Crisis financiera: peores las hemos pasado

Los seres humanos siempre nos equivocamos en la valoración de las amenazas. Los políticos y los expertos se preocupan por nuestra debilidad ante una determinada cuestión (el peligro rojo, el peligro amarillo, el holocausto nuclear, al-Qaida) y resulta que luego se encuentran con que han de hacer frente a problemas de naturaleza diferente.

La consecuencia más evidente de la crisis financiera en Occidente es que ha hecho que la «guerra contra el terrorismo» del presidente Bush parezca una tontería. El terrorismo es una cosa seria, por supuesto, pero no amenaza con hundir el sistema de las sociedades occidentales.

Por el contrario, lo que genera tanto miedo de esta catástrofe financiera es que no aparece nadie que sepa cuánto de mal se pueden llegar a poner las cosas. Los gobiernos norteamericano y británico están buscando parches en lugar de proponer algo que pueda considerarse una solución. Hace dos meses, los economistas comentaban en tono pesimista que 2009 iba a ser un mal año. Ahora, sin embargo, parece obvio que, incluso en un escenario favorable, a los Estados Unidos y a Gran Bretaña les va costar mucho más tiempo asomar la cabeza por el otro lado.

Personas de lo más sesudo tienen miedo, y con razón, de perder su puesto de trabajo, su vivienda y sus ahorros. Sólo mantienen la tranquilidad aquellos que son demasiado estúpidos para darse cuenta de la gravedad del desastre o demasiado jóvenes para imaginar una sociedad en la que ya no exista la gratificación inmediata.

Mi hija hizo en cierta ocasión una observación referida al contexto doméstico. «Papá, la vida es aquello a lo que uno está acostumbrado», dijo. Me pareció un comentario profundo sin pretenderlo. En la guerra o en la paz, a todo el mundo se le hace cuesta arriba asimilar la idea de que su entorno -el material, el social o el económico- se transforme en otro totalmente diferente del que es.

Durante la Segunda Guerra Mundial, Churchill explicó este fenómeno al jefe del ejército británico, el general Sir Alan Brooke. Lo llamaba la teoría del «tubo de las tres pulgadas» de la respuesta humana. Los seres humanos, según él, no pueden asimilar más que una cantidad limitada de hechos dramáticos, no más que la capacidad, por así decirlo, de un tubo de tres pulgadas [1].

Así pues, todo lo que sucede más allá se escapa a toda velocidad por una especie de rebosadero emocional. Muchas personas, el propio Brooke entre ellas, experimentaron exactamente eso en Gran Bretaña en 1940. Era tal el cúmulo de sensaciones que se sucedían unas tras otras, que fueron muchas las personas que no alcanzaban a calibrar el impacto que merecían esos sucesos, afortunadamente para la moral de la nación.

Un poco de conocimiento de la Historia hace más fácil adquirir una perspectiva sobre las desgracias que nos aquejan. Una lectura sosegada de los diarios de Samuel Pepys proporciona una magnífica lección a todos aquellos que son tan tontos como para pensar que nuestra época es exageradamente peligrosa.

Pepys vivió y trabajó como funcionario al servicio del Gobierno durante un periodo en el que prácticamente todo el mundo tenía miedo a perder su cabeza, su salud y su hacienda. Si bien participó del regocijo por la restauración de la Monarquía en 1660, el Gobierno posterior del rey Carlos II fue más bien precario. Pepys desarrolló una próspera carrera en el departamento de Marina, pero nunca sintió la más mínima sensación de seguridad.

En 1665, la gran peste azotó Londres. Al año siguiente, Pepys fue testigo del gran incendio. Las finanzas de la nación se tambaleaban. El 8 de septiembre escribió en su diario: «Me levanto y me dirigo a Whitehall. Me paro donde Sir G. Carteret, para rogarle que nos acompañe y hacerle alguna pregunta de dinero, pero no puede ni lo uno ni lo otro. Sólo repite: '¿De dónde podemos sacar algo, o qué vamos a tener que hacer para sacarlo?'. Está ocupado, parece, en la correspondencia entre la City y el Rey todos los días. Se pasa las horas solucionando problemas».

A todos les parecía que aquellos tiempos de dificultades difícilmente iban a empeorar; pero empeoraron. En junio siguiente, la flota holandesa remontó el río Medway, al sur de Inglaterra, e incendió los astilleros de Chatham. Pepys, presa del pánico, sacó todo su dinero de Londres y escribió: «Lo cierto es que tengo mucho miedo de que el reino entero acabe arruinado... Dios nos asista, y Dios sabe en qué desórdenes podemos caer».

