Crisis y déficit democrático en la UE

Hasta bien entrado el siglo XX la mayor influencia en el desarrollo de la personalidad, después de la familia y la clase social, provenía del Estado. Yo soy yo y mi circunstancia nacional. Se comprende que en este contexto el nacionalismo echara raíces profundas. Hoy, en cambio, Europa constituye el nuevo marco de referencia. De alguna forma intuimos que lo que ocurra en la Unión va a determinar en buena parte la calidad de nuestras vidas. España es el problema y Europa la solución.

Esta creencia ha suavizado no pocas tensiones internas, al encontrar los nacionalismos periféricos y el español un punto de equilibrio en el afán compartido de converger hacia Europa. Una vez que se ha evaporado de nuestro horizonte un destino común para los pueblos de España, cuando nos preguntamos por el futuro colectivo, en realidad estamos inquiriendo por el de Europa. Una aseveración a estas alturas bastante trivial, pero que conviene hacer explícita.

Los españoles hemos sido europeos de refilón y de forma harto conflictiva. No cabe ni siquiera enumerar las etapas de nuestra problemática relación con Europa; baste con subrayar que por vez primera —lo cual de ningún modo quiere decir que definitivamente— la fracción proeuropea ha triunfado en la Península Ibérica. Por lo menos en los últimos decenios los españoles nos habíamos distinguido por nuestro fervor europeísta. Algunos socios maldicientes del norte afirman que por las ayudas recibidas.

La crisis ha atemperado este fervor, pero si lo pusiéramos en cuarentena, nos quedaríamos a la intemperie. Por eso nos cuesta tanto barajar la hipótesis de una posible congelación del proceso europeo, pero desde que optamos por la ampliación en detrimento de la profundización, la integración política se desvanece en el horizonte y tan solo queda operativo el impulso de seguir ampliando el mercado sin límites geográficos precisos. Incluso, cuando la crisis del euro ha puesto de manifiesto que la moneda común solo se salva con la integración política, ello no supone que se consiga.

Si la Unión Europea se disolviera el futuro de la democracia sería probablemente mucho más negro, pero esta sospecha no suprime el hecho, duro de roer, de que una organización democrática no fue uno de los pilares de la primera Comunidad Económica. Se quiso remediar con un Parlamento elegido a partir de 1979, pero que, pese a los avances conseguidos, sigue careciendo de la función principal de un parlamento, el derecho a presentar y votar leyes. Tanto en la participación ciudadana, como en el control democrático de las instituciones comunitarias la Unión deja mucho que desear. A menudo oimos la broma de que un país con las estructuras políticas de la Unión sería rechazado como socio.

La ironía se sostiene en el error de trasladar los componentes propios del Estado a las nuevas organizaciones supraestatales. La Unión no pretende, pero tampoco podría aunque quisiera, convertirse en un nuevo Estado federal a la manera de Estados Unidos de América. Para ello le falta una población que se sienta y se defina europea. Por mucho que aumenten sus competencias, el Parlamento no puede representar a una población europea que en el mejor de los casos todavía no existe.

El problema se agrava con la estructura económico-social que impone la Unión. Se inició con el objetivo de lograr una Europa librecambista, y ha llegado a crear un “mercado único”; pero no estaba, ni está dispuesta a encarar los muchos problemas —los más graves, un paro que permanece relativamente alto y una desigualdad social creciente— que conlleva el mercado sin controles suficientes.

La política social está ausente del Tratado de Roma (1957), y los Tratados posteriores no han cubierto este vacío; todo lo más, en los preámbulos se mencionan “el progreso social” y “un nivel alto de empleo”, como fines generales de la Unión. La política social de la que nos sentimos tan orgullosos los europeos se constriñe a la que los Estados puedan llevar adelante.

Desde un liberalismo radical, y muy significativamente bajo la categoría de “solidaridad”, a la que los conservadores apelaron para sustituir a la de “justicia social” que manejaba el movimiento obrero, en la Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea se alude a la dimensión social de los derechos básicos. Se discute si los derechos sociales que incluye la Carta expresan fines políticos, o son derechos cuyo cumplimiento el ciudadano podría exigir por vía judicial. Resulta obvio que el derecho a un puesto de trabajo, o a una vivienda digna, como a la mayor parte de los otros derechos sociales, no pueden ser más que fines políticos que en el orden socio-económico establecido los Estados ni las instituciones comunitarias están en condiciones de conceder. Hasta qué punto es marginal la política social para la Unión queda de manifiesto en lo fácil que es desprenderse incluso de reconocer los principios más elementales de lo social, acogiéndose a la claúsula de opting-out, como han hecho, y no solo, los británicos.

Desde el momento mismo de su tardía asociación, está muy arraigada en el Reino Unido una fuerte desconfianza ante la Europa comunitaria, que a menudo llega a una clara hostilidad. Uno de los motivos es que a su ingreso los británicos se encontraron con una Europa ya acoplada a los intereses agrarios de Francia y los industriales de Alemania. Pero fueron los británicos los que no quisieron entrar cuando habrían sido recibidos con los brazos abiertos y hubieran podido ajustar las instituciones comunitarias a sus necesidades. Tardaron demasiado en convencerse de que contarse entre los vencedores de la Segunda Guerra Mundial no impediría perder el Imperio ni ser desalojados del pedestal de gran potencia.

Una encuesta de 2009 muestra que solo el 30 % de británicos aprueba la pertenencia a la Unión y el 32 % es contraria. La crisis y la xenofobia han radicalizado entretanto a la derecha que manifiesta un euroescepticismo rabioso. Aunque más europeísta que en el pasado, el partido laborista se halla paralizado, temeroso de que en este ambiente excederse en europeísmo pudiera costarle muchos votos.

Según avanza, la integración económica merma la capacidad de llevar adelante una política social propia, que la crisis tiende incluso a reducir a mínimos. La Unión Europea no solo carece de instituciones democráticas serias sino que al no haber logrado apenas superar el status de una asociación interestatal de cooperación económica, en su liberalismo radical se ha revelado un factor coadyuvante en el desmontaje del Estado social, que una vez más queda de manifiesto en la política de austeridad que trata de imponer para salir de la crisis.

Cabe establecer una correlación entre una mayor integración económica en la UE y menos Estado social en sus miembros. No hay que descartar, por tanto, que la tendencia antisocial que la Unión lleva en su entraña termine por atraer la ira de los pueblos. Por lo pronto, ya se percibe un resentimiento antieuropeo, y no solo en el Reino Unido, ni únicamente en los extremos del arco político.

Pero aun desde el supuesto de que el proceso de integración siguiera adelante, las estructuras supranacionales que van surgiendo se apartan cada vez más de ser democráticas ¿Qué tipo de democracia habrá que inventarse para estructuras políticas supraestatales? Es una cuestión fundamental para la que todavía no tenemos respuesta.

Por Ignacio Sotelo, catedrático de Sociología.

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