Crisis en la Unión Europea

La crisis económica y de mercado que asuela algunos países de la Unión Europea no es solo, que también y principalmente, consecuencia de la ineptitud previsora de los gobernantes de cada Estado, sino de la propia Unión erigida en «Estado de los Estados» fundamentalmente desde la entrada en vigor del Tratado de Lisboa el 1 de diciembre de 2009.

En lo que a España se refiere, la decisión de reformar la Constitución tomada sorpresivamente por el presidente del Gobierno y asumida por el partido mayoritario de la oposición suscita una larga serie de cuestiones de difícil entendimiento, teniendo en cuenta el escenario en que se produce, con unas Cortes Generales en fase de solución, final de la legislatura por el anuncio de elecciones generales y, presumiblemente, ante un cambio político trascendente a partir del 20-N, que provoca el preguntarse por qué ahora y bajo qué circunstancias se impone la reforma sobre la cuantificación del déficit estructural del Estado sin la conveniente discusión política, la consulta al Consejo de Estado y con la nula participación de las comunidades autónomas y las corporaciones locales, entes también directamente afectados.

La decisión puede ser fruto de la clarividencia política del presidente del Gobierno, lo que es descartable si examinamos su devenir desde que fue elegido presidente en 2004, o bien consecuencia de una imposición de la Unión Europea, lo que resulta dudoso de asumir, visto el irrelevante papel que la organización como tal está teniendo en todo este proceso. Lo cierto es que dos países de la Unión, Alemania y Francia, y el primero en concreto, son los que se están encargando de resolver la crisis, que ya no es solo económica, sino igualmente de la propia Unión Europea.

La Unión Europea, antes Comunidad Económica Europea, ha tenido una importancia fundamental en el desarrollo del continente europeo durante los últimos cincuenta años. Recordemos que durante siglos, muchos, el sustrato de la política era la guerra, la conquista por las armas, el dominio de otros países por la fuerza. En el mundo, y en concreto en Europa, no ha existido un mapa geopolítico estable hasta mediados del pasado siglo, tras la última guerra mundial. Durante la década de los años cincuenta los grandes líderes europeos, en especial alemanes y franceses, deciden que el sustrato de la política debe ser la economía y el mercado, y que nada mejor que comenzar controlando la producción del acero, la energía atómica y la economía. Y se crean las tres primeras Comunidades (1951/1957), formadas cada una de ellas por los mismos seis países, germen de la actual Unión Europea de los veintisiete, que durante medio siglo ha venido funcionando a satisfacción de los Estados miembros, sin más problemas que los propios del comercio. La evolución de la UE, un peculiar ente jurídico de ficción hasta la entrada en vigor del Tratado de Lisboa, sucedáneo de la Constitución Europea que fue retirada cuando se encontraba en trámite de consulta en los diferentes países, en especial por la oposición de Francia, podemos entenderla si la comparamos con una bola de nieve que en su permanente rodar va aumentando de volumen.

Así, la UE con el trascurso del tiempo ha ido tomando forma, creando una superestructura y convirtiéndose en un peculiar «Estado de Estados». Durante estos cincuenta años se le han ido adhiriendo naciones, a cambio de la entrega de parte de su soberanía. Se han creado organismos instrumentales; aprobado tratados, ya de adhesión, ya de funcionamiento; configurado sus principales instituciones: el Consejo Europeo como órgano ideológico decisorio compuesto por los jefes de Estado o de Gobierno de los diferentes Estados, el Consejo en representación de los gobiernos de los Estados, la Comisión u órgano de gobierno de la Unión, el Parlamento en representación de la soberanía popular europea y el Tribunal de Justicia, entre otros cientos más. Y todo ello con la aquiescencia de los Estados y de los ciudadanos europeos.

La contestación de cómo se ha llegado a la crítica situación actual no prevista por los expertos diseñadores de la UE puede ser compleja, enmarañada, difusa e ininteligible si la pedimos a un tecnócrata especialista en la materia; pero también simple y sencilla si quien la da es un espectador de la realidad. En primer lugar, los Estados, entiéndase sus gobernantes en cada momento, consideraron con bastante acierto que su ingreso en la CEE primero y después en la UE era beneficioso y significaba un importante avance, sobre todo en las relaciones mercantiles internacionales, y los ciudadanos respaldaron la decisión de sus gobernantes porque así ya eran «europeos», aunque, como sucede en los contratos de seguros, nadie pareció leer la letra pequeña o las contraprestaciones soberanas que ello acarreaba. En segundo lugar, el ingreso en la Organización suponía grandes beneficios económicos y la llegada de los Fondos de Cohesión y Estructurales, entre otros, para infraestructuras, agricultura y servicios en especial. Pero la panacea de los Fondos europeos comenzó a cambiar de destino con la adhesión de nuevos países que los necesitaban más, y empezaron a surgir los problemas. Entretanto, la Unión había ido asumiendo competencias con la anuencia de los gobernantes de los Estados miembros, cada cual con sus propios intereses, y el desconocimiento de los ciudadanos.

La realidad actual es que la bola de nieve continúa aumentando de tamaño. El nuevo régimen europeo se ha establecido mediante el Tratado de Lisboa, aprobado por las Asambleas Legislativas de los Estados, no mediante consulta a los ciudadanos, que comprende el Tratado de la Unión, texto ideológico y donde se diseñan los grandes principios por los que ha de regirse la Europa futura, las competencias de la Unión y las residuales de los Estados, sus poderes y órganos; y el Tratado de Funcionamiento, que establece la ruta a seguir y los tiempos a través de una serie de protocolos sin fecha, es decir en función de los logros reales que la Unión, ya sí como ente jurídico, vaya logrando. Y aquí encontramos que entre las competencias exclusivas de la Unión tiene la de dirigir la política económica de los Estados miembros cuya moneda es el euro, o el control de la actividad legislativa de los Parlamentos nacionales, por citar las que vienen al caso. Pero este peculiar diseño, perfecto sobre el papel, y fruto de la cesión de soberanía de los Estados miembros, ha saltado hecho trizas ante la crisis económica y del mercado. Como no podría ser de otra forma, la realidad no se parece a lo escrito. Al tiempo, los ciudadanos de unos u otros países se preguntan quién ha roto los platos que a ellos les toca pagar.

Y descubrimos que no solo está en crisis la soberanía de los Estados de la Unión Europea, sino la de la propia organización, porque en esta encrucijada de intereses no son ni el Consejo Europeo, ni el Consejo, la Comisión o el Parlamento los que están gestionando soluciones, sino los líderes de Alemania y Francia, lo que suscita importantes preguntas sobre el futuro de la Unión y de las naciones que la conforman.

Por Teodoro González Ballesteros, catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad Complutense de Madrid.

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