Crítica de la crítica

Diversos indicadores confirman la salud cultural de una sociedad. Uno de ellos es la profesionalización de la crítica literaria. La crítica está llamada a florecer allí donde abunda la materia criticable, por tanto donde hay un elevado índice de lectura, unas estructuras editoriales dignas de tal nombre y una difusión adecuada de los libros. Para ser ejercida con garantías de excelencia, la crítica requiere dedicación plena. Relegada a los ratos libres, a los limitados huecos temporales que le dejan al crítico otras actividades absorbentes, quizá cansinas, es seguro que solo por excepción alcanzará resultados óptimos. Las copiosas lecturas, el cultivo del gusto, los conocimientos indispensables o el dominio de los términos y conceptos piden aplicación y tiempo. Sin ellos se abren las compuertas a los juicios arbitrarios del diletante. También piden libertad de expresión y una justa remuneración económica que no solo recompense el esfuerzo, sino que haga atractiva la actividad a los auténticos especialistas.

Es difícil, por no decir imposible, que un crítico cumpla a satisfacción su cometido, por mucha voluntad que ponga en el empeño, si no lo concibe como un servicio a los posibles lectores, que deberían ser los destinatarios únicos de su trabajo. Todo lo que se aparte del cabal cumplimiento de dicho servicio desvirtúa de lleno su profesión. La publicidad más o menos encubierta, el ajuste de cuentas con autores o editoriales, las maniobras para hacerse con huecos de poder o el invariable negativismo tantas veces nacido de personales frustraciones son las caras visibles de un tipo de crítica que da la espalda a su función verdadera y que cifra su interés primordial en trasladar una tolvanera de problemas, rencillas y debilidades humanas a quienes tan solo desean recibir información para saber después qué leer.

Los lectores habituados a departir sobre libros con otras personas saben que no existe una sola lectura acertada. A diario comprobamos que la misma obra puede haber hecho las delicias de un lector y sumido en el tedio a otro. Puestos a razonar tan dispares impresiones, acaso caigamos en la cuenta de que ambas son plausibles. Esto es así porque no existe lo que pudiéramos llamar lectura objetiva. El fuego quema por igual a todo el mundo; en cambio, una obra compleja genera reacciones disímiles, puede que hasta opuestas, sin que por dicha circunstancia ninguno de sus lectores deje de tener razón, si bien no puede negarse que habrá sido más afortunado quien haya entendido y disfrutado más. Esta disparidad en el juicio e interpretación de las obras de literatura se da en uno mismo. ¿A qué lector asiduo no se le ha caído de las manos un libro que de joven lo encandiló? ¿A quién no le ha sucedido alguna vez lo contrario?

Cada cual acude a los textos literarios con su bagaje cultural, su experiencia de los asuntos humanos, su edad, sus predilecciones, su estado físico del momento, etcétera. El crítico literario tampoco está exento de factores condicionantes. Toda crítica, como toda lectura, es de naturaleza subjetiva. La perspicacia en el razonamiento será lo que nos permita distinguir al buen crítico del simple tasador o del pelotero al uso. Esta visión privada de las cosas está en la base de cualquier actividad creativa. Si no fuera así, podríamos encargar a otros que leyeran de nuestra parte y luego nos hicieran partícipes de su lectura universal. Pero esto no es posible porque la perspectiva del ser humano es intransferible, aunque se pueda compartir. Ella es el elemento que confiere especial personalidad a la obra literaria, al tiempo que determina la interpretación y las posibles emociones que la referida obra suscite.

En lo que respecta al crítico (un intermediario a fin de cuentas), incurrirá en graves deficiencias si da en creer que su paladar constituye el único criterio admisible. No es raro toparse con personas que identifican lo que no les gusta o les despierta alguna suerte de antipatía con lo que está mal hecho. La historia universal de la literatura abunda en casos de juicios adversos sobre obras que el tiempo elevó a la categoría de maestras.

Merece algo más que aplauso, merece agradecimiento el crítico que hace apetecibles las obras valiosas; aquel que no se limita a descifrarlas con adusta terminología de profesor, sino que se toma la molestia de transmitir entusiasmo, humanizando generosamente sus textos críticos por la vía de exponer una parte de su condición de lector sensible; aquel, pues, que explica con precisión y claridad las razones por las que considera que una obra determinada repercute positivamente en él. Nada de lo cual es compatible con eslóganes del tipo: “lean sin falta la novela, no se la pierdan” y demás clichés del redactor de reseñas metido a mercader. Ni con la dejación intelectual de quien, para ponderar la calidad de un autor, menosprecia a otros. Ni con el lanzamiento de cohetes artificiales del tipo: “el mejor de su generación, el más grande de su época” y demás hipérboles de improbable demostración que, además, contribuyen a difundir y fijar los tópicos.

Fernando Aramburu es escritor.

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