ha convertido en ira ante unos políticos que parecen más interesados en proteger sus privilegios que en dotar de liderazgo a un país que está pasándolo muy mal.

Finalmente, cunde la sensación de que la política moderna ha sido distorsionada por la batalla diaria entre quienes la ejercen y los medios de comunicación. Según los parlamentarios, la prensa británica es demasiado cínica y sensacionalista. Los medios dicen que sólo hacen su trabajo y que el problema es al revés: son los políticos los que manipulan información, como lo hicieron para justificar la guerra en Irak. Como consecuencia de todos estos factores, el creciente desencanto con la política entre los votantes se ha hecho palpable. Militar en un partido está visto como algo raro y muchas ONG tienen más miembros que las fuerzas políticas. El flujo de donaciones a los partidos, esencial en un país donde no hay financiación del Estado, se está secando. Y lo más preocupante de todo es que el número de ciudadanos, y en concreto los jóvenes, que acuden a las urnas para votar en las elecciones es cada vez menor.

Los beneficiados de esta tendencia pueden ser los partidos radicales, como el abiertamente racista British National Party, que puede obtener uno o dos escaños en las elecciones europeas en junio. Y si ésta es la consecuencia de la crisis en el club de la política británica, no será ningún chiste.

David Mathieson