Criterios y prejuicios

El ambiente navideño ha debido propiciar el anuncio del nuevo milagro: la multiplicación de los recursos financieros con los que contarán las comunidades autónomas, de forma que todas ellas queden más que satisfechas. La Comunidad de Madrid puede acabar siendo la beneficiaria neta del nuevo modelo. Pero resulta difícil de creer que ello sea compatible con saciar las demandas de, por ejemplo, Extremadura. Es posible que nos encontremos en puertas de una pax financiera, aunque haya que pensar con escepticismo en su duración. Todo está al alcance de un presidente que, mientras iniciaba las negociaciones con las comunidades de régimen común, amarraba la aprobación de sus presupuestos para el 2009 con los partidos que presiden las dos autonomías forales: PNV yUPN. Pero, aunque el milagro acabe produciéndose, permanecerán los prejuicios que ensombrecen el tema y los criterios de oportunidad que se esgrimen a demanda.

Uno de los prejuicios que más cuesta rebatir es el de la avaricia catalana. Dado que el pujolismo administró con sordina la cuestión de la financiación, incluso cuando se mostraba más agraviado, el resto de España entendió siempre que Catalunya gastaba de lo suyo y que era mucho. Cuando el déficit financiero comenzó a ser verosímil, antes de que el requerimiento de hacer públicas las balanzas fiscales llevase al Gobierno central a darlas a conocer, el argumento contrario al nuevo Estatut estaba ya servido: contribuyen las personas, no los territorios. También por eso de la misma forma que, a causa del maximalismo nacionalista, Euskadi corre el riesgo de quedarse a la cola de las reformas autonómicas, la vindicación compartida entre el tripartito gobernante y CiU probablemente acabe quedándose en tierra de nadie; entre la suficiencia financiera de la que la mayoría catalana desearía dotarse y el común denominador al que Catalunya se verá obligada tanto constitucionalmente como por el sentido de la ecuanimidad con el que opera Rodríguez Zapatero. En otras palabras, no es fácil que puedan ser aplicables a la Generalitat criterios más favorables que los que llevaron a Esperanza Aguirre a mostrarse "más que satisfecha" tras su visita a la Moncloa.

En el otro lado del mapa financiero se despliegan argumentos que exigen tener en cuenta la dispersión de la población, su envejecimiento o, por sus efectos en cuanto a gasto educativo, el porcentaje en edad escolar. La exposición de estos criterios suscita dudas sobre si se trata de argumentos sobrevenidos, oportunos a la hora de redondear las cuentas públicas, o si de verdad obedecen a razones de principio. La financiación del sistema de coberturas diseñado por la ley de Dependencia constituye un problema general que los mayores índices de envejecimiento de algunas autonomías y comarcas agravan solo levemente. En cuanto a educación, Euskadi es el mejor ejemplo de que el diferencial de gasto por plaza escolar no conlleva un rendimiento académico equivalente. Extremadura cuenta con siete empleados públicos entre autonómicos y municipales por cada cien habitantes, mientras que Catalunya no supera los 3,46. Puede que la dispersión poblacional justifique en algo tan sorprendente diferencia, pero resulta dudoso que lo explique todo. Aunque esta cuestión presenta un aspecto mucho más espinoso. Es razonable que la dispersión existente cuente a la hora de primar la financiación de una determinada autonomía. Pero lo que resulta discutible es que esta prima acabe fomentando la dispersión como opción estratégica en una época en la que el desarrollo humano requiere una mínima masa crítica concentrada en un entorno urbano.

Buena parte de la opinión publicada está imbuida del supuesto jacobino de la honesta racionalidad de la gestión centralizada de las finanzas del Estado frente a la ineficaz e incluso sospechosa administración regional o local. Supuesto que no se corresponde con la experiencia de una España autonómica territorialmente mucho más equilibrada que la heredada del franquismo. La práctica irreversibilidad del hecho autonómico impide que pueda comprobarse si dicha mejora se debe más a la autonomía que a la democracia y a la integración europea, y si la desigualdad interregional precedente era imputable más al centralismo que a la dictadura. Pero ello no puede eximir a las instituciones autonómicas de la obligación que tienen de demostrar que sus demandas y su propia gestión responden a intereses ciudadanos y no a la perpetuación en el poder y al consiguiente afán de subrayar el carácter singular de su comunidad política respecto de las demás.

Kepa Aulestia