Las crisis de los tiempos de paz, precipitadas por enfermedades, desastres naturales o quiebras financieras, son con frecuencia más difíciles de sobrellevar que las de tiempos de guerra. La población se encuentra limitada al papel de víctima, impotente para determinar su propio destino.

Un punto importante de la genialidad de Churchill en 1940 y 1941 fue caer en la cuenta de que el pueblo británico necesitaba sentirse partícipe en lugar de limitarse simplemente a mostrarse pasivo ante la monstruosidad nazi. Todo aquel cavar de trincheras y la responsabilidad de la Home Guard [2] fueron de escasa utilidad a efectos prácticos. Sin embargo, resultaron de un valor inestimable para hacer creer a la gente común y corriente que estaba «aportando su grano de arena». Mucho tiempo después de superarse la amenaza real de invasión de los alemanes, Churchill sostuvo aquella ficción. El sabía que esa defensa contra las hordas nazis invasoras mantenía viva la ilusión en millones de ciudadanos británicos, que, de no ser así, se habrían hundido en el abatimiento y la apatía, de que estaban haciendo algo.

La experiencia más angustiosa de la que los británicos guardan memoria no fue la guerra, que ofreció notables estímulos compensatorios, sino el periodo que la siguió. A finales de los años cuarenta, los alimentos seguían racionados. Había una escasez desesperante de combustible. La gente sufrió privaciones horribles durante los meses del crudo invierno de 1947. De pronto, los británicos eran conscientes de que, aunque habían salido victoriosos del conflicto bélico, eran los grandes perdedores de la paz. Su imperio se estaba desmoronando.

El triunfalismo y la prosperidad económica de los norteamericanos contrastaban con la amargura y la pobreza de los británicos. Mi padre escribió una carta con ocasión de mi nacimiento, en diciembre de 1945, que tiempo después me entregó en mi 21 cumpleaños, sobre cómo le parecía que era el mundo entonces. «A lo largo de mi vida -escribía-, este país ha pasado de ser una de las naciones más ricas del planeta a ser una de las más pobres». La austeridad gris y triste del periodo de posguerra se antojaba monstruosamente injusta a un pueblo británico que tantos sacrificios había realizado para plantar cara en solitario a los dictadores.

No hace falta que sigamos más con la lectura de la historia. Mi argumento es sencillamente que, si comparamos los reveses de hoy con los de épocas pasadas, deberíamos ser capaces de reunir un poco de valor para resistir lo más peliagudo de la crisis. El capitalismo occidental está sufriendo un golpe más que merecido en su desmedido orgullo. Sin embargo, cuenta, casi con toda seguridad, con la capacidad de resistencia, la energía y la imaginación suficientes para sacar la cabeza por otro lado.

No tenemos que hacer frente a amenazas a nuestra salud, a nuestra alimentación o a nuestra seguridad física comparables a aquéllas a las que tuvieron que enfrentarse generaciones como las de Pepys, Churchill y muchos otros a lo largo del último milenio. Si lo peor que nos puede suceder es que perdamos algo de dinero, entonces no parece correcto que le demos tanto bombo a esto.

Hace unos años, mientras investigaba para la elaboración de un libro sobre la Europa de 1944-1945, conocí en Nueva York a una encantadora ancianita, de nombre Edith Gabor, que había sobrevivido a la reclusión en varios campos de concentración de los nazis. Tras dedicar unas cuantas horas a escuchar su historia, pasé un buen rato en la calle, a las puertas de su piso, esperando un taxi que me llevara al aeropuerto Kennedy para coger un avión de regreso a Londres.

El taxi no llegaba. Primero me impacienté, luego me puse nervioso. Edith, aquella octogenaria judía húngara, corpulenta y bajita, bajó y se quedó a mi lado en la acera. Se reía a carcajada limpia. «¡Tranquilícese! -me dijo- ¡Esto no tiene importancia! Cuando se ha pasado por un campo de exterminio, llegas a darte cuenta de que perder un avión no es en realidad algo que importe mucho». Me sentí avergonzado de haber exteriorizado ante aquella mujer una preocupación tan poco importante, característica de nuestra generación increíblemente privilegiada.

La crisis crediticia es muy alarmante. Ahora bien, en el contexto de experiencias de nuestra época como la que conoció Edith Gabor, la verdad es que no tiene una gran importancia.

Max Hastings, periodista e historiador británico. Su último libro publicado es Nemesis.

Notas:
[1] Una pulgada equivale a 2,54 centímetros; tres pulgadas son 7,62 centímetros.
[2] La Home Guard fue un cuerpo de voluntarios encargados de la defensa nacional en las islas británicas durante la Segunda Guerra Mundial.