¿Crisis o reformas?

En determinados momentos históricos la atmósfera pública se electrifica, los debates sobre cuestiones resueltas en el pasado se hacen agrios; aparecen por doquier profetas que ofrecen barrer toda corrupción existente e imaginaria y que prometen un tiempo nuevo en el que la felicidad celestial palidecería de envidia ante la epifanía de una sociedad virtuosa. Son periodos de tiempo en los que el futuro se hace presente. Las instituciones y los actores principales de la vida pública tienden a actuar, como siempre, como si no sucediera nada y, sin embargo, todo lo que hacen no consigue más que precipitar su anacronismo. Curiosamente, este panorama dinámico puede convivir con las rutinas más ancestrales de una sociedad que encuentra su seguridad en vivir como siempre lo ha hecho, en creer en lo que siempre ha creído, en confiar en quien siempre ha confiado. Es la lucha de lo antiguo y lo nuevo, del presente y el futuro, de la rutina y el cambio.

¿Crisis o reformas?Si esta dinámica adquiere la fuerza suficiente estamos ante una revolución; pero si el impulso de lo nuevo es inferior en fuerza a las tradiciones, a las instituciones constituidas o a las rutinas, el saldo puede ser diverso; y no es excepcional que el pasado, después de los primeros impulsos de cambio, adquiera más fuerza, más poderío. En Europa las revoluciones que han transformado la realidad las podemos contar con los dedos de una mano, aunque nos refiramos con frecuencia inflacionista a ellas para designar crisis sociales y cambios radicales. En España hemos vivido con frecuencia estos periodos de exaltación, de enconadas y a veces sangrientas luchas fratricidas, pero lo nuevo en pocas ocasiones ha tenido fuerza suficiente para imponerse de manera radical e irreversible. Por desgracia ha sido frecuente que estos periodos de exaltación fueran seguidos de tiempos de retroceso, de reacción, de ensimismamiento nacional.

Tal vez entre los excepcionales periodos de progreso en nuestra Historia podamos incluir el iniciado con la aprobación de la Constitución del 78, pero al final, como en otras tantas ocasiones, ni terminamos bien el trabajo iniciado, ni supimos embellecerlo con relatos apropiados para que las futuras generaciones hicieran suyo el esfuerzo colectivo que representó la Transición. El desinterés y la incapacidad para apreciar lo que hemos hecho ha debilitado las instituciones españolas y la crisis económica ha ayudado a incrementar su deslegitimación, provocando el distanciamiento entre la política oficial y el pueblo español, siempre dispuesto a desconfiar del poder organizado y a escuchar a líderes, manteniendo así la costumbre del caudillaje, que nos incita a ser suspicaces con todo lo abstracto -instituciones- si no es sublime, y en cambio buscar la seguridad en personas a las que vestimos con carismáticos ropajes. La falta de una educación cívica durante estos 38 años ha sido causa importante de la situación de descreimiento que vivimos.

Por no recordar un pasado tan ingrato como el nuestro hemos depositado toda nuestra confianza en el exterior, en la UE, en la inercia y en el éxito económico; olvidando que los símbolos, los relatos y la educación cívica son bases necesarias para una democracia integrada y fuerte. Pero cuando nuestros socios europeos han mostrado sus debilidades, cuando la inercia ha dejado de ser un límite y el éxito económico se puede poner en duda, todos los fantasmas de nuestra historia han vuelto a aparecer. La desconfianza hacia el poder se instala en el comportamiento social e individual de los españoles, impulsada por casos escandalosos de corrupción económica que los medios de comunicación generalizan. La quiebra social entre las «novedades políticas de temporada» y lo que parece viejo por descuido de todos, se radicaliza; el enconamiento social se extiende y las razones públicas de nuestra preocupación se reducen al campanario de la iglesia de nuestro pueblo. Aparecen los profetas de los «pronunciamientos» -en este caso y por suerte de carácter civil- con soluciones mágicas, adánicas, y como muchas veces en nuestra historia, nos instan a volver a empezar, ante la parsimonia de unos, el interés de otros y la cobardía de muchos.

