Crisis en la ciudad sin ley

Echo de menos la voz de los juristas para interpretar la crisis. Los viejos jurisconsultos callan, aunque sospechan. Una legión de técnicos eficaces juega un papel secundario, a veces lucrativo: hay muchos perjudicados, algunos muy ricos, que necesitan consejo legal. Los economistas hablan; los periodistas informan; incluso los moralistas claman en el desierto. En cambio, las gentes del derecho tienen poco que decir. Sin embargo, la comprensión de ciertos fenómenos exige esta perspectiva singular. Quiebra la seguridad jurídica. Falla el Estado de derecho. Los jueces no saben afrontar el problema. Nadie impulsa la lucha por el derecho, tomando el testigo del viejo libro de Rudolf von Ihering. La soberanía estatal y la cooperación internacional son incapaces de regular limpiamente la economía global. Por todas partes sobran leyes y faltan buenas reglas de derecho. ¿Recuerdan? Vivir honradamente, no hacer daño a nadie y dar a cada uno lo suyo: «tria iuris praecepta», decían en la Roma clásica. Hemos convertido las normas jurídicas en pura técnica organizativa y ahora las consecuencias son lamentables. Predicamos la letanía del Estado de derecho pero, a la hora de la verdad, los peores hacen casi lo que quieren y las personas decentes pagan la factura. Para colmo, la culpa ideológica de la regulación fallida recae sobre el malvado liberalismo y la economía de mercado, es decir, sobre la sociedad menos injusta de la historia, capaz de crear más riqueza y de distribuirla con menos desigualdad que ninguna otra. Mal camino para salir del túnel.

La proliferación legislativa es abrumadora. Leyes motorizadas, desbocadas, encadenadas...: los adjetivos proceden de los autores de mayor prestigio. El ordenamiento jurídico es literalmente inabarcable. Sobre el ciudadano indefenso recae día tras día un aluvión de disposiciones de ámbito mundial, europeo, nacional, autonómico y local, cuyo control -incluso superficial- resulta imposible para el más cuidadoso de los profesionales. Da igual que desaparezca el Boletín Oficial del Estado en soporte papel, una ocurrencia funcionarial para complacer al ministro que reclama medidas para salir del paso. En versión informática, los diarios administrativos seguirán destruyendo sin piedad la lógica residual que conserva nuestro sistema. En teoría general estudian todavía los requisitos clásicos: unidad, coherencia y plenitud del ordenamiento. Pura ficción. El jurista agobiado acude entonces a los principios, abarcables todavía, aunque por poco tiempo. Es casi peor. Las normas se llenan de conceptos abstractos: «proporcionalidad», «confianza legítima», lo que ustedes quieran. Algunos jueces disfrutan como nunca: ahora son incluso más libres que los anglosajones para convertir su voluntad justiciera en decisión imperativa. El abogado tiene que ser sincero ante el cliente perplejo: imposible prever el resultado final del pleito. Eso sí, cuando hablamos de seguridad jurídica repetimos la fórmula infalible: «saber a qué atenerse...» Hay que legislar menos, mucho menos, y legislar mejor, mucho mejor. Lo cierto es que, por exceso de leyes, vivimos hoy día en la ciudad sin ley. El Estado de derecho exige una reducción drástica del número de disposiciones vigentes y un compromiso político de acabar con esta inflación normativa, cuyas secuelas son equiparable a las de la inflación monetaria: las normas valen menos cada día, en valor nominal y en valor real.

Aquí y en otros sitios la crisis ha desatado una peculiar querencia autoritaria: normas del Ejecutivo con rango de ley y el Parlamento a decir amén a toda prisa. El Gobierno adopta medidas económicas a golpe de decreto-ley, una fuente antipática para los puritanos del legalismo a ultranza que la Constitución reduce a los supuestos de «extraordinaria y urgente necesidad». En todas partes se otorgan plenos poderes -otra expresión de mal gusto jurídico- a los órganos que se dicen ágiles y eficaces frente al estorbo parlamentario. Ya sé que existe la convalidación, incluso el control jurisdiccional a largo plazo, pero no sirve lo mismo. La situación económica es grave, sin duda, pero no hace falta combatirla -supongo- declarando el estado de sitio. «Orgía jurídico-formal», dijo alguien hace unos años cuando nuestra democracia era joven y había prisas por expropiar. Sin embargo, no es una obsesión de leguleyos, sino la esencia misma del poder político bajo el imperio de la ley. El ímpetu legiferante del Estado de bienestar arrasa con las formas solemnes. ¿Sirve al menos para algo? Me temo que no. Casi todos los organismos reguladores, esas supuestas administraciones independientes y profesionales ajenas a la gresca partidista, han demostrado ser instituciones fallidas. Para ser justos, funcionan en España algo mejor que en otros países. Algunos gurús reconocen ahora sus pecados. Les perdonamos si hace falta, pero la penitencia es implacable: que se retiren a la vida privada y no vuelvan nunca más.

Veamos el derecho mercantil, una rama del ordenamiento singularmente sensible a los tiempos. Hay muchos y buenos tratados en la doctrina española. Me salto los capítulos sobre entidades de crédito y régimen de los mercados financieros, que más parecen derecho público que privado a causa de tantas disciplinas e intervenciones. Me quedo, casi al azar, con la crisis irreversible de la vieja y utilísima letra de cambio: a pesar de su esencia, ya no se entrega físicamente al tenedor y ya casi no se utiliza como medio de crédito o de pago. Nostalgia, ninguna. Sin embargo, los sistemas de compensación electrónica no resultan más fiables a efectos de garantía. Las anotaciones masivas en cuenta facilitan la ingeniería financiera mucho más que un veterano y malhumorado contable de manguito. El consumidor no está más tranquilo con la farragosa legislación que teóricamente le protege que con un contrato justo, al amparo de la buena fe, los usos y las leyes. Los especialistas escriben con sincera inquietud sobre la dificultad creciente del derecho administrativo económico, de las normas tributarias o de los tipos penales vinculados con delitos financieros. ¿Están preparados nuestros jueces y magistrados para afrontar asuntos de este calibre? Salvo excepciones muy valiosas, todos sabemos que la respuesta es negativa. Tampoco hay que rasgarse las vestiduras. ¿Acaso en derecho constitucional o en teoría política existe acuerdo sobre el concepto de nación? La primera vez que abrí un libro sobre materia tan confusa, topé con una frase enigmática de León Duguit: «la nación es un fenómeno de infinita complejidad». Han pasado muchos años, pero sospecho que tenía toda la razón...

Puestos a citar a juristas olvidados, viene a la memoria un título profético de George Ripert: «Le déclin du droit». Tal vez el espíritu del derecho romano, el buen derecho viejo medieval, las excelencias del «common law» o el tiempo de los códigos liberales sean incompatibles con la sociedad de masas y la democracia mediática. Recuerden que Stendhal leía artículos del «Code» civil napoleónico para coger el tono antes de sentarse a escribir. Si ahora leyera el diario oficial de la Unión Europea o la versión digital de la «Gaceta» de Madrid, jamás habría escrito «La cartuja de Parma». A los tecnócratas al uso les importa poco la gloria literaria. Allá ellos. Al menos, que no presuman de eficacia, cuando son responsables por acción y por omisión de la crisis económica más grave desde hace casi un siglo. No hay que perder un minuto para recuperar el buen sentido jurídico. Si lo hacemos, nos servirá de consuelo el triste personaje de Esquilo: «acaso el futuro nos reserva una suerte mejor».

Benigno Pendás, jurista.