Crisis y empleo público: una extraña pareja

Las crisis económicas son propicias para que aflore el debate sobre el número de empleados públicos en nuestro país y sobre su capacidad y profesionalidad. No es nada nuevo. En etapas de bonanza, la figura del funcionario se desintegra en el psique colectivo, pero en etapas de depresión aguda, se demoniza, convirtiéndolo en la personificación de todos los males posibles.

Si se aspira a abordar esta cuestión de un modo racional y desapasionado, es evidente que no se puede perturbar el análisis por la desazón que produce en muchos ciudadanos la situación de riesgo empresarial o pérdida de empleo que están padeciendo. Porque son precisamente la inestabilidad o la posibilidad de perder la ocupación, lo que lleva a muchos españoles a cuestionar la estabilidad e inexistencia de riesgo aparente que caracteriza a los empleados públicos.

De España se dice que cuenta con una Administración Pública sobredimensionada. Pudiera estimarse así, existiendo factores que avalan esta tesis. Ahora bien, el análisis de los datos a los que luego se hará mención lo desmienten y, en todo caso, ninguna de las causas que motivarían tal aseveración resultan imputables al propio funcionario. Entre esos factores destacan el incremento de empleados públicos como consecuencia de la expansión de las Administraciones territoriales, la proliferación de entidades públicas de diversa naturaleza que han propiciado la creación de nichos laborales, cuando no políticos, para determinadas personas, o la creación de contingentes de asesores híbridos, casta de elegidos entre la autoridad política y los propios funcionarios.

De hecho, en planificación de recursos y organización administrativa, hemos asistido en las últimas décadas a una explosión del wishful thinking, de temperamento creativo, frente a una reforma coordinada y estratégica de lo que debe ser el servicio público. En treinta años se ha multiplicado por cuatro el número de empleados públicos, un dato que por sí puede conducir al sonrojo, si bien es cierto que los servicios que se prestan se han incrementado exponencialmente y que la población española ha crecido sobremanera. A cambio, no deja de llamar poderosamente la atención que el nivel de externalización de servicios ha crecido en los últimos años o que, en otras épocas, no existían medios electrónicos, informáticos y telemáticos que ahora hacen posible una gestión más eficaz y ágil de la Administración. En este contexto, pudiera resultar difícil justificar esa mitosis funcionarial.

Por ello, aun cuando se mantuviese que de un análisis cuantitativo, pudiera inferirse intuitivamente que existe un exceso de efectivos, en perspectiva cualitativa, las invectivas que se dirigen a los empleados públicos en esta fase del ciclo resultan cuando menos desajustadas. Vaya por delante que nunca se pueden defender conductas reprobables -absentismo injustificado, incumplimientos de horarios de trabajo, trato indebido a los ciudadanos- pero lo que tampoco debe hacerse es una enmienda a la totalidad para estigmatizar el servicio público y a sus representantes. En crisis, todo funcionario es una rémora, con un viático permanente para poder sobrevivir en medio de la tormenta.

Más allá de la crítica rápida, comprensible en estos momentos, deben hacerse otras valoraciones más equilibradas.

Analicemos algunos datos que confirman las aseveraciones efectuadas anteriormente. Así, según datos publicados por el Registro Central de Personal en su Boletín Estadístico, en la Administración Pública Estatal, a enero de 2009, prestan servicios el 21,8% del personal en las Administraciones Públicas; en las Administraciones de las Comunidades Autónomas lo hacen el 50,6%; en la Administración local el 23,8 %; y, por último, en Universidades el 3,8%

De lo expuesto resulta que dos terceras partes de los empleados públicos trabajan en las Autonomías y la Administración Local. Pero es que, además, el número total del personal al servicio de las Administraciones Públicas supuso, en el año 2008, el 13% de la población activa y el 15% de la población ocupada (en este sentido, cabe destacarse que tales cifras son similares a las de, entre otros, Alemania, Países Bajos, Dinamarca, Italia, Portugal, siendo que en Francia el ratio es de un 22% y en los países nórdicos ronda el 30%. Cabría, en consecuencia plantearse si nos encontramos más que ante un problema de números, ante uno de eficacia política). Siendo, así mismo, interesante la evolución de este personal sobre la EPA, en el periodo de los últimos cinco años, ya que en la Administración General del Estado o bien se mantiene lineal o bien desciende.

Por otra parte, no debe olvidarse que el porcentaje de incremento del personal de las distintas Administraciones Públicas en España ha evolucionado, en el periodo 2004 a 2009, de la siguiente manera: el 6% en la Administración Estatal (habiéndose producido este incremento, básica y fundamentalmente en las Fuerzas de Seguridad y en las Fuerzas Armadas); el 15% en la Administración de las Comunidades Autónomas, y un 12,6% en la Administración Local. Estas cifras vuelven a mostrar que, para el periodo de referencia, el incremento de funcionarios es mucho más alto en las comunidades autónomas y ayuntamientos que en la Administración estatal.

Puede afirmarse, por tanto, que las cifras, una vez examinadas, demuestran no sólo que no se alcanzan las cotas descritas apocalípticamente en muchas de las tertulias de los medios de comunicación, sino que, quizás, lo que apuntan es a otros temas que pudieran incidir en el debate territorial.

Para que el tema analizado adquiera su auténtica proporción, debe recordarse (cuestión casi siempre injustamente olvidada) que en el sector público español trabaja un número importante de funcionarios pertenecientes a Cuerpos Superiores que son el principio dinamizador de cuantos servicios se prestan. Son esos mismos funcionarios los que hacen posible moderar la política exterior, racionalizar la gestión y el control del presupuesto y de sus tributos, informar y atender jurídicamente a los diferentes órganos de la Administración, arraigar el sector público en la era de las telecomunicaciones, o prevenir y controlar abusos en el mercado laboral, entre otros muchos cometidos.

Es extraordinario el capital humano que aportan estos Cuerpos a la Administración y también a la sociedad en su conjunto. España cuenta con un número importante de funcionarios especializados que hoy forman parte de los principales centros de poder nacional e internacional, tanto públicos como privados. Todos ellos se formaron profesionalmente en la Administración y muchos de ellos desplegaron después su potencial en el sector privado, sirviendo en cualquier caso a nuestro país.

Cuando en Navidad, su familia siente a un funcionario en su mesa, cual Plácido convidado -y es raro que no haya familia española sin funcionario- juzgue al invitado por lo que es. La gama cromática de funcionarios es extensa, pero recuerde que gracias a un número importante de esos funcionarios la rueda sigue moviéndose. Cuando el Sísifo de la Economía vuelva a empujar la piedra ladera arriba, verá como de nuevo el funcionario pasa a ser un ser imaginario, invisible, casi inexistente.

María Luisa Cano de Santayana Ortega, presidenta de la Federación de Cuerpos Superiores de la Administración Civil del Estado (Fedeca), y Mario Garcés Sanagustín, presidente de la Asociación Profesional del Cuerpo Superior de Interventores y Auditores del Estado.