Crisis institucional y reforma constitucional

La reforma de la Constitución es la asignatura pendiente de la democracia española. A diferencia del resto de constituciones de nuestro entorno, que han ido adaptándose —mediante un gran número de reformas— a las nuevas circunstancias políticas y económicas surgidas en las últimas décadas, y de forma singular al proceso de integración europea, la Constitución española solo ha sido objeto de dos reformas puntuales (los artículos 13 y 135). El último intento serio de afrontar el problema se produjo cuando José Luis Rodríguez Zapatero anunció en su discurso de investidura de 2004 su propósito de abordar cuatro reformas (la inclusión de las comunidades autónomas, el Senado, la inclusión de la Unión Europea y la sucesión a la Corona). Esa iniciativa presidencial condujo a la elaboración por parte del Consejo de Estado, presidido por el profesor Rubio Llorente, de un extenso, riguroso y bien fundamentado Informe sobre la Reforma Constitucional que, lamentablemente, pronto cayó en el olvido.

En el convulso contexto político y social actual, a quienes defendemos la conveniencia de abrir un proceso de reforma constitucional se nos formulan, básicamente, tres tipos de objeciones que conviene examinar: en tiempos de crisis es mejor no tocar la Constitución; la reforma exigiría una disolución de Cortes y eso no conviene al país; no existe el consenso político necesario.

La primera objeción olvida que —desde un punto de vista histórico— lo que distingue a la Constitución del resto de normas jurídicas es su naturaleza de norma de crisis. Las Constituciones surgen y se aprueban siempre en los periodos de convulsión política y social. Las reformas constitucionales son también, en muchas ocasiones, respuestas a crisis o desafíos. Así, la segunda y última reforma de nuestra Constitución, la que en septiembre de 2011 modificó el artículo 135 para introducir el principio de estabilidad presupuestaria, tuvo su origen en el abismo económico en que se encontraba España en aquel verano en que a punto estuvo de tener que pedir un rescate total de su economía a las instituciones europeas. En definitiva, la situación de crisis no es que haga inconveniente acometer la reforma, sino que puede llegar a convertirla en imprescindible.

La segunda objeción es también inconsistente. Es cierto que la reforma profunda que exige nuestra Constitución debe verificarse a través del procedimiento superagravado previsto en el artículo 168, que requiere inexcusablemente disolución de Cortes y celebración de un referéndum nacional. Ahora bien, la reforma habría de hacerse coincidir temporalmente con la próxima disolución ordinaria de las Cortes, prevista para 2015. De esta forma, aprovechando la disolución de las Cortes por el transcurso de su mandato de cuatro años, evitamos tener que recurrir a una convocatoria electoral adicional y recortar innecesariamente la duración de la legislatura. Que la reforma sea necesaria no quiere decir que deba acometerse a toda velocidad, lo que sería incompatible con el rigor que exige. Lo imprescindible es poner ya en marcha un proceso para alumbrar un texto que pueda ser votado por las Cortes de la legislatura actual en su último pleno previsto para 2015.

La tercera objeción es, realmente, la única válida y la que nos obliga a señalar el modo de superarla. La reforma debe ser aprobada por una mayoría de dos tercios de las Cámaras y ello exige el acuerdo, al menos, entre los dos grandes partidos del país. Cualquier propuesta de reforma constitucional elaborada unilateralmente por un partido está condenada al fracaso. Por ello, la elaboración de las propuestas debe partir de una comisión en la que participen al menos representantes de los dos grandes partidos, y a la que convendría se sumasen el resto de fuerzas políticas. Esa comisión debería alumbrar un acuerdo político básico sobre la finalidad y el contenido de las reformas, susceptible de ser traducido jurídicamente en un proyecto articulado que pudiera ser debatido en las Cortes Generales.

La clase política ha olvidado que, si bien la reforma tiene por objeto adaptar la norma constitucional a nuevas circunstancias, es, ante todo y sobre todo, un mecanismo de garantía y defensa de la propia Constitución. Una Constitución que en un contexto de creciente desafección política y de desprestigio de las instituciones no se reforma, corre el riesgo de perecer en medio de una crisis de confianza y de legitimidad del sistema.

La reforma no tendrá efectos taumatúrgicos, pero puede servir para insuflar savia nueva en el texto constitucional; para que las nuevas generaciones tengan ocasión de refrendar el pacto constitucional; para regenerar la confianza de los ciudadanos en el sistema, haciendo que vuelvan a sentirse dueños de su destino; y para transmitir una imagen de unidad frente a las instituciones europeas y los inversores internacionales. En definitiva, la apertura de un procedimiento de reforma constitucional podría configurarse como un valioso instrumento para la regeneración democrática del país y la superación de la crisis, económica, pero sobre todo institucional.

Javier Tajadura Tejada es profesor de Derecho Constitucional en la Universidad del País Vasco. Codirigió con Santiago Roura el volumen colectivo La reforma constitucional, Biblioteca Nueva, Madrid, 2005.

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