El análisis de esta realidad, definida por la radicalidad y la suplantación del discurso político por una suma de palabras tan rimbombantes como confusas, no nos indica cambios que mejoren la vida pública; más bien nos revela que viviremos tiempos de precariedad institucional y de inestabilidad política. Este futuro, que nos estamos labrando a pulso, asusta a importantes sectores de la sociedad, que prestos, y guiados exclusivamente por el miedo, piden acuerdos de coalición al Partido Popular y al Partido Socialista. Algunos, que hace diez años abominaban de la posibilidad de que los dos grandes partidos se pusieran de acuerdo para derrotar a ETA y ganar a un PNV que veía en la situación provocada por el terrorismo una oportunidad para negociar con el Estado en una posición de fuerza, hoy proponen con descaro e impostura grandes coaliciones para frenar a Podemos o evitar la inestabilidad que acecha en el horizonte. Ni una duda, ni una reflexión que vaya más allá de lo que se alarga la sombra de su miedo y de su soberbia. Pero el tiempo, que puede convertir lo sublime en ridículo y lo razonable en locura, no permite hacer más de lo que unos pocos propusimos hace una década. Hoy, como siempre, las soluciones las encontraremos con diagnósticos más realistas y pretensiones más humildes.

El impulso de los próximos años debe ser reformista y en esa pretensión general deberían estar de acuerdo los dos grandes partidos institucionales, comprometiendo en las próximas elecciones generales una agenda política con reformas concretas. No sabemos si las nuevas expresiones políticas tendrán el éxito que pronostican las encuestas, pero parece clara la voluntad general de buscar nuevas plataformas de participación en los cambios que se produzcan. El problema planteado por los independentistas catalanes, el cierre del ciclo político dominado por ETA en el País Vasco, las reformas legislativas que propicien la participación ciudadana, la definición de un modelo sindical válido para los próximos años, una reforma educativa exigente, dirigida a los nuevos retos que se plantean a las sociedades modernas y cuyo objetivo fundamental sea generar una ciudadanía -ciudadanos responsables, con conocimiento de sus derechos pero también de sus obligaciones-, una definición clara de nuestros puntos fuertes como país y de nuestras debilidades -suenan a ridícula ensoñación todas las propuestas de cambio del «modelo económico» que no tienen en cuenta nuestra realidad-, y por último un gran esfuerzo dirigido a fortalecer la Justicia y hacerla más ágil, son retos que no los puede enfrentar un gobierno sólo, por muy fuerte que sea; necesita acuerdos que nacen de la negociación y de la síntesis de puntos de vista diferentes. El problema español -en las dos repúblicas y durante el periodo de influencia de la generación del 98- siempre ha sido que hemos preferido las grandes declaraciones a las reformas, los discursos grandilocuentes al pragmatismo, empezar de nuevo antes que ir poco a poco. Hoy no podemos equivocarnos y convertirnos en esclavos de nuestras palabras, de nuestros discursos, de nuestras frustraciones, como les sucedió a la generación del 98 y a las posteriores; debemos iniciar un camino de reformas radicales y hacerlo moderadamente.

Todo esto no sería un sueño si quien terminara ganando las elecciones generales, olvidando las soluciones fáciles y baratas, se aprestara a confeccionar un gobierno trasversal, de los mejores, trascendiendo las fronteras de los partidos y recordando aquellos versos del tío de Jorge Manrique sobre nuestros tradicionales errores al elegir a los responsables políticos, errores que se han manifestado en los últimos gobiernos del anterior presidente y, por desgracia, también en esta última legislatura: «Los mejores valen menos/ ¡Mirad qué gobernación:/ ser gobernados los buenos/ por los que tales no son/ ...Que cuando los ciegos guían / Guay de los que van detrás!». La agenda comprometida y un Gobierno por encima de las siglas facilitarían los acuerdos. A más no podemos llegar, menos sería asegurar una decadencia que puede ser larga, pero que no será dulce.

Nicolás Redondo es presidente de la Fundación para la Libertad.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *