Crisis y políticos

En demasiadas ocasiones, los ciudadanos tienen la sensación de que los políticos se enredan en asuntos que poco o nada tienen que ver con los intereses generales y sí con los intereses particulares de quienes les representan. Durante mucho tiempo se ha considerado a los políticos como seres interesados, alejados del bien común y partidarios del segundo término del binomio valores-intereses que acompaña al ser humano a lo largo de su vida.

Esa sensación se incrementó notablemente tras la caída del muro de Berlín cuando, desaparecido el modelo alternativo comunista que amenazaba al occidental, se consideró que el fin de las ideologías se había consolidado y que el mercado lo llenaba y solucionaba todo. Los que quisieron enterrar la política, y a los políticos que dejaron enterrarla, andan ahora despistados buscando respuestas a interrogantes que el mercado no ofrece. Hoy los más sensatos de la tribu adivinan o constatan que el sistema occidental está en crisis y que el capitalismo ofrece, en el espejo en el que se mira, una imagen fea y desagradable.

Mientras existió el comunismo, la imagen que proyectaba el capitalismo era aceptable, puesto que el sistema alternativo era horroroso. Y ante esa imagen fea y deformada, todos andan a la búsqueda de la política para que devuelva al sistema occidental una imagen aceptable. El problema es que tanto tiempo de debilitamiento de la política ha hecho sus estragos y no parece fácil encontrar a políticos que sean capaces de dar respuesta a la crisis en la que nos movemos con desconcierto y dificultad.

El grave problema que tenemos encima se une a la dificultad de comprensión de lo que está pasando. Si no se comprende lo que ocurre es bastante difícil que se acierte con el diagnóstico y con el tratamiento. A lo más que se llega es a especular con el tiempo que pasará hasta que remontemos la situación; los más optimistas hablan de dos años y los más pesimistas hablan de tres, pero sin que sepamos exactamente el porqué del pesimismo o del optimismo. Desespera ver que junto a la envergadura del problema nosotros sigamos actuando como si las cosas fueran iguales que siempre y como si lo de siempre no hubiera cambiado. Por eso resulta tan absurdo el peligroso juego de las Balanzas Fiscales; no tanto por el mensaje que pretenden transmitir como por la incomprensión del nuevo mundo en el que estamos metidos.

El hecho de la elaboración de esas Balanzas pone de manifiesto que se sigue pensando en la empresa de hace cincuenta años, encerrada en su territorio y fabricando en cadena en ese pedazo de tierra que le daba identidad. Pasada la etapa de la localización por razones identi-tarias o de tradición y superada la deslocalización por razones de costes totales, hoy las empresas se han convertido en globalizadas, de tal manera que sus unidades de producción se fabrican segmentadamente allí donde el empresario considera más rentable su beneficio: un tornillo en Brasil, un manguito en China, un cristal en Croacia, etcétera. Atribuir los inputs de esas empresas

a determinado territorio es decir medias verdades que siempre son mentiras enteras. De igual forma, las grandes unidades empresariales de nuestro país tienen su sede social en zonas donde se genera el 20% o 25% de sus ventas; el 70% u 80% restante se hace en otras áreas de España. Por cierto, como no podía ser de otra forma, puesto que cuanto más fuerte sea la empresa, más capacidad de penetración en el resto del territorio, de tal suerte que el desarrollo de unos se realiza a costa de la capacidad de compra del resto, en una ecuación directamente proporcional.

La sociedad que se está formando significa el tránsito de la era industrial a la posindustrial, y cuanto antes lo veamos, mejor. La única fórmula para adivinar el futuro es querer verlo; no existe más secreto. La única manera de ver el futuro es poniéndose a construirlo. Se sabe por experiencias anteriores que habrá gente que se resista a aceptar que las cosas se conducen de distinta forma. También cuando la máquina hizo su aparición, los detentadores de la tierra se negaban a comprender que el tránsito de la sociedad agraria a la industrial había comenzado. En aquella ocasión se tardaron cien años en el trayecto. Ahora la velocidad es mucho mayor, vertiginosa casi. Pero no hay ninguna duda de que estamos pasando de la sociedad industrial a la de servicios gracias a la incorporación de las nuevas tecnologías que lo están alterando todo. Quien haya participado en una subasta por Internet habrá podido comprobar que, tarde o temprano, los productos que se ofrecen llegarán a costar cero euros; por primera vez en la historia se subastan productos a la vista de todos, lo que posibilita que productos iguales entren en una competición a la baja que hará inútil el beneficio por su fabricación. Es ya el servicio que se presta por esos productos lo que añade valor a la economía, por lo que pensar que en dos o tres años las cosas volverán a su sitio es no comprender la trascendencia de este cambio de modelo que estamos viviendo como sin querer verlos.

Resulta llamativo que sigamos en Europa y en España empeñados en debates absurdos y que nos consumen y anulan la credibilidad de quienes los realizan, cuando la digitalización ha aplastado conceptos que hay que redefinir para ser eficaces en las respuestas a los interrogantes que se formulan. La identidad ha de ser contemplada desde una nueva visión que no tiene nada que ver con el concepto tradicional unido a territorio, lengua y cultura. Hoy la identidad sólo sirve para diferenciar entre ciudadanos digitalizados por edad o por esfuerzo de comprensión y ciudadanos analógicos. No importa dónde nacieron, cuál es su lengua o su cultura. O analógicos o digitales. Conociendo la investigación que está haciendo sobre la Red la rectora de la Universidad Abierta de Cataluña, yo me siento de la misma identidad que ella: uno catalán, otro extremeño; no conozco su edad ni su lengua ni su cultura, porque eso ya no importa en la nueva sociedad. Lo verdaderamente identitario es que los dos miramos el futuro desde la misma identidad digital.

También el concepto de propiedad ha cambiado. El negocio de la industria audiovisual, basado en la venta de estuches de plástico con un CD o DVD dentro, a 18 euros, no se podrá sostener por más tiempo, aunque no se quiera aceptar que las cosas ya no son como eran. Los jóvenes educados en la cultura digital no aceptan que le vendan un producto cultural envuelto en un formato carísimo, porque el mundo que ellos viven y respiran no necesita formatos sino inmediatez, que es lo que ofrece la Red. Esa Red que ya ha ideado sistemas de compra y venta de productos audiovisuales sin la intermediación de la industria. Sencillamente surgió otra forma de negocio adaptado al cambio de modelo económico.

Hoy, muchos responsables institucionales siguen contemplando el movimiento de los jóvenes con la mirada de los años sesenta. No importa saber de dónde es el trabajador que demanda un empleo. Lo trascendente para el desarrollo es que la inteligencia creativa, la que añade valor al producto, encuentre su sitio en el territorio donde ese joven se formó. Para eso se tiene que entrenar a la juventud en la idea de que la nueva sociedad exige jóvenes formados que ofrezcan sus conocimientos para crear y no para demandar.

Juan Carlos Rodríguez Ibarra ha sido presidente de la Junta de Extremadura.